ElRinconDeZalacain | “La Navidad, con voz aguardentosa, llama a la dócil puerta del estómago. Los aparadores ostentan detrás de los cristales, empañados por el frío, todas las obras maestras de la glotonería…”

Por Jesús Manuel Hernández*

En el pasado, muy pasado, la Navidad estaba rodeada de música y poesía, había “villancicos”, heredados desde el siglo XV y cuya prducción se mantuvo hasta el XVIII en Portugal y España.

En Puebla hubo un famoso compositor del barroco, Juan Gutiérrez de Padilla, quien aportó algunas composiciones.

En las pastorelas del siglo pasado había por tanto villancicos más modernos, casi todos llegados de España y adaptados al español de México, como “Arre borriquito”, “Los peces en el río”, o del  inglés como “Blanca Navidad” de Irving Berlin, y por supuesto “Noche de paz” traducida a unos 300 idiomas y declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad y donada al mundo por el compositor austriaco Franz Xaver Gruber.

Pero había también cuentos de navidad y en algunas casas se leían las crónicas propias de las fechas pero heredadas del siglo XIX.

Zalacaín había buscado algunas de las crónicas de esa época, se topó de inmediato con dos, ambas referidas a las experiencias en la Ciudad de México.

Dos autores escribieron sobre el tema, Guillermo Prieto y Manuel Gutiérrez Najera, considerado este último el primer cronista de la Ciudad de México, y quien murió en 1895, ejerció el periodismo, redactó cuentos, crónicas y poesía.

Zalacaín había tomado el libro de Salvador Novo quien había publicado varias crónicas de la Ciudad de México relacionadas con la gastronomía y ahí localizó la aportación de Gutiérrez Nájera; prácticamente la devoró acompañado de una copa de una copa de un vino canadiense, IceWine, derivado de la prodredumbre noble, un Vidal del 2003, guardado con mucho celo.

Y Zalacaín leyó:

“La Navidad, con voz aguardentosa, llama a la dócil puerta del estómago. Los aparadores ostentan detrás de los cristales, empañados por el frío, todas las obras maestras de la glotonería. El severo jamón, con gravedad de hombre político, se pavonea dichoso al lado de los eternos salchichones, envueltos en su funda plateada, como los ricos agiotistas y los tabacos de la Habana. El pavo, atravesado por un puñal luciente, abre su pico inmóvil pidiendo misericordia. Los chorizos se juntan, atados como galeotes, y formando collares pantagruélicos, excitan los apetitos más reacios. El gas alumbra con su luz descocada e insolente, las pilastras y torres de lustrosas latas, anchas y angostas, oblongas y cuadradas, todas resplandecientes como el acero bruñido y reflejando la llama tranquila de los quemadores.

“Por entre las marañas y guedejas de heno peinado, cuelgan cuerpos de azúcar y ángeles de caramelo. Las cajas de galletas abiertas con malicia, dejan ver sus hileras color de oro. Pendientes de las ramas puestas en el aparador, figurando árboles, danzan alegremente las pequeñas canastas de nervioso mimbre o de cabellos argentinos. Adentro,  tras el gran mostrador siempre ocupado, los dependientes, con la chaqueta negra abotonada, se multiplican destapando botes, abriendo cajas y cortando queso. Sobre aquel círculo inmenso  forrado de latón, descansa un queso suizo respirando glotonería por cada uno de sus mil ojuelos. Las botellas, escalonadas como batallones de prusianos, con sus cascos plateados y amarillos, preparan el ataque en pelotones.

“Allí descubro el Chateau-Larose, carmíneo, como las ardientes mejillas de la señorita P… , el Johanisberg  fluido y transparente; el finchado Oporto que da la petulancia, y el verdoso Rin, que da el amor. iPaso a los coraceros! El champagne, aparatoso y fatuo, como buen francés, lleno de condecoraciones y dorados, cautivos los ojos con su lujo aristocrático. Las bodegas del Marne se han vaciado para llenar esos escaparates. Ahí están las botellas alemanas, con sus cuellos de caballos de carrera, largos y flacos, hechos para uso de las grullas y de los berlineses; las botellas francesas, coquetas y relucientes, con trajes de amazona y sombrerillos de lofóforos; los graneles vinos españoles, los grandes señores de los vinos, altivos y severos, como nobles castellanos delante de su rey; las cosechas de Andalucía, los líquidos transparentes, que tienen un átomo de sol en cada gota; los tarros de Cognac, los barriles de Burdeos, con la bronceada espita abierta y derramando el generoso líquido en las botellas de verdinegro vidrio; el Ajenjo, color de océano, y la Chartreuse, color de ámbar; toda la interminable descendencia de la uva, toda la tumultuosa variedad de vinos, asecha al comprador, parapetada en los escaparates; y las botellas, altas y chaparras, gruesas y delgadas, adustas y coquetas, airosas y desgarbadas, provocan y llaman a los glotones transeúntes, con el descaro de una turba de loretas, tirando de la levita al extranjero que pasa a media noche por los boulevares.

“La mar, la eterna esclava, envía diariamente a nuestras fondas, gruesas de ostras y cargamento de pescado. El huachinango, abierto por mitad, muestra su blancura láctea y su carne de camelia. El pámpano se sonroja detrás de las vidrieras. Los caracoles se juntan al camarón rojizo. Y junto a estos criollos de la mar, asoman siempre altivos los pescados extranjeros, el Salmón, la Langosta, el Makerel, el Maquereau , el Calamar y la Lamprea en promiscuo ayuntamiento con el jamón endiablado y con el jamón en pasta, el Turkey y el Chiken, el Beef-Touque y el Paté de foiegras, las aceitunas, los pickles y las anchoas.

“Los pasteleros no se dan un punto de descanso. El horno, constantemente encendido, tuesta con sus besos de fuego la obediente masa. Una dorada y apetitosa costra rodea las grandes empanadas,  rellenas de jamón o sardinas. La viuda Genin encarcela en los aparadores de cristales grandes ejércitos de pasteles, todavía calientes y cada vez que levanta su cubierta, sube de aquella masa un humo tenue, que acaricia los olfatos lerdistas de los parroquianos. Messer vende bombones a carretadas. Zepeda vacía sus bodegas para abastecer a los clientes. Acabo de ver, en pie, junto a un aparador, a un pobre viejo, que tiritando de frío, con las manos ocultas en los bolsillos del pantalón, prendido con un alfiler el cuello del raído saco, y calado el grasiento sombrero hasta los ojos, contempla con tristeza mezclada de codicia, la sana rubicundez de los jamones y la blancura aristocrática de los pescados. ¡Pobre viejo! Estaba cenando mentalmente. Sus ojos, resplandecientes de glotonería, hubieran devorado hasta las velas de esperma que danzaban en el aparador, pendientes de las ramas. ¡Bien se conoce que esta noche es Nochebuena!”

Una verdadera maravilla de crónica donde Gutiérrez Nájera va describiendo la riqueza gastronómica ofertada a finales del siglo XIX y la tristeza de quienes sólo podían cenar en su mente…

La crónica de Guillermo Prieto, también era muy interesante, pero esa, esa será otra historia.

*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana”, Ed. Planeta

elrincondezalacain@gmail.com

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