#ElRinconDeZalacain

“Una mesa sin caldo es como un cuerpo sin alma” decía una de las tías de Zalacaín quien recuerda recetas ancestrales

Por Jesús Manuel Hernández*

Quizá uno de los mejores recuerdos de la infancia del aventurero haya sido cuando reconoció el sabor del caldo de huesos preparado especialmente para quitar el frío, para sanar el estómago.

Seguramente cada familia tendría una receta sobre cómo cocinar un buen caldo, los habría de pollo, de res, de ternera, quizá de la cabeza del pescado o simplemente de hierbas y vegetales.

Pero la receta de la familia se remontaba a muchas décadas, cuando no había cocinas a gas, cuando los hornos eran de leña. Se colocaban huesos de varios animales, res, vaca, ternera, pollo, procurando cuando fuera posible la presencia del tuétano en alguno de ellos, y a veces, chivo, eso era el lujo de un buen caldo.

Se tostaban todos los huesos y después se metían en una olla con agua, quizá algunas hierbas y se dejaban cocer a fuego muy bajo durante unas 5, 6 o más horas, prudentemente se iba limpiando la superficie de la espuma para evitar la concentración de la grasa. Nunca se usó una olla exprés para hacer ese caldo, casi de enfermos decía una de las tías antes de romper el cascarón de un huevo y dejar caer la yema y la clara para darle vueltas rápidamente al líquido concentrado.

El caldo ha estado unido a la vida cotidiana prácticamente desde cuando el hombre descubrió el fuego, como bien escribió Faustino Cordón “Cocinar hizo al hombre”.

Los griegos lo consumían desde la antigüedad, pero no era caldo de carne, era de ostras. Aristófanes describió desde el año 380 antes de Cristo la alimentación de la gente pobre con base en el “caldo de habas”. Esto último le llegó a la mente a Zalacaín por la proximidad de la mal llamada temporada de “Mole de Caderas”, donde los publicistas y promotores han quitado, desaparecido o censurado el nombre original del platillo típico de la Mixteca Poblano-Oaxaqueña, cuando su origen era simplemente el “Gusmole”, el Mole de Guajes, recompuesto con la llegada de la carne de chivo, el chito o los huesos, espinazos y caderas.

Allá por 1765 los franceses le dieron al caldo un lugar importante en la mesa, pues anteriormente era considerado simplemente como un líquido sabroso para llenar el estómago. Dossier Boulanger fue el responsable de subir al “caldo” a la buena mesa, cuando abrió su local muy cerca del Palacio de Louvre y colocó en la entrada un letrero cuya traducción al español es “Venid a mi, hombre de estómago cansado, y yo os restauraré”.

Fue ahí donde se inventó el nombre de “restaurante” derivado de “restaurar”; los franceses le llamaron al sitio “boulangerie”, por el apellido del señor Boulanger, pero pronto se acomodó el de “restaurante” y el otro quedó para definir a la panadería.

Boulanger dedicaba muchas horas a preparar el famoso caldo ofrecido y pronto empezó a ser la base de muchos platos.

También en el siglo XVIII, recordaba el aventurero Zalacaín haber leído en algún libro, vivió un filántropo e investigador en el tema del “caldo de huesos” motivado por las propiedades del líquido y todo su trabajo derivó en un texto conocido como “Memoria sobre la gelatina de huesos y su aplicación a la economía alimentaria”.

Antoine-Alexis Cadet de Vaux obtuvo maravillosos resultados en su investigación, como la presencia del aminoácido llamado “glicina”, favorecedor de la regeneración celular y por tanto útil en la digestión de los alimentos. Además, el caldo era rico en magnesio, fósforo, calcio y una buena cantidad de proteínas.

Años más tarde la investigadora Sally Falon, experta en nutrición añadió un valor más importante en el caldo, la presencia del colágeno, útil para las articulaciones.

No en balde, afirmaba Falon, las abuelas siempre habían sabido sobre cómo el consumo del caldo aliviaba las molestias de artritis y dolores de huesos.

Una de las tías abuelas acostumbraba una vez entrado el Otoño consumir a diario un buen caldo a veces con algo de carne, otras con arroz o simplemente con verduras o con cebolla picada y algún chile serrano, antes de todo alimento, pues decía “una mesa sin caldo es como un cuerpo sin alma” y siempre recomendaba darle a los niños el caldo y no necesariamente la carne hervida en el líquido, pues la sustancia estaba en el mismísimo caldo.

La abuela le respondía ante eso del cuerpo sin alma, sobre el poco recomendable uso del caldo de habas, pues, decía la abuela, “El caldo de habas, hace a las mujeres bravas” y las dos echaban a reír pensando en sabrá dios cuántas acepciones… al final coincidían: “Donde no hay hueso, no se saca caldo”.

Pronto Zalacaín tendría la oportunidad de volver a comer, como cada año su guasmole de espinazos o caderas, la tradición de la familia difería mucho de las ofertas en fondas y restaurantes donde el caldo resultaba con mucha grasa e incluso a veces un tanto amargo.

La abuela lo hacía con cebolla, jitomate, cilantro, chile costeño y chile guajillo, y por supuesto los guajes, pero no como aparecen en las fotografías de promociones del “mole de caderas”, donde las vainas parecen banderillas sobre un toro de poca casta, nada de eso, la abuela sacaba los guajes de la vaina y los tostaba, luego los molía en el metate y los bajaba al caldo donde hervían los huesos del chivo, así el sabor se integraba de una forma diferente.

Vaya tiempos aquellos de las comidas con familiares e invitados donde se hacía el guasmole, los espinazos fritos y las “tlatlapas”, los frijoles quebrados con bolitas de masa, pero esa, esa es otra historia.

*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana, Ed. Planeta

elrincondezalacain@gmail.com

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