#ElRincondeZalacain El aventurero hace un repaso por las recetas antiguas de las torrijas, tradicional postre de Cuaresma y las ofrece a sus invitados con un Vintage de Bodegas Fonseca de 20 años.

Por Jesús Manuel Hernández*

Técnicamente a una rebanada de pan o de bizcocho, en el pasado, mojada con vino, algún licor, rebozada con huevos batidos y frita, se le denomina “Torrija”.

Los ojos de los escuchas acostumbrados se abrieron no tanto por la sorpresa, más bien por la forma como Zalacaín había entrado en el tema del postre de aquella comida aún parte de la Cuaresma.

¿Quién no conserva en la memoria gustativa el sabor, el olor, el retrogusto de ese postre casero de cuando no había bolsitas con pastelitos y pegatinas coleccionables de regalo?, preguntó Zalacaín. Y narró:

Los judíos llegaron a Europa por allá del siglo III y en Toledo, España, se instalaron en el siglo IV, y ya en esa época, contaba el aventurero, se registraba la presencia de las llamadas “torrijas”, usadas para alimentar a las mujeres al dar a luz, simplemente se les llamaba “rebanadas de parida”, según documentó en su tiempo José María Estrugo, en su publicación “Tradiciones españolas en las juderías de Oriente Próximo” aparecida en 1954 y cuya copia guardaba con cierto recelo Zalacaín en un apartado de su biblioteca.  

O sea, les contaba, las torrijas son tan antiguas como la presencia del pueblo judío en la Península Ibérica, es de entender así su consumo en los conventos y por ende su llegada tierras mesoamericanas con Cristóbal Colón.

La abuela y la madre de Zalacaín las acostumbraban los Viernes de Cuaresma, guardaban las rebanadas de tortas de varios días, y las hacían torrijas, a veces con almíbar de azúcar, otras con panela diluida, las más sabrosas y condimentadas con “pasitas”, algo de canela y queso añejo, salado, la mezcla constituía un buen sabor en la boca.

Alguna parienta metida en el convento de las Carmelitas les regalaba una vez al año unas torrijas diferentes, alguna vez escribió la receten un trozo de papel de estraza y acompañó el platón con los datos dirigidos a la abuela, de alguna manera su parienta política, la monja era de claustro y no tenía permitido salir, pero como vivían de sus labores de cocina, alguna vez la visitaban en el convento y hablaban con ella a través del ”torno”, donde aparecían algunos dulces conventuales como obsequio.

El papelito aquel se había extraviado décadas antes, Zalacaín recordaba algunas partes de la receta, habían de batirse las yemas algunos huevos y se mezclaban con almidón, se agregaban polvos de clavo y canela, con ello se hacía una masa y se cortaba del tamaño de una torrija de torta y se freía en manteca. Al final se rociaban con almíbar y agua de azahar y la abuela le ponía ajonjolí tostado, como toque de la familia.

Al paso de los años la familia fue coleccionando recetas de torrijas, las había incluso rellenas de camote y almendras.

Una de las tías presumía de su propia receta y era la envidia de la familia.

La tía cocía unos huevos y sacaba la yema, la mezclaba con azúcar morena algo de canela y clavo y un trozo de bizcocho duro, tostado y luego molido, con ellos formaba la pasta como si se tratara de hacer “leche frita”, las rebanadas las freía en manteca una vez rebozadas con huevo batido, las colocaba sobre un platón y las bañaba con almíbar y al final un toque de canela en polvo, aquello era un verdadero manjar.

La comida había terminado y Zalacaín se dispuso a poner el platón de torrijas comunes, como las hacían en su casa, con panela, queso añejo y pasitas, pero esta vez, Zalacaín violentó la tradición y puso sobre la mesa un botella de Oporto, Vintage, de 20 años, uno de los más selectos vinos de la bodega de José María da Fonseca con 200 años a sus espaldas en la tradición vinícola de Portugal.

Aquella tarde aparecieron duendes, hubo poesía, aparecieron los “Fados” y Zalacaín descubrió a Marta Pereira da Costa con su guitarra portuguesa, pero esa, esa es otra historia.

elrincondezalacain@gmail.com

*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana, Ed. Planeta

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