El aventurero aprovecha la temporada para describir las recetas de dulces para la ofenda de Fieles Difuntos y suelta una receta de cómo preparaban en su familia los Jalapeños en Escabeche… aguantaban hasta diciembre.

Por Jesús Manuel Hernández*

Después del 12 de octubre la familia de Zalacaín se preparaba para cocinar algunos productos con el fin de colocarlos en la ofrenda de Todos Santos y Fieles Difuntos, fechas muy especiales para la gastronomía poblana donde aparecían los secretos de la abuela y de las tías, pasados de boca a boca y siempre reservando algún truco para evitar la competencia.

Se escudaban en frases como “así lo hacia mi abuela”, o sea la tatarabuela de Zalacaín; “así le gustaba a mi papá , a mi mamá no mucho”. Siempre existía la reflexión de cocinar para el muertito, para el alma visitante en los días 1 y 2 de noviembre. Cuando niño, el aventurero, probó infinidad de guisos, sobre todo postres de platón donde se volcaba el trabajo manual de moler, hervir, cocer, condimentar, hasta conseguir la consistencia exacta del dulce de Todos Santos.

Pero no todo era dulce, en la cocina se empezaban a preparar los chiles jalapeños en escabeche, una receta guardada por muchos años y con algunas variantes. En algún momento el mismo Zalacaín ejecutó las operaciones básicas de preparar los chiles en su forma más sencilla, la otra, era complicada y se necesitaba mucho tiempo y bastante sol y un control total de los frascos donde se hacían los chiles en escabeche.

La forma más simple no era tan complicada. En algún cuaderno había encontrado las anotaciones de una de las tías sobre los llamados Chiles Cuaresmeños en Escabeche. La receta pedía chiles jalapeños, también llamados cuaresmeños en tiempos de la Cuaresma, crudos, sin tostar, se desvenaban con cuidado para no romperlos mucho, se preparaban dientes de ajos pelados y cabezas completas sin pelar, la base del escabeche era el vinagre blanco de muy buena calidad y otro tanto igual de aceite de oliva o, decía la tía, “del francés de don fulano de tal de abarrotes…”.

Dentro del vitrolero cuya tapa debía embonar perfectamente o ayudada por un papel de estraza, se ponían los dientes de ajo, algunas hierbas como tomillo, mejorana y otras, agregaba un poco de sal gorda, algunos chiles, nuevamente más hierbas, y chiles, y así esta llenar el vitrolero, la última capa llevaba las cabezas de ajo y el doble de hierbas, se vaciaba la mezcla de vinagre y aceite y se tapaba perfectamente.

La tía ponía en un papel de estraza debajo del vitrolero y colgando en la alacena la hora y el día de cuando se había elaborado el escabeche, así no se equivocaba en el proceso, cada tercer día movía el contenido sin dejar entrar el aire. A veces se tardaba dos o hasta tres semanas según la dureza de los chiles y a simple vista sabía cuando estaban listos. Después de ese tiempo los chiles en escabeche podían abrirse y probarse, a veces les faltaba un poco de sal, pero dependiendo de la cantidad de jalapeños preparados, a veces más de cien, alcanzaban hasta las comidas y cenas navideñas, o sea dos o tres meses sin problema.

Una vez abierto debía guardarse en lugares secos y oscuros y ese vinagre servía para completar el proceso de otros escabeches menos sofisticados.

Alguna vez la receta fue elaborada con los jalapeños tostados y pelados y se usaba bastante “cebolla de Cholula” y cabezas de ajos hervidas. Esos chiles se hacían en una olla de barro y había ciertos trucos no revelados por la tía.

Zalacaín disfrutaba recordar aquellos momentos y saboreaba imaginando morder un jalapeño en escabeche totalmente impregnado del vinagre y el aceite y los sabores dejados por las hierbas y los ajos.

Las recetas para Todos Santos además de los platos tradicionales, como el punchi, especialidad de la abuela, se completaban con el dulce de calabaza,  la calabaza en tacha o uno muy especial conocido como “postre de calabaza”.

Era laborioso de hacer, necesitaba de habilidad para “calar” una calabaza en el centro superior, extraer las tripas y rellenar la calabaza con azúcar normal, no refinada. Se tapaba el agüero con alguna charola o sartén de metal y se metía al horno. Pasadas unas 24 horas se procedía a pelar la calabaza, quitarle la cáscara, el resto se molía y mezclaba con leche para ponerla a cocer hasta conseguir hacer una pasta.

El proceso además se completaba con leche como manjar blanco de medio punto con almendras molidas.

Aparte se colocaba un mamón rociado con vino blanco dulce y se formaba una especie de pastel de varios pisos con el mamón, la calabaza, a veces manjar blanco y se condimentaba todo con canela molida.

Aquello era verdaderamente espectacular. Difícil de hacer, pero valía la pena la espera para tomar el postre de calabaza cuando se recogía la ofrenda.

Hoy día es común encontrar en las ofrendas de los pueblos los dulces de azúcar, en formas de animalitos o frutas, un trabajo antes artesanal y hoy dejado de lado por los artesanos y por los consumidores.

La invasión de las “calaveras” de azúcar es notable, quizá por ser más fáciles de hacer y por el uso de moldes confeccionados de antemano y por tanto la elaboración de estos dulces decorativos es más fácil y rápido.

Pero en alguna época alguna de las comadres de la abuela quien había estado en un convento de claustro y luego “colgó los hábitos” les sorprendió un figuras de “alfeñique” donde el azúcar blanca se clarificaba con limón y clara de huevo, hasta conseguir la pasta para formar las figuras, pero esa, esa es otra historia.

elrincondezalacain@gmail.com

*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana” Editorial Planeta.

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