#ElRinconDeZalacain | El aventurero repasa las visitas a la Feria de Corpus en Izúcar de Matamoros, el viaje, los saludos, el pozole blanco, los panes de barrio, los mangos, los olores

Por Jesús Manuel Hernández*

Hacía años no venía a la memoria con tanta fuerza el recuerdo de un Jueves de Corpus. La fecha era muy importante en la tradición religiosa, pero para la familia paterna de Zalacaín constituía todo un complejo sistema de puesta en valor de las costumbres de sus ancestros.

Cada año, hacía muchas décadas, se alistaban desde dos o tres días antes, la abuela y sus hermanas para viajar a Izúcar de Matamoros, el auto se alistaba, se mandaban revisar los frenos, la alineación, se afinaba en una taller por la zona del Teatro Principal donde había algunos mecánicos.

Y llegaba la fecha, el Jueves de Corpus se levantaban muy temprano, a las 4 de la mañana, el chofer llegaba unos minutos más tarde y se iniciaba la aventura de ir a Izúcar de Matamoros, la carretera era muy sinuosa, peligrosa y se tomaba con mucha cautela; en el recorrido Zalacaín escuchaba los relatos familiares, los nacimientos, las muertes, los accidentes, y casi siempre se rezaban algunas oraciones al inicio del viaje y se encomendaba todo mundo a la Virgen de Guadalupe.

La distancia, unos 60 kilómetros, se recorría a veces en unas 2 horas y media, a veces más, pues el tráfico de transportistas era muy intenso entre más cerca se estaba de Izúcar.

Extrema precaución ponía el chofer cuando entraba a la zona conocida de “Los Molinos”, muchas curvas, muy forzadas y donde perdieron la vida algunos conocidos; más adelante la carretera era más bien recta.

En el camino se abrían las canastas con servilletas bordadas a mano y se iban sacando las tortas rellenas de huevo con jamón o rajas con huevo, no había termos para el café, no había café, se tomaba agua de una botella de vidrio, en forma de un libro, cabía muy bien debajo del asiento.

Y así transcurría el viaje, cuando se llegaba a la desviación a Champusco el chofer se detenía y se cumplía un ritual, pasar a saludar a “Don Chava” dueño de un taller de reparación de llantas y algo de mecánica, quien había sido amigo del tío abuelo, general por cierto, se aprovechaba para ir al baño, tomar agua y a veces un café muy aguado y muy negro.

Y el viaje continuaba, primero Tepeojuma, y después “La Galarza”, donde el olor a caña de azúcar era sobresaliente, con suerte el tránsito era fluido en esa parte, pero si tocaba algún carro de arrastre de caña, tirado por mulas, la cosa se complicaba, la planta de Bacardi a pie de carretera era la culpable.

Y al final la llegada a Izúcar de Matamoros donde empezaban las costumbres, parada obligada en la Parroquia de Santiago Apóstol, unas oraciones y pasar debajo del caballo y tocar las botas forradas de lámina. A la salida a veces se veía la procesión de mulas y otras elaboradas con cañas, palmas, hojas de maíz o de barro policromado.

Vendrían después los recorridos por las casas de las familias aún vivas, el huerto de mangos, la visita al mercado, donde la familia guardaba muchos recuerdos, el saludo al peluquero, pariente lejano quien aún tenía en su local un enorme espejo con marco dorado, heredado de algún familiar y la repetida pregunta “¿cuándo me lo vende?”.

Lo demás era caminar por el tianguis de la Feria de Corpus, la compra de Árboles de la Vida, las cajitas de Olinalá, ofrecidas por los artesanos de Guerrero.

Las canastas se iban llenando de rosquetes y panes colorados, llamados por las tías abuelas “panes de bario”.

La comida era en casa de uno de los familiares, al lado de un huerto de mangos.

La mesa se decoraba con manteles de algodón bordados a mano, pero con un plástico transparente sobre ellos, “para no mancharlos” decían los familiares; en el centro un plato con ciruelas de la región;  de comer había pozole blanco, típico de la región, pipián verde, cecina, barbacoa y los infaltables “frijoles quebrados” lo más aproximado a la Tlatlapas de Huaquechula…

En la mesa se colocaban botellas de refrescos, aguas de frutas, una botella de aguardiente de caña, una de whisky especial para las grandes celebraciones. Y al final el café, jamoncillo de pepita y algunas veces se compraban “raspados” en la feria para llevarlos a la comida.

Luego se iban caminando al centro de Izúcar para ver los bailables. Aparecían así “Los Doce Pares de Francia”, con sus cascos de cartón y sus capas multicolores; “Los Tecuanes” donde se buscaba la captura de la fiera a veces con pinta de tigre, otras de puma o de león.

El regreso era más cansado que la venida, los efectos de la comida y el olor en el auto de las cajas de mango eran verdaderamente un acoso al olfato, prolongado por varios días, pues los mangos verdes aún, se envolvían en papel periódico y se guardaban en un cuarto de la casa de la abuela donde permanecían hasta estar maduros. Para Zalacaín era insoportable convivir con el olor del mango encerrado por varios días, pero al final el mango era uno de los lujos de la familia, de su propio huerto… pero esa, esa es otra historia.

*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana, Ed. Planeta

elrincondezalacain@gmail.com

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