El aventurero descubre un artículo de Guillermo Prieto sobre la cocina de la Ciudad de México en el Siglo XIX, publicado por el cronista Salvador Novo, asombra el estilo y la descripción de los platos del “Poeta Nacional”.

Por Jesús Manuel Hernández*

Escombro de biblioteca, polvo, reencuentro con obras perdidas, redescubriendo autores y tradiciones, todo en un día de asueto de Zalacaín quien puesto a la tarea de reordenar sus libros se topó con uno casi olvidado.

Editorial Porrúa editó en 1976 con el patrocinio de Casa Domecq la cuarta edición de “Cocina Mexicana o Historia Gastronómica de la Ciudad de México” del académico de la lengua y cronista de la ciudad, Salvador Novo.

Zalacaín había adquirido el libro hacía algunas décadas. Primero no le dio mucha importancia a las crónicas del maestro Novo pues se trataba de investigaciones y recetas sobre la comida de la capital del país, no de Puebla, las de su preferencia.

Pero en uno de los capítulos aparecía un encabezado curioso y llamativo “Las comidas ordinarias”. El aventurero se fue a la página 307 y hojeó las posteriores, la firma del artículo le hizo regresar y leerlo todo.

Se trataba de un escrito de Guillermo Prieto (1818-1897) contenido originalmente en “Memorias de mis Tiempos”, una colección de artículos del conocido poeta de la generación de la Reforma, quien fundó en 1845, junto con Ignacio Ramírez, “El Nigromante” el periódico satírico “Don Simplicio”.

“Memorias de mis Tiempos” fue una obra póstuma del “poeta nacional”, romántico y popular, cronista, periodista, ensayista, novelista y cuentista de los sucesos del siglo XIX.

A su muerte, su segunda esposa Emilia Golard encargó a Nicolás León la recopilación de todos los textos y fue así como surgió la obra.

El cronista Salvador Novo dio un espacio en su “Cocina Mexicana” a un texto de Guillermo Prieto; Zalacaín lo leyó pausadamente a un grupo de amigos intentado demostrar la influencia de la cocina poblana en las costumbres nacionales, o quizá hubiera sido al revés, había citado irónicamente.

Y fue así como leyó “las comidas ordinarias”:

En una casa como la descrita, era común que figurase el buen chocolate de Tres tantos (uno de canela, uno de azúcar y uno de cacao) sin bizcocho duro ni yema de huevo; el champurrado para los niños y, de vez en cuando, café con leche con tostada o mollete. Hacían compañía a los líquidos los bizcochos de Ambriz, los panes y huesitos de manteca del Espíritu Santo, presentándose de vez en cuando a lisonjear la gula, las hojuelas, los tamalitos cernidos y los bizcochos de maíz cacahuatzintle. El final del desayuno eran sendos vasos de agua destilada.

Cuando acudían visitas a las once de la mañana era forzoso obsequiarlas: si eran señoras, con vinos dulces como Málaga, Pajarete o Pedro Ximénez, sin faltar en una charolita puchas, rodeos, mostachones, soletas, etc., y sus tiritas curiosas de queso frescal. El sexo feo se las componía con ríspido catalán, llamado judío, porque no conocía las aguas del bautismo.

En las comidas resaltantes para las festividades de un congreso de familia, compuestas de las matronas más expertas en el arte culinario, se ostentaban:

Las sopas de ravioles y la de arroz con chícharos, rueditas de huevo cocido y sesos fritos.

La olla podrida, era la insurrección del comestible, el fandango y el cataclismo gastronómico, la cita dentro de una olla de las producciones todas de la naturaleza.

Encerrábanse en conjunto carnes de carnero, ternera, cerdo, liebre, pollo, espaldillas y lenguas, mollejas y patas; en este campo de agramante se embutían coles y nabos, se introducían garbanzos, se escurrían habichuelas, se imponían las zanahorias, campeaba el jamón y verificaban invasiones tremendas, chayotes y peras, plátanos y manzanas en tumultuosa confusión; hasta creíase percibir entre el hervor y el humo, rodajas de espuela, relojes y ramas de árbol, facciones humanas truncas y gesticulaciones fantásticas de monstruos abortados por la locura.

La olla podrida se apartaba en dos grandes platones para servirse; uno de los platones contenía carnes, jamones y espaldillas, patitas y sesos, en el otro la verdura con todos sus accidentes, y entre los platones, enormes y profundas salseras de jitomate con tornachiles, cebollas y aguacates y salsas de chile solo o con queso y aceite de comer de Tacubaya o los Morales.

El plato de olla podrida podía constituir por sí solo un banquete, y un gastrónomo no experto habría necesitado un manual o guía para penetrar en aquel laberinto sorprendente.

La llenura, el hartazgo, la beatitud del boa, se encontraba en primera en ese plato privilegiado.

En los guisados había predilecciones caprichosas: como pollo en almendrado, con pasas, trocitos de acitrón, alcaparras; pichones en vino y liebre, o conejo en pebre o con salsas.

El turco, la torta cuajada, la torta de cielo, los patos en cuñete, tenían sus lugares de honor, lo mismo que los guajolotes rellenos y los deshuesados, obra maestra de las cocineras de la alta escuela.

En los festines de familia o de alguna confianza, hacían con aplauso sus apariciones el mole poblano de tres chiles, el de pepita o verde y los famosos manchamanteles con sus rebanadas de plátano y sus gajitos de manzana.

Lo espléndido, lo musical y poético, eran los postres: los encoletados voluptuosos, la cocada avasalladora, los cubiletes y huevos reales, los zoconoxtles rellenos de coco… la mar!… el éxtasis!… la felicidad suprema… Frutas, zapote batido con canela y vino, garapiña, etcétera, etc.

Después de dar gracias y de levantar los manteles, fumaban los señores mayores (que me reventaban) y se les servía salvia, muitle, cedrón o agua de yerba buena para asentar el estómago.

Esto era, por decirlo así, la realización del ideal.

La vil prosa de la alimentación diaria era el chocolate de oreja y el atole, el anisete a las 11, y en la comida una sopa de pan, arroz o tortilla, un lomo de carne anémica escoltada por unos cuantos garbanzos, salsa de mostaza, perejil o chile, y principios en que fungían con aplauso el rabo de mestiza, los huevos en chile, los chilaquiles, las calabacitas en todos sus apetitos variantes, los quelites, verdolagas y huauzontles; nopales, las tortas de papas, de coliflor, pantallas y las carnitas de cerdo. Alegraba la comida la miel perfumada con cáscara de naranja, y servía como de digestivo una tortilla tostada que se hacía astillas entre los dientes. El frijol popular, el frijol, amigo de los desheredados, el frijol, refrigerio del hambriento, frijol patrio, ocupaba el puesto de honor y se le solía adornar con cebolla picada, con queso, con aguacate y salsa para que sonriera la gula en la mesa más humilde. El oficio de limpiadientes lo desempeñaban en general los popotes, con excepción de uno que otro personaje que usaba el oro con un rascaoídos en el opuesto lado.

El mole de pecho, un lomo frito prófugo de puchero, si acaso con dos o tres hojas de lechuga y el parraleño amable, componían las cenas de las mártires numerosas de la clase media.

En la clase más infeliz los tres amigos del pobre (maiz, frijol y chile) hacían el gasto, lisonjeado el apetitio el nenepile, el menudo, tripa gorda y otros ascos y espantos de cualquier estómago racional. (Guillermo Prieto, Memorias de Mis Tiempos, México 1910)

Vaya documento, sin duda buscaría la forma de reproducir algunas de los platillos, buscaría las recetas, iría a sus libros viejos, pero esa, esa es otra historia.

elrincondezalacain@gmail.com

*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana” Editorial Planeta.

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