Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez

A todas las personas que llevan el nombre Guadalupe,
con todo afecto.

«Aquí se cuenta…» («Nican mopohua…») son las palabras iniciales del documento donde se narran las apariciones de la Virgen de Guadalupe a Juan Diego, a su tío Juan Bernardino, y la plasmación de su imagen en el ayate de aquél, mostrada al obispo Juan de Zumárraga en 1531. Es la historia de la pedagogía guadalupana para abrir los corazones al amor de Dios. La misma comienza por el oído. Juan Diego en ese sábado 9 de diciembre de aquel año escucha una música especial, al grado que se pregunta si acaso no está soñando (1).

En seguida, cesado el canto, escucha una voz que le llama por su nombre. Sube al cerro de donde viene la voz. Va sin turbación alguna, alegre, muy contento. Mira entonces a la doncella y es testigo de su “perfecta grandeza”: vestida de sol, el risco mismo parece destellar rayos, ella misma resplandece, la tierra donde se posa parece relumbrar y “los mezquites y nopales y demás hierbecillas (…) parecían como esmeraldas”. Ante tal maravilla, él se postra. La doncella, luego de nombrarlo, le pregunta a dónde se dirige (2).

La Virgen irrumpe en la vida ordinaria de Juan Diego, como en la vida de cada quien. Es verdad que, como un acontecimiento inédito, con una dulzura exquisita, nos llama por nuestro nombre, nos pregunta a dónde vamos. Luego de responder Juan Diego que va a la iglesia a seguir las cosas que le dan los sacerdotes, la doncella muestra quién es y su voluntad: “Yo soy la perfecta Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive, (…) mucho deseo que aquí me levanten mi casita sagrada” (3).

Ese mismo sábado Juan Diego regresa a donde la Virgen y le da cuenta lo que pasó con el obispo. Le pide que mande a otra persona más importante, más reconocida, a cumplir esa misión; “soy mecapal, soy parihuela, soy cola, soy ala” (5). ¿No nos sentimos así muchas veces, luego de intentar seguir las inspiraciones de la Virgen en alguna tarea que tenga que ver con que nos muestre a su Hijo? Ante la falta de eficacia o de éxito en lo que se nos ha encomendado, ¿no desistimos de la misión y pedimos a la Virgen que lo hagan otros más capaces, más preparados, más virtuosos?

¡Claro que la Virgen tiene otros mensajeros que pueden llevar su palabra y sus mandatos! “Pero es muy necesario que tú personalmente vayas”, le responde la Guadalupana (6). Es lo que, nuevamente, a cada uno de nosotros —sus fieles hijos—, nos lo vuelve a repetir. Juan Diego promete regresar con el obispo al día siguiente, Domingo 10 de diciembre. Ello ocurre después de la misa matutina. Juan de Zumárraga escucha de nuevo y esta vez le pide una señal (7). Vuelve a ver a la Virgen, la pone al tanto y ésta le pide que regrese al día siguiente.

Aquí se aprecia cómo Juan Diego, de veras preocupado por su tío, desea no encontrarse con la Virgen. Primero quiere resolver sus asuntos, incluso muy urgentes y apremiantes, muy justos y loables. Los problemas, las angustias, la enfermedad en este caso, lo hacen dejar en segundo plano la voluntad de la Virgen. ¿No somos nosotros, los hijos de la Guadalupana, muchas veces así? ¿No estamos absorbidos por nuestros problemas y penas que nos olvidamos de acudir adonde la Virgen, incluso debido a asuntos apremiantes y urgentes?

Pese a ello, como a Juan Diego, la Virgen nos sale al encuentro y nuevamente nos pregunta: “¿A dónde te diriges?” Juan Diego le cuenta sobre su tío y sobre la urgencia que tiene; le promete regresar al día siguiente para llevar la señal al obispo. Pero ella, conociéndolo todo, vuelve a tomar en sus manos su ánimo y su corazón: “No se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad ni ninguna otra enfermedad ni cosa punzante, aflictiva.” (9) Esto mismo, dentro de la pedagogía de Guadalupe, nos lo dice una y otra vez. Hoy y siempre.

Juan Diego, entonces, va a ver al obispo. Después de una larga espera, el prelado lo recibe. Juan Diego le narra todo, muestra la señal, abre su túnica, las rosas y flores caen y aparece plasmada en la tilma del mensajero la imagen de Santa María de Guadalupe (11). El obispo llora, luego toma la tilma y la pone en su oratorio. Más tarde manda a Juan Diego, le indique dónde quería la Virgen su templo (12). Luego, concede permiso a Juan Diego de ir por su tío Juan Bernardino, y escucha entonces el testimonio de ambos (13). Así lo quiso la Virgen.

Quiso ella, la Reina del Cielo, que todos vinieran a ver su imagen, de manufactura divina, pues ninguna mano humana la había trazado (14), a presentarle sus plegarias. Por todo ello, en estos días de diciembre, sus hijos, esa inmensidad de mexicanos y mexicanas, de infantes, adolescentes, jóvenes, adultos, hombres y mujeres, ricos y pobres, obreros, campesinos, profesionistas, empresarios, todos, vienen a verla a su casita para abrirle su corazón y entregarle su ser. Así somos sus hijos e hijas de México.

Ella, como en 1531, volverá a reunir a los que están separados, divididos, enemistados. “¿Qué podrá separarnos del amor de esta Madre bondadosa y de su hijo —el verdadero Dios por quien se vive? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? (…) En todo esto salimos más que vencedores gracias a aquel que nos amó.” (Rm 8, 35, 37). Sólo necesitamos mirar al Tepeyac.

Referencias
1 Antonio Valeriano, Nican mopohua, trad. del náhuatl al castellano Mario Rojas Sánchez, México 1978, n. 9.
Ib., n. 13, 21, 23.
Ib., n. 26.
Ib., nn. 27-32.
Ib., n. 55.
Ib., n. 59.
Ib., n. 79.
Ib., n. 102.
Ib., n. 118.
10 Ib., n. 119.
11 Ib., nn. 143-183.
12 Ib., n. 192.
13 Ib., nn. 209-210.
14 Ib., nn. 214-218.

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