#ElRinconDeZalacain | Quizá en un principio el salseo se haya dado para ocultar los defectos de la comida, Zalacaín cuenta historias desde Apicius

Por Jesús Manuel Hernández*

¿Cuál es la variedad de salsas de la cocina de un país?, Pues el número estará en relación con la riqueza de la gastronomía de una región o de una nación.

La premisa había sido por décadas la manera de explicar la fuerza de la cocina mexicana por ejemplo, o de la francesa, la española, de Pakistán o la India.

Las carnes, los frutos del mar, todo lo comestible puede tener sabores y olores propios dependiendo de la tierra, de la cantidad de sol y agua, de las condiciones del microclima, son las salsas, explicaba Zalacaín a su acompañante, la variante para obtener nuevos sabores.

Quizá en un principio el salseo se haya dado para ocultar los defectos de la comida, pero en otros casos sirvió para darle nombre a las mezclas de hierbas, especias, jugos, carnes, huesos, etcétera.

Zalacaín había emprendido aquella mañana la aventura de ir probando salsas de algunos puestos de tacos famosos entre los trabajadores del volante, buscaba nuevos sabores, sorpresas al paladar le decía a su acompañante. Y al paso de las horas la charla se fue acomodando para incursionar en temas históricos sobre el origen y la puesta en escena de las salsas.

¿Cuándo nacieron? Preguntó su compañía.

Ese es un enigma, dijo el aventurero Zalacaín. Lo primero fue transformar los alimentos crudos en comestibles, digamos, algo así como hacer de los alimentos nocivos a la salud, una comida digestiva. Ahí empezó el concepto de “cocinar”, recalcaba.

Y citó al más famoso cocinero de la Antigua Roma Imperial. Se llamó Marco Gavius Apicius y sirvió a Tiberio en el siglo I de la era cristiana, fue el pionero en temas de la buena mesa, criticado por Séneca quien lo acusó de corromper a la juventud por sus recomendaciones de recetas.

Coloquialmente llamado Apicius, fue el responsable de la divulgación del “garum”, el condimento más sofisticado de la época, también llamado “liquamen” hecho con base a las vísceras de pescados, salmonetes, morenas, anchoas, todo salado, reducido al calor del sol y posteriormente filtrado o más bien prensado en una cesta para extraer el líquido del llamado “garum”.

La verdad, contó Zalacaín, alguna vez asistió a una prueba de ese producto acomodado a los utensilios e ingredientes modernos y no era precisamente sabroso.

Pero cobró fama por su fuerte sabor y acompañó infinidad de carnes.

Apicius registró varias recetas de salsas del siglo I, como la “Salsa para las perdices”: “Machacar en un mortero pimienta, apio, menta y ruda; empapar con vinagre; añadir dátiles, miel, vinagre, garum y aceite. Cocer todo junto y servir”.

Entre las 468 recetas recogidas por Apicus había una de salsa para jabalí: “Moler pimienta, levístico (apio silvestre), orégano, bayas de mirto despepitadas, cilantro y cebollas; mojar con miel, vino, garum y un poco de aceite, calentar y ligar con almidón…”.

Mientras charlaban y caminaban al siguiente puesto, comentaban los sabores dejados por una salsa de jitomate asado con chiles serranos verdes y secos, rojos, mucho ajo y unas ramitas de pipicha, y otra donde el habanero tierno sorprendentemente se dejaba comer sin despertar un gran picor.

No así otra salsa de un puesto de tacos de canasta, Zalacaín pudo identificar almendras, chile de árbol en exceso, ajo, sal y algo de aceite de oliva de no muy buena calidad; el aventurero intentaría hacerla en su casa pero poniendo énfasis en el aceite de oliva extra virgen.

Y así fue transcurriendo la mañana, probaron salsa de chilpotle, de guajillo, la tradicional roja o la verde de tomate, la llamada “pico de gallo”, una “macha” y hasta una de pulque con chile pasilla y mulato y condimentada con queso añejo.

Y entonces Zalacaín le describió a su acompañante un pasaje de las visiones del poeta cómico, griego, del siglo V antes de Cristo, Telecleides, en una de sus obras, “Les Amphictyons”, donde hace hablar a Cronos así:

“Ahora, voy a describir el tipo de vida que he dado originalmente a los hombres. Primeramente, había paz para todos como el agua para las manos. La tierra no producía terror ni enfermedades y el alimento aparecía espontáneamente. En todos los arroyos fluía el vino. El pan de cebada y el pan de trigo candeal disputaban en la boca de los hombres suplicándoles que lo tomasen si les gustaba más el pan más blanco. El pescado llegaba a las casas y él solo se freía y se servía a las mesas. Un río de sopa fluía cerca de los asientos de las mesas acarreando trozos de carne caliente. Había conductos de salsa picante para los que querían, no había ningún problema en mojar un trozo y comerlo bien tierno. En los cuencos aparecía pasteles espolvoreados de especias. Las alondras asadas acompañadas de cortezas de leche volaban hasta los gaznates y las tortas se atropellaban en bélico tumulto alrededor de las mandíbulas. Los niños jugaban a las tabas con delicados trozos de útero de cerda y golosinas, Así que los hombres eran gruesos, gigantes enormes…”

Vaya textos de la Edad de Oro de los banquetes de los humanos.

Pero esa, esa es otra historia.

* Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana” Editorial Planeta.

elrincondezalacain@gmail.com

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