#ElRinconDeZalacain | “Cuatro cosas come el poblano, cerdo, cochino, marrano… y poblano”, a propósito de las morcillas y morongas

Por Jesús Manuel Hernández*

“Hay un alimento poseedor de ocho veces más hierro que las lentejas…” le había escrito su amigo desde Madrid. Hacía referencia a un estudio divulgado sobre las propiedades alimenticias de los embutidos de sangre de cerdo, excelentes en aportar hierro y proteínas.

La morcilla no tiene grasa, tan solo un 1 gramo y unos 40 miligramos de colesterol, aporta sodio, calcio, vitaminas A y B3 y constituye un alimento excepcional al paladar, agregaba el texto de su amigo avecindado en Madrid y asiduo a comer las morcillas de arroz o de cebolla en las tabernas.

El texto le remontó a Zalacaín a las charlas sostenidas con aquél fraile franciscano sobre las costumbres de comer según las religiones. Él era bastante rechoncho, el peor de los ejemplos de la buena alimentación, más bien, mal alimentado, pero bien bebido, le encantaba el tinto y el whisky, y siempre se le encontraba sonriendo ante cualquier circunstancia.

El fraile aquél culpaba a la interpretación de los textos bíblicos, algunos en el Levítico o el Deuteronomio donde se anotaban las prohibiciones de comer “camello, conejo, liebre, cerdo…  y por supuesto la carne con sangre”.

En la antigüedad se atribuía a la sangre contener el alma, por tanto no debía consumirse, debían desangrarse los animales para ser ingeridos.

De ahí venía la charla de hablar de los “alimentos impuros y prohibidos”, esas pláticas, chácharas les decía el fraile, siempre terminaban con alguna charola de viandas, vinos del diario y siempre, siempre al fial un trago de whisky.

Los poblanos heredamos de los ibéricos la costumbre de criar cerdos, y muchos refranes como “del cerdo se aprovecha todo, hasta su andar”, por tanto la alimentación de los poblanos ha estado muy relacionada con su consumo.

Famoso el refrán aquel: “tres cosas come el poblano, cerdo, cochino y marrano”, aumentado irónicamente por el aventurero Zalacaín: “cuatro cosas come el poblano, cerdo, cochino, marrano… y poblano”, haciendo clara alusión al chisme, al cotilleo donde la honra de las personas se arroja como los dados sobre una mesa para sacar provecho en el juego de la vida.

“La vida es una moronga”, había escuchado Zalacaín de algún ranchero haciendo alusión a la dificultad de enfrentar los problemas cotidianos.

Y por supuesto le abundaron las recetas, las mezclas de la sangre del cerdo, las experiencias en El Burgo de Osma en la ceremonia anual de “La Matanza del Cerdo” donde las artesas de madera recogen la sangre del cerdo y se procede a la preparación de la morcilla.

Un recetario de 1849, originario de España y reeditado en Puebla transmitió en su tiempo algunas recetas de las morcillas comunes.

Una de ellas decía:

“Se cortan cebollas en pedazos, se pasan por manteca y pella derretida; pero no de modo que tomen color; se pica con ellas una libra de pella (especie de tlales de hoy día) por cada azumbre de sangre, (el azumbre equivaldría hoy a unos 2 litros) mezclándolo todo, y añadiendo yerbas finas picadas menudamente, sal, especias y natas. Con esta mezcla se llenarán los intestinos, habiéndolos antes limpiado

bien por medio de un embudo; se atarán por una estremidad, y se llenarán antes de poner la atadura, teniendo cuidado de no hacerla demasiado larga: se cocerán en agua templada hasta que al picar con un alfiler no salga ya sangre. Entonces se retiran y se dejan escurrir y secar, cortando de ellas pedazos más o menos largos; advirtiendo que no debe hervir el agua, por que reventarían. Se ponen en parrillas o en asador…”, se leía.

Había recetas variadas, algunas recomendaban agregar a la sangre del cerdo algo de anís o hierbas olorosas.

Zalacaín era particularmente aficionado a la morcilla de arroz, pero valoraba mucho la llamada “Rellena o Moronga” mexicanas condimentadas con productos mesoamericanos como el chile.

Un recetario divulgado en tierras mexicanas en el siglo XIX registraba así la receta común y corriente de la morcilla y el morcón:

“Se empieza la operación por recoger la

sangre, la que no se dejará de mover

con un plato interin esté saliendo del

cerdo, para que no se coagule; se le

quita todo lo fibroso que se encuentre,

dejando solo lo que se mantenga líquido. En este estado se le añaden las mantecas del cerdo, que se deshacen dentro de la misma sangre todo cuanto sea posible; se le echan como treinta cabezas de ajo bien mondadas y machacadas con un poco de sal, onza y media de anís, una de cominos, la sal y pimienta que necesite, según el gusto de cada uno, y una onza de culantro (cilantro hoy día); todo esto revuelto bien, forma la masa de las morcillas, las que se deben llenar inmediatamente, prefiriendo para ellas la tripa del mismo cerdo; advirtiendo, que si es para gastarla de fresco, podrá añadirse un poco de cebolla picada, que les daña si han de guardarse por algún tiempo, porque este género

dura bien un par de años.

“Luego que estén hechas las morcillas, se tiene una caldera con agua hirviendo, en la que se meten sin soltarlas de los ataderos, no dejarlas de mover de cuando en cuando; se sacan y pican con un alfiler, y se conoce que están buenas, cuando por la picadura sale clara la pringue; después se cuelgan al aire y en un sitio en que se puedan ahumar por espacio de un mes, pero cuidando de que el fuego no sea tan

fuerte que las derrita…”

La tarea no era nada fácil y requería además de un buen cerdo, de tiempo y espacio para hacer las morcillas.

Hoy día los carniceros de los mercados populares hacen su propia morcilla, en algunos casos es notable, y ya en la cocina, Zalacaín acostumbraba cocinarla de esta forma: Una vez rebanada se metía a freìr un poco en una cazuela de barro con algo de manteca o aceite de oliva, donde se había sofrito algo de cebolla, se agregaban rajas de chile jalapeño, unos cacahuates pelados y si se tenía a la mano algo de hierbabuena… así la hacía su tía Elisa quien se había casado con un carnicero… Y tenía por costumbre decirle al pequeño Zalacaín “Trece morcilla tiene un cerdo, ni te las doy, ni te las cuento…”, pero esa, esa es otra historia.

*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana, Ed. Planeta

elrincondezalacain@gmail.com

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