El aventurero trae a la mesa historias en torno al consumo de los caracoles de tierra, y se agasaja con unos en salsa de chile costeño llegados de la colonia de San Lorenzo en Tehuacán.

Por Jesús Manuel Heernández*

Un lujo para los paladares conocedores, para los “gourmand” dirían en Francia, los “sibaritas” en terrenos ibéricos, le fue prometido y acercado al aventurero Zalacaín. La reunión era prometedora pues además de los “caracoles terrestres en salsa de chile costeño” la degustación estaría acompañada por mezcales Mis 7Almas de la variedad Jabalí.

Hacía algunos meses Zalacaín había sido convidado para experimentar el consumo de los ahora populares caracoles de la colonia  San Lorenzo Teotipilco en Tehuacán, donde en las últimas décadas han cobrados fama algunas fondas donde se preparan con sazón muy casero.

En varias ocasiones el aventurero había buscado los caracoles, extrañaba los “escargots” parisinos de la Mansión de Alsacia, de un onza cada uno, o los pequeños caracoles en adobo condimentado de zarajo de Casa Amadeo en pleno Cascorro madrileño.

No hacía mucho la botana de Petroneo era popular por ofrecer los caracoles.

Pero en términos cotidianos a los poblanos eso de comer caracoles no es muy aceptado, es más se le ve como un gusto “corriente”.

Vaya equivocación pensaba Zalacaín mientras esperaba la llegada del manjar.

15 mil años antes de Cristo, en el período Mesolítico la alimentación estaba construida con ciervos, jabalíes, pájaros y caracoles.

En la costa de la Península Griega del Peloponeso, Argolida, hay una cueva, la cueva Franchthi, donde fueron encontrados restos a montones de caparazones de caracoles terrestres cuya antigüedad fue situada en 10 mil 700 años antes de Cristo.

Generalmente se les clasifica como “caracoles romanos” o “caracoles comunes” los identifica la variedad de color del caparazón.

Los romanos los empacaban en cajas de madera y los alimentaban con leche hasta conseguir un buen tamaño y eran consumidos para curar a los inválidos; unos 50 años a. de C. la práctica de la “helicicultura” dejó testimonio de cómo los caracoles eran reproducidos y alimentados en granjas con leche, salvado y vino y constituyeron un manjar en las mesas de los políticos, militares, comerciantes y sacerdotes.

Su consumo fue generalizado para las mesas nobles y aceptado en tiempos de Cuaresma por la cristiandad, preparados hervidos o en brochetas.

Ya para principios del siglo XVIII poco se decían del consumo de caracoles terrestres en las mesas de los nobles y ricos, fueron alimento de los pobres hasta cuando Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord, aquél obispo, político, diplomático y estadista francés le pidió a su cocinero Antonin Careme preparara los caracoles de Alsacia para honrar en una cena al zar Alejandro I de Rusia. Los caracoles estaban de vuelta en las mesas francesas.

Y la tradición se ha continuado, en Alsacia, la zona de Colmar cada año se celebra la Feria del Escargot donde cientos de miles de animalitos son cocinados en diversas formas y regados con vinos alsacianos.

Uno de los secretos de los caracoles es el sabor de su carne, neutro, con ello se permiten el condimento de cualquier forma, desde la mantequilla con ajo y perejil hasta los sabores fuertes como el adobo de Amadeo donde el zarajo hace de las suyas y por supuesto las salsas mexicanas.

En Tehuacán y la región aledaña el chile costeño es muy popular y ha sido la base del adobo para el guisado de los caracoles de San Lorenzo donde se capturan entre los sembradíos, los cultivos, para evitar se conviertan en plaga pues su capacidad destructura es tremenda.

Equívocamente sus detractores los descalifican llamándoles “caracoles panteoneros” pues el animalito se reproduce y aparece al lado de las hierbas y plantas en torno de las tumbas, pero no son los únicos, los carcoles se alimentan de hierba fresca, proliferan en los cultivos cotidianos. Una vez capturados, los caracoles son purgados, hay quien les da harina de sorgo para sacar todos los reiduos de su alimentación y los cuelga en una malla al aire libre para eliminar los residuos. Después los animales son metidos en agua fría y vinagre y un poco de sal, con ello se consigue desprender la “baba”, quizá la parte menos atractiva cuando el animal está vivo.

Y por fin hicieron su aparición los caracoles de San Lorenzo, diez órdenes, diez bolsitas aún calientes conteniendo a los pequeños caracoles. 45 pesos cada orden, la verdad, un regalo si se comen en el sitio, diferente si además se debe pagar por la gasolina, las casetas de autopistas, etcétera.

Un pequeño lujo, pero vale la pena dijo Zalacaín, “la vida son son días”.

Y luego el sabor del mezcal “Mis 7Almas” , hubo un Jabalí, un Tepextate, un Sierra Negra, un Mexicano, todos por encima de los 48 grados, pero esa, esa es otra historia.

elrincondezalacain@gmail.com

*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana” Editorial Planeta.

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