El aventurero se reúne con jóvenes cocineros y los anima a poner en valor recetas del último tercio del siglo XIX sin el uso de elementos modernos… El resultado: maravilloso

Por Jesús Manuel Hernández*

Un tanto hastiado de tantas improvisaciones en torno a la cocina poblana, fastidiado de ver cómo fondas y grandes restaurantes juegan con las recetas “originales” del mole, los chiles en nogada, las cemitas y quién sabe cuántos platillos más en aras de la masificación y la captura de los reflectores, pero no de los gastrónomos, menos de los paladares capturados en la infancia sobre la “manera” de hacer las cosas.

El aventurero Zalacaín había tenido muy claro, décadas antes, en charlas con Armando Mújica Pérez Salazar, Julio Michaud y Alberto Torreblanca Toussaint, en busca del auténtico “mole poblano”, la intervención de las viejas recetas preparadas con los utensilios del pasado, no con la intervención de los robots de cocina.

Los sabores plasmados en un metate, un molcajete, en la molienda de los chiles, distaba mucho de la mejor Thermomix auxiliada por el internet o la licuadora convencional.

Además siempre faltaría la experiencia de la cocinera, la fuerza de los brazos, el movimiento adecuado, casi amoldado a la resistencia de los chiles.

De esa reflexión, Zalacaín había optado por iniciar la experiencia de poner en valor un conjunto de recetas antiguas, de las de antes, esas perdidas en las páginas amarillentas de los impresos del último tercio del siglo XIX.

Luego de varias charlas Zalacaín había dado con el grupo de cocineras y se dio a la tarea de seleccionar las recetas.

Hubo experiencias invaluables, otras poco recomendables, pero el proyecto estaba en marcha.

Aquella mañana durante el desayuno, intervinieron los chilaquiles en salsa de chile morita, regados con crema, queso añejo y un poco de longaniza frita, después llegaría “el oro verde”, el aguacate, criollo, de Atlixco.

Zalacaín leyó la receta para todos, se hicieron preguntas, se sacaron conclusiones de las frases o conceptos no entendidos y al final el equipo se dispuso a poner en práctica la receta con el número 68. Sopa de Tortilla.

Los cuchillos recién afilados empezaron a picar jitomate con todo y cáscara, un poco de ajo, algo más de cebolla. En una olla de barro se puso a fuego bajo agua para recibir una vez soltado el hervor, los quelites lavados y escurridos ayudados con un poco de tequesquite. ¿cuánto preguntó una de las chicas”, “un tantito” dijo Zalacaín mostrando las puntas de tres de sus dedos, a manera de indicar “una pizca”.

En una cazuela de barro se puso algo de manteca, el recaudo y los quelites. Por separado se estaban cociendo trozos de longaniza, chorizos y algo de jamón serrano.

En otros recipiente, un pocillo de peltre se habían puesto a cocer un par de huevos.

Dos días antes Zalacaín había reservado unas tortillas de mano compradas frente a la Parroquia de La Soledad donde una “marchanta” acude entre semana y ofrece tamales, clacloyos de frijol, de requesón, de chicharrón, y las tortillas cocidas en comal de barro y con fuego de leña por la zona de La Malinche.

Las tortillas se habían secado al sol sobre un comal y después se cortaron en cuadritos, no en tiras, una vez bien fritas en manteca y aceite de oliva, escurridas, se fueron colocando en la cazuela de la sopa, primero las tortillas, encima el recaudo, sal, pimienta recién molida y asentado todo con un poco del caldo donde se cocieron los ingredientes.

Al final la longaniza y el chorizo fritos y en rebanadas, el toque especial, unos sesos desbaratados en el caldo, encima de todo aceitunas, chiles en vinagre, fuego muy lento, y ya para servir rebanadas de huevo duro…

El equipo se dispuso a probar una auténtica sopa de tortilla, “la número 68”… Faltaban unas ciento y pico de recetas también seleccionadas, pero esa, esa es otra historia.

elrincondezalacain@gmail.com

*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana” Editorial Planeta.

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