#ElRinconDeZalacain | El molcajete se lavaba con agua, su colocaba en la mesa para servirse directamente la salsa y nunca se prestaba

Por Jesús Manuel Hernández*

Vaciar el cuarto de trebejos fue toda una odisea para el aventurero Zalacaín, no solo por el cuidado de no cortarse con algún fierro viejo, más bien por la tarea de ir descubriendo objetos de la historia familiar, desde la Rueda de la Fortuna hechiza, de alambrón, con la cual jugaba y se imaginaba subir alguna vez, hasta las cajas de Olinalá, resistentes a la polilla, donde se guardaban viejos papeles de sus ancestros.

Pero un objeto le llevó a los más sabrosos y entrañables recuerdos, el molcajete de la abuela, abollado por un golpe mal dado en la mesa de granito de la familia, pero aún conservaba curiosamente el olor y algunos residuos de las salsas ahí molidas.

Calculó en unas 5 décadas al menos, quizá más, su estancia en aquel cuarto destinado a ir guardando todo aquello desplazado por el nuevo mobiliario de la casa. El molcajete había sido heredado por la abuela de Zalacaín, o sea, quizá tuviera unos ciento veinte años o más de haber sido fabricado. De piedra de basalto, tallado a mano, de tamaño casero, tenía aun su temolote, tejolote, “mano” o temachín original; la abolladura de un lado le daba un cierto toque.

Usado de forma cotidiana, este molcajete fue el espacio de confección de una enorme variedad de salsas y molienda de chiles secos o hervidos, frescos o tostados y asados, mezclados con dientes de ajo y sal de grano y rociado todo con un poco de agua.

El molcajete de la abuela no era solo una herramienta de la cocina para preparar las salsas, constituía el adorno y el utensilio de la mesa desde donde se servía la salsa al plato del comensal. A diferencia de otras costumbres poblanas donde la salsa se hacía en molcajete y se pasaba a un plato, escudilla o salsera, en casa de Zalacaín el mismo molcajete se colocaba en la mesa y de ahí los comensales se servían, así la abuela garantizaba la mezcla de sabores de los chiles recién molidos.

El molcajete no se lavaba con jabón, no se restregaba con estropajo, menos con fibras metálicas, nada de eso, se metía en el chorro del agua y se lavaba prácticamente con los dedos de la mano, o una escobeta de raíz natural y se volteaba sobre una servilleta y se dejaba secar para ser usado en la siguiente preparación.

El molcajete nunca se prestaba, jamás se dejaba en manos inexpertas y era heredado de madre a hija como una costumbre de transmitir los sabores y las recetas.

A la “mano” del molcajete se le llamaba coloquialmente “tejolote” y había un refrán: “Sólo el molcajete sabe de los golpes del tejolote y del ardor del chile” y se aplicaba como enseñanza a quienes desempeñaban algún trabajo difícil.

Zalacaín limpió de polvo el molcajete de la abuela y lo puso junto al de su madre, dos herencias, dos generaciones alejadas por algunas décadas.

Y buscó una poesía leída en redes sociales atribuida al licenciado Gonzalo Ramos Aranda de Tecozautla, Estado de Hidalgo, dedicada al maestro artesano Don Marcos Leocadio Martínez, y dice así:

“Yo… el mocajete”

Mi historia me compromete…

Provengo de los volcanes
que forjaron mis afanes,
soy roca de sus entrañas
preludio de mil hazañas.

Junto a la obsidiana, lava
y al jaspe que no se acaba
primo soy del magma ardiente,
en tremolina ferviente.

De esos interiores lares,
en furiosos avatares
fui expulsado al exterior
por designio del Creador.

Cual parte de un yacimiento
me trajo a renacimiento
un cantero, en laja dura,
de un monte sin espesura.

Surgí a la luz como informe
material, así, deforme
de raíz me reconocen
y en los pueblos me conocen:

Piedra negra de recinto
pétrea, dura por instinto
fuerte, recia, poderosa,
resistente, aunque porosa.

Mi señor, el artesano
con un marro en diestra mano
a golpes bien me cincela,
me esculpe, pues, me modela.

Labrar roca es cantería
del fabricante maestría
en su precario taller
desde siempre, en el ayer.

Tarda en redondear mi forma
cóncava, asaz me conforma
precolombino de origen
tres pies muy firmes me rigen.

Por medio del verso hablo,
molcajete es un vocablo
que en náhuatl es “mollicaxtli”
también dicho “temolcaxtli”.

Que “cajete” significan
y a mi cuerpo identifican
como vasija honda y gruesa,
utensilio de realeza.

Que aprecian por milenario
soy docto factor culinario,
el buen moler es mi trote
junto al muñón tejolote.

Antes de por fin usarme
se hace menester “curarme”
con frijol, maíz del duro,
pulverizar… así perduro.

Soy tradicional mortero
pa’l machacado certero
de granos o vegetales
y las especias vitales.

Las salsas ricas, sabrosas,
entre otras muchas cosas
pa’ martajar alimentos
y sin dejar sedimentos.

Les evito cualquier brete
del sazón, en molcajete
el tejolote moltura
a mano regia tritura.

Hago lucir la cocina
de retro la visto fina
mexicanísima antigua,
prehispánica ahora exigua.

Vaya ricura de texto digno de divulgarse. En fin, Zalacaín haría alguna salsa martajada en los molcajetes heredados, los usaría, pues eso de ponerles en valor es devolverles a la vida… y como decía la tia abuela de una parienta muy arreglada con arracadas enormes y collares de oro “se colgó hasta el molcajete”, pero esa, esa es otra historia.

* Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana” Editorial Planeta.

elrincondezalacain@gmail.com

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