Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez

El tema del ser humano es un misterio, un enigma, una incógnita. La teología, la filosofía, la psicología, la sociología, el arte y las diversas disciplinas humanas —incluso tecnológicas— han querido responderlo, a veces con luces, a veces sin tener del todo claro. La persona humana suscita más dudas que respuestas, sobre todo si enfocamos la atención en nosotros mismos, en el ser que nos hace humanos, personas, con rasgos propios, únicos. Somos lo más cercano a nosotros y, sin embargo, lo más desconocido. Nos conocemos sin conocernos del todo. Conocemos algo de nosotros sin conocer otras cosas fundamentales.

La incógnita no sólo es acerca de nosotros mismos, sino también respecto a los demás, los cercanos a nosotros y los lejanos. Pese al misterio, también hay datos, atisbos, trazos en los que podemos reconocernos. El cuento jasídico del rabino Eisik —de Martin Buber— es muy ilustrativo. Eisik vivía en Cracovia y tenía un sueño recurrente: en Praga, debajo de un puente, se encontraba un tesoro muy valioso para él. Fue a la capital checa y ubicó el lugar de su sueño. Pero éste era vigilado siempre. Su insistencia llamó la atención del capitán de los guardias, quien le preguntó el motivo de su estar ahí. El rabino le contó su sueño.

El jefe de los guardias, sin ocultar su sonrisa, le dijo que en vano había gastado sus zapatos; que él, a su vez, también tenía un sueño, en una casa en Cracovia, debajo de una estufa, se encontraba un tesoro. Le detalló lo que soñaba, pero le dijo que no iba a emprender un viaje por un sueño. El rabino comprendió lo que le decía el capitán. Regresó a su casa, rascó debajo de su estufa y encontró el tesoro que buscaba (1). Hay rasgos a destacar en esta historia. Lo primero es el deseo, el anhelo, el sueño, la inquietud por encontrar el mayor tesoro: saber quiénes somos. Lo segundo es salir de nosotros mismos (de nuestra casa). Lo tercero es que alguien, en otro lugar, fuera de nosotros, nos indica su sueño —que en el fondo es el nuestro. Por último, debemos regresar a nosotros mismos.

Con frecuencia son otros, con sus propios sueños —que no están dispuestos muchas veces a seguir—, los que nos indican dónde está la respuesta al misterio de nuestro ser personal. Descubrimos entonces que, en nosotros mismos, en la casa de nuestra dignidad, se encuentra ese tesoro que ya los clásicos habían señalado con ahínco: ¡Conócete, pues, hombre! Ya los Padres apologistas de la Iglesia habían enseñado que ni el cielo ni la luna ni nada había sido hecho a imagen de Dios: “como tú”. Clemente de Alejandría, Gregorio de Nisa, el maestro Eckhard, coincidieron en que nada de lo que existe es capaz de contener la dignidad humana (2).

Es una invitación a cada uno —una— de nosotros: a darnos cuenta de la nobleza y dignidad que hay en nuestra persona, la grandeza de nuestro ser y de nuestra vocación. ¡Conócete a ti mismo!, fue la máxima de Epicteto y de Sócrates. El cristianismo enseñó que somos, cada quien, el reflejo del espíritu de Dios: ¡No desprecies lo admirable que hay en ti! Crees que eres poca cosa, pero yo te enseñaré que eres alguien grande. Considera tu real dignidad —parecen decir.

Ciertamente, el humanismo moderno ha modificado la percepción del ser humano. Feuerbach ha señalado que el hombre ha sido desposeído de algo que le pertenece esencialmente en provecho de una realidad ilusoria: homo homini Deus. Sabiduría, querer, justicia y amor constituyen el ser propio del hombre y le afectan, pese a todo, como si fueran de otro ser (3). Nietzsche ha sostenido que en el hombre hay dos aspectos, uno ordinario, donde se muestra piadoso y débil; otro, raro y sorprendente, donde se muestra fuerte, como «Dios». La religión produce el primero (es una alteración de la personalidad); la «voluntad de poder» el segundo (4). El hombre «auténtico» es éste, cosa que muy pocos logran.

Comte ha establecido un nuevo «dios»: el género humano. Pero ha sido un largo proceso de aprendizaje para llegar a esto. Ante los diversos fenómenos, el hombre de la conciencia arcaica los explicaba atribuyéndolos a agentes sobrenaturales; el hombre de la conciencia clásica, los explicaba mediante fuerzas abstractas inherentes al cuerpo, diferentes y heterogéneas; finalmente, el hombre de la conciencia científica, a las leyes naturales. El saber científico ha sustituido las causas de las cosas —y la causa última— por el conocimiento de las leyes funcionales. Sin embargo, el estado positivo propuesto por el padre del positivismo, ha acentuado —mediante la sociocracia— el positivismo religioso, donde el gran Ser, el gran Fetiche y el gran Medio son los nuevos dioses (5).

De entre los pensadores modernos, destacan, según Henri de Lubac, dos que han ahondado en las profundidades humanas: Kierkegaard y Dostoievski. El danés tiene una serie de trazos en ello: a) Vive a profundidad su pensamiento; b) Fue un lector apasionado de Schopenhauer; c) Atribuye un papel de humanización fundamental al sufrimiento; d) Critica al cristianismo de su tiempo; e) Se muestra ansioso por un estilo de vida interior; y f) Está contra Hegel y todo el racionalismo idealista moderno. Todo ello le devuelve al hombre el auténtico contacto con Dios. Así, el cristiano es el individuo real frente al Dios real. Eso es, finalmente, la profundización de la existencia (6).

En cuanto a Dostoievski, De Lubac lo considera un escritor con mirada profética. Señala el pensador ruso que no es posible un auténtico amor a la humanidad sin la inmortalidad más allá de la historia. Sus héroes —creyentes, ateos, fanáticos, herejes, etcétera— muestran también la hondura de los deseos y afanes humanos. Me detengo en un pasaje de El idiota, citado por el jesuita, el del príncipe Muchkin ante el cuadro de Holbein (Cristo muerto, bajado de la cruz). Dostoievski mismo visitó el cuadro en Basilea en 1877, en vez de perder la fe, como sugería el personaje de su novela, se queda impresionado, ante el asombro de su esposa. Siente en su propia carne la dimensión de la fuerza infinita del amor de Dios y el desplome de la ilusión moderna sobre el hombre (7).

Aquí está el punto a donde quiero llegar: La figura de Cristo, crucificado y muerto, que celebramos estos días. Más allá del juicio injusto, tanto por el Sanedrín como por Poncio Pilato, está esa conjunción —dice Benedicto XVI— entre la palabra bíblica y los hechos mismos acaecidos ese viernes de la crucifixión, es decir, la coincidencia entre las profecías y la historia que estaba ocurriendo en el Gólgota (8). Los gestos, las palabras y las acciones de Jesús nos muestran, a los seres humanos, quiénes somos realmente y por qué ha venido Él a restaurar lo que estaba fragmentado y desfigurado: nuestro propio ser.

No hace falta recordar lo que insistentemente los ministros religiosos nos han formulado respecto a estos días santos. Hay, sin embargo, algunos puntos de la reflexión de Ratzinger que me han dado luz para percibir el modo en que Dios interviene en la historia de la humanidad y en la vida personal —en mi vida personal, para hablar en primera persona. Se trata del siervo de Dios, prefigurado en los pasajes de Isaías (Is 53) y en el Salmo 22. El sufriente clama ante Dios; sus enemigos se burlan y se reparten sus vestidos. Incluso, el sufriente, Cristo mismo, que clama: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46) parece mostrar que nada se puede esperar. Y más adelante: «Todo está consumado» (Jn 19, 30).

¿Cómo es que Dios libra de los males y sufrimientos a su siervo? La cruz y la muerte parecieran que son signos de que Dios no escucha a quien sufre. El llanto de los niños y la muerte de los inocentes es tantas veces el reclamo contra Dios. Y, sin embargo, el Señor libra a su siervo del mal y del pecado, al grado, como reza el Salmo 34, que “cuida de todos sus huesos y ni uno solo se quebrará” (Sal 34, 20ss). Es lo que ha pasado con Cristo (9). En todo, además del amor hasta el extremo del mismo Jesús, se encuentra el amor del Padre por el ser humano que no ha perdonado a su propio Hijo (Rom 8, 32).

Una gran pista que encontré para entender un poco la intervención de Dios en la historia personal es al escuchar la lectura de cuando José, el hijo de Jacob, es vendido por sus hermanos (Gen 37, 12-28). La envidia, el recelo, el mal realizado personalmente, llevan a ese acto deleznable. Sin embargo, de ahí viene —en el caso de José— la ulterior salvación no sólo de sus hermanos y su familia, sino de todo el pueblo de Israel. Egipto significó la condena de un inocente y, al mismo tiempo, la salvación de un pueblo. Eso pasó con Jesús.

Y eso pasa con cada uno de nosotros, con todo el que sufre en su carne, en su persona. Podemos padecer todo tipo de males, incluso los que nosotros mismos realizamos, pero, si clamamos a Dios, en las consecuencias de esos males, de una o de otra forma, somos salvados, restituidos, renovados, revitalizados, en un sentido más hondo que aquel que imaginábamos o esperábamos. Con el tiempo, aquello con que padecimos un mal —infligido por otro o realizado por nosotros mismos—, en un nuevo sentido, constatamos que fue necesario que así ocurriese para alcanzar algo mejor para nosotros, en un sentido más profundo y humano. Cristo nos ha mostrado esto: la cruz, más que ignominia, fue el signo de la salvación. Su resurrección nos da la esperanza de que todo será renovado, porque ni el mal ni la muerte tienen la última palabra: “Mirarán al que traspasaron” (Zac 12, 10).

1) Martin Buber, Khassidischen Bücher, citado por M. Elíade, Briser le toit de la maison, Gallimard, Paris 1985, https://acortar.link/CkO0k8.
2) Henri de Lubac, El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid 1990, pp. 18ss.
3) Ib., pp. 23ss.
4) Ib., pp. 34ss.
5) Ib., pp. 99ss, 124ss y 158ss.
6) Ib., pp. 69ss.
7) Ib., p. 207.
8) Joseph Ratzinger/ Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta/Encuentro, Madrid 2011, 237—241.
9) Ib., p. 262.

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