#ElRinconDeZalacain | El aventurero comenta sobre los secretos en las recetas y la llegada de los robots de cocina, pero el molcajete se mantiene.

Por Jesús Manuel Hernández*

X @jesusmanueh / Treads @jhernandezl

En la historia de la gastronomía hay un apartado disfrazado o no escrito directamente, se “esconden algunos pasos”, algunos ingredientes de las recetas, pensaba el aventurero al recordar las frases de la familia, sobre los “tantos”, los “poquitos”, las “pizcas”.

Esas palabras no indicaban mucho y representaban quizá el todo para conseguir la receta.

¿Cuánto de agua le pongo a la cazuela? preguntaba la vecina a la mamá de Zalacaín para hacer algún guiso. “Dos dedos”, le respondía. Y el aventurero pensaba “dos dedos” de quien, el tamaño de la mano de una persona a otra es muy diferente, máxime si son dedos de un niño mexicano o de un caucásico.

Las recetas familiares tenían una redacción sujeta, de alguna manera, a la libre interpretación, y pocas veces se pesaban o se medían los ingredientes, por tanto la sazón y el éxito del plato dependía del “toque”, coloquialmente llamado así, “sazón”, derivado de la experiencia de cada persona.

Con la llegada de los aparatos mecánicos, de licuadoras, batidoras, robots de cocina, esos “secretos” se van apartando de la vida diaria.

Hacía unos 20 años a Zalacaín le había asombrado el uso de la Thermomix, un robot de cocina español empleado por cocineros de primera talla como Abraham García de Viridiana, quien la recomendaba para muchas salsas.

La famosa Thermomix llegó a México y tuvo una aceptación poco generalizada, quizá por el precio, o por el desconocimiento sobre cómo usarla, las vendedoras no siempre tenían los argumentos de los cocineros profesionales y por tanto quienes la compraron tenían en su cocina una licuadora de lujo desaprovechada.

No hacía mucho a Zalacaín le había llegado la Thermomix 6, un estuche de monerías, conectada a internet, con pantalla táctil, permitía pedir la receta directamente, aparecía en la pantalla y a continuación, se iban presentado los requisitos para preparar el platillo; “100 gramos harina” se leía en la pantalla, y no era necesario pesar en una báscula el ingrediente, nada de eso, Zalacaín vertía la harina directamente y en la pantalla iba apareciendo cuántos gramos estaban siendo añadidos, o sea la Thermo esa también tiene una báscula, y además tritura, muele, mezcla en frío o con calor.

Atrás quedaron los metates, los molcajetes.

Como prueba de fuego Zalacaín se dispuso a preparar una salsa martajada con tomates asados, la receta no aparece en el listado de la Thermo, pero la experiencia aporta lo suyo, puso los tantos usados de tomate, ajo, cebolla, para hacer una martajada convencional.

El truco consistía en darle el tiempo, los segundos, y la velocidad para conseguir deshacer los tomates como si hubieran sido triturados por el tejolote dentro del molcajete de piedra volcánica de El Seco.

La prueba y el error permitieron afinarla, tiempo y velocidad del molido y sí, se consiguió al final una salsa más o menos cercana a una martajada original, sólo un paladar experto podría diferenciarla.

Pero, había un pero, la Thermo esa de la serie 6 costaba casi 30 mil pesos y un buen molcajete unos 400 pesos.

Con la llegada de estos aparatos los secretos de la cocina parecieran irse perdiendo, pero no es así, los toques personales, los tantos, las pizcas, siguen siendo importantes.

Aquella salsa hecha en la Thermo, fue puesta en un molcajete como si se hubiera preparado ahí y entonces Zalacaín puso un poco de sal de grano y le dio un poco de triturado manual con el tejolote, así consiguió darle no solo el punto de sal, también el saborcillo de la piedra curada.

Las tías abuelas acostumbraban tener los recetarios muy bien guardados y cada una de ellas les hacía anotaciones a lápiz para recordar los trucos en la preparación, por ejemplo la abuela, famosa por hacer la nogada, siempre le ponía un poco de sal, la movía, la probaba con un trozo de torta de agua y la iba rectificando, entre azúcar y sal y el chorrito de jerez seco.

La salsa del bacalao pasaba por lo mismo, probar y volver a probar mientras se iba friendo el jitomate para conseguir reducir la acidez y exaltar los sabores al gusto del cocinero.

Sabida es, reflexionaba Zalacaín, por todos los cocineros y cocineras del mundo una premisa: “cocer, sazonar, marinar, triturar, cortar, filtrar, reposar… tiene como objetivo cocinar, mejorar el sabor”.

Ahí radica la grandeza de las cocinas en el mundo. Entre más formas de preparar un pollo, un pescado, una res, etcétera, entre más salsas, métodos, será más amplia la oferta de cocina, por tanto más variada.

¡Ah!, los secretos de la abuela, los secretos de la madre, los de las tías y alguna comadre, muchos en la mente de Zalacaín, otros perdidos, jamás anotados, jamás registrados y solo identificados por su ausencia en el momento de dar un bocado.

Decía una de las tías “la felicidad no tiene recetas; cada quien la cocina con la sazón propia de su pensamiento” y la abuela le respondía “la vida es como una receta de comida, el sazón tú se lo pones”.

En fin, a experimentar con los nuevos artefactos de cocina pensaba Zalacaín y buscó su palita de madera, infaltable para una buena salsa y para la nogada, quizá una de las salsas más caprichosas de la cocina poblana, pero esa, esa es otra historia.

*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana, Ed. Planeta

elrincondezalacain@gmail.com


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