El aventurero repasa los orígenes del Mole de Guajes, mal llamado ahora “mole de caderas” y contempla el riesgo de la masificación tal cual ha pasado con los Chiles en Nogada por la intromisión de políticos y empresarios deseosos del reflector y no de la cocina con valor.

Por Jesús Manuel Hernández*

Hace ya algunas décadas un congreso de la Unesco y la Organización Mundial de Ciudades Patrimonio había puesto en la mesa una premisa en defensa de los valores edificados; el turismo, dijeron, es un peligro para mantener el patrimonio.

Zalacaín recordaba muy bien las intervenciones de algunos ponentes pues el tema reflejaba mucho de lo acontecido en Puebla, la destrucción, con la famosa piqueta clandestina, en aras de la modernidad y de la opción de convertir a la Angelópolis como destino turístico. Hoteleros, restauranteros, comerciantes, prcticaron la destrucción de los edificios para hacerlos cómodos a los visitantes y la Unesco alertó a los gobiernos.

Esta reflexión le vino a la cabeza al aventurero al releer unas lineas en una fotografía hecha también hace varias décadas en el “Bar Miserias” de la ciudad de León, en España:

Decían así:

“Las cabras y los chivos”

Desde antaño en el mundo

reina el vano deseo

de parecer iguales

a los grandes señores los plebeyos.

Las cabras alcanzaron

que Júpiter excelso

les diese barba larga

para su autoridad y su respeto.

Indignados los chivos

de que su privilegio

se extendiese a las cabras,

lampiñas con razón en aquel tiempo,

sucedió la discordia,

y los amargos celos

a la paz octaviana,

con que fue gobernado el barbón pueblo.

Júpiter dijo entonces,

acudiendo al remedio:

¿Qué importa que las cabras

disfruten un adorno propio vuestro,

si es mayor ignominia

de su vano deseo,

siempre que no igualaren

en fuerzas y valor a vuestro cuerpo?

El mérito aparente

es digno de desprecio;

la virtud solamente

es del hombre el ornato verdadero”.

Hablar de chivos en tiempos de Todos Santos y Fieles Difuntos es honrar la memoria histórica de las raíces culturales y gastronómicas, muy concretamente gastronómicas de los pueblos originarios de mesoamérica entre quienes la costumbre de rendir culto a la muerte fue una constante llevada de la mano de la comida.

En las redes sociales se transmitía aquél día la puesta en marcha de la mal llamada temporada de “Mole de Caderas” auspiciada por políticos, introductores de chivos de trashumancia, restauranteros y turisteros, quienes pronosticaban la segunda mejor época del año para la gastronomía poblana, mejor dicho tehuacanera.

Zalacaín se preguntaba de dónde la fama, surgida, sembrada en las últimas décadas del llamado “Mole de Caderas” atribuído según algunos “cronistas” a las “recetas ancestrales”.

Cuestión de enfoques, pensaba Zalacaín en medio del cotilleo de las presuntas recetas oficiales de la comida donde las palabras clave habían desaparecido del discurso inaugural.

El Guatzmole, Huaxmole, Huatzmole, hubieran sido palabras más apropiadas para definir el guiso derivado ni más ni menos de una antigua receta de la mixteca poblano oaxaqueña: “El Mole de guajes” la base, sin duda del hoy presumido platillo regional.

Sin guajes, sin chiles, sin chivos, simplemente el platillo no existiría.

Curiosamente, seguía reflexionando Zalacaín, reducir a Mole de Cadera el guiso era más o menos despreciar los espinazos del trashumante chivo, en cuya columna vertebral se consigue mas carne y con aportación importante de sabor, máxime cuando es posible pelar totalmente el hueso del espinazo, la vértebra, extraer la carne y con ella, el tuétano, el cartílago, hasta dejar solamente el hueso, pelado, usando las manos y los dientes, ningún cuchillo, ningún tenedor es capaz de hacerlo.

De un “juego” de huesos como se le llama coloquialmente en el mercado, salen dos órdenes de caderas y unas 8 o 9 de espinazos, según el tamaño del chivo, con lo cual si solo fueran caderas, los precios se irían a las nubes, pues cada “juego” ronda los 1300 pesos más o menos, los de Tehuacán y los de Huajuapan, cuyos introductores cada vez le van ganando más terreno a los tehuacaneros entre otras cosas por la calidad del animal, realmente “cebado” en la caminata desde la Costa Chica y no engordado en los alrededores.

Mucha razón tienen quienes critican el tamaño de los espinazos, gordos, carnudos, al calificarlos de “falsos” pues el chivo de trashumancia es “enjuto”, flaco de carnes, por lo tanto su volúmen, su peso es inferior a uno alimentado sin el ejercicio de la caminata.

Y en la mente del aventurero rebotaban los discursos escuchados en la Unesco sobre el peligro para el patrimonio edificado por casusas del turismo.

Los gobiernos han fincado el éxito o el incremento del número de turistas en las campañas de promoción de las temporadas llamadas gastronómicas, todo en aras de números, de dinero, de porcentajes, poco, muy poco se hace para poner en valor las recetas, las técnicas, el cuidado en la preparación, el toque de sazón de las cocineras de antes de donde partió la fama del Guatzmole.

Recordó Zalacaín las fotografías divulgadas en las promociones turísticas, un mole rojo, muy rojo, unos espinazos o caderas enormes, colmando el plato y un puñado de “ejotes” sin limpiar, es decir, la vaina del guaje y no las semillas, cuyo sabor solo se obtiene de haberlas extraído y tostado, como mandaban las recetas antiguas, las de boca a boca…

A los “huesos” les ha sido contagiada la enfermedad de la “masificación” de los Chiles en Nogada, usados para las mesas de los politícos, de los protagonistas con ansias de reflectores y no para la exaltación de una cocina con valor.

Poco se dice de la llegada en 1530 de los frailes dominicos quienes introdujeron la crianza de cabras en la Mixteca. Se tenía la costumbre de comprar ganado en Ometepec, Pinotepa Nacional, Putla de Guerrero y Santiago Juxtlahuaca; los rebaños llegaban a cebarse a la hacienda de don Antonio León en Tezoatlán y luego a la matanza en San Andrés Dinicuiti, esos son los datos más antiguos sobre el tema.

Después fue Antonio Abascal Arredondo quien continuó la trashumancia, seguido por su primo Evaristo y su hijo, quienes llegaron a Tehuacán para continuar el comercio de los chivos y el chito, debido al alza de impuestos de la matanza en Huajuapan de León, Oaxaca.

Otros cántabros metidos al negocio fueron Cándido y Ángel Abascal, Antonio García, los Gorostegui en Tecomaxtlahuaca; don Antonio García, se casó con doña Carlota Manzanares, tuvieron un hijo, Iñigo, quien hasta la fecha continúa con la matanza en Tehuacán.

En Huajuapan quedan “Los Maza”, de la familia de Félix Maza Abascal, quien tiene la matanza en Santa María Xochitlapilco.

Para Zalacaín, según versiones de su familia, hubo un hecho histórico clave en el arraigo de la tradición de la matanza de chivos a principios del siglo XIX; del 5 de abril al 23 de julio de 1812, los realistas sitiaron a Valerio Trujano en Huajuapan, escaseó la comida; para combatir el hambre Trujano ordenó la matanza de todos los chivos de la localidad para dar de comer a los retenidos en el sitio, después vendría la aportación de los matanceros con su “paga”, los huesos, luego de extraer la carne para el chito y de ahí el mole de guajes se convirtió en el Guatzmole, pero esa, esa es otra historia.

elrincondezalacain@gmail.com

*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana” Editorial Planeta.

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