Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez

El tema de la interioridad me condujo a la filosofía de la historia. Al llegar a esta disciplina el significado de la verdadera historia, no la que se inventan los hombres o los poderosos, lo fui encontrando cada vez más en el corazón humano. Ahí ocurre lo que realmente pasa, lo que motiva y genera las acciones humanas y, luego, cómo éstas constituyen eso que denominamos lo «histórico». Toda esta «materia prima», este material fue haciéndose presente en los cursos de Filosofía de la historia, mientras iba concluyendo la carrera.

Los cursos previos apoyaron mucho, especialmente los de Historia de la Filosofía, pero no sólo éstos. Mirar cómo se inician y evolucionan las ideas, los pensamientos, los sistemas, luego cómo los plantean los distintos pensadores a lo largo del tiempo, nos ayuda a conocer cómo se forma el pensamiento filosófico, cómo accede la mente humana al conocimiento de lo real, de sus causas últimas y primeros principios, todo ello nos ayuda a vislumbrar la verdad de las cosas. La filosofía en eso sigue siendo el amor, la inclinación a la sabiduría.

Con la Filosofía de la historia, empero, de alguna manera, había yo dado un cierto “salto” a otro ámbito. Ya no se trataba de la Historia de la filosofía, sino de la Filosofía de la historia. Se habían invertido los términos y, en cierto sentido, el enfoque. Se trataba de “aplicar” el saber filosófico a ese objeto de estudio llamado «historia». No se trataba tanto de una historia de las ideas sobre la historia —mejor dicho, no sólo de eso— cuanto de un estudio filosófico sobre eso que denominamos «acontecer histórico» e «historicidad».

Es pertinente recordar lo que se aprende en las clases de lógica respecto al objeto material y al objeto formal de las diversas disciplinas científicas. El primero es «aquello» que se estudia; el segundo es el enfoque, la perspectiva o el punto de vista desde el cual se estudia. De hecho, es el objeto formal lo que define propiamente a una ciencia. Así que, en el caso de la Filosofía de la historia, el objeto material es el «acontecer histórico» o la «historicidad» y el objeto formal el «saber filosófico» sobre aquéllos. Pero no es asunto fácil, para nada.

Tanto el objeto material como el objeto formal de la Filosofía de la historia son complejos. Poner delante el objeto material: el acontecer histórico y/o la historicidad, ya es de suyo difícil, ambos se nos escapan, no los podemos “situar” o “reproducir”; no al menos a la manera como se reproduce un fenómeno eléctrico en un laboratorio. El acto mismo de “reconstruir” la historia ya es complejo porque lo pasado ya no existe y ha dejado de ser. Sólo queda de él —más que el recuerdo— sus huellas: el documento y/o el monumento.

El objeto formal —el saber filosófico— también es complicado. La filosofía, o el enfoque filosófico, supone otros problemas: ¿Qué tipo de saber filosófico se puede aplicar a la historia? ¿Metafísico? ¿Epistemológico? ¿Antropológico? ¿Ético? ¿Social? ¿Todos o alguno? ¿O es especial ese tipo de saber filosófico? Si buscamos de la historia las causas últimas o los primeros principios, a la manera de Aristóteles [1], hablamos de una Filosofía primera, radical, que apunta al ser mismo del devenir histórico. Pero el filósofo no la consideró.

No podía considerarla porque en su tiempo como la historia versa sobre lo contingente —lo que puede ser o no ser—, y no hay ciencia sobre lo contingente, al ser la filosofía una ciencia, no puede hacerse Filosofía sobre la historia. Sin embargo, al ser el saber filosófico un conocimiento de las causas últimas o los primeros principios, dicho saber puede enfocarse en la realidad del devenir histórico, en aquello que le hace ser y consistir. Lo mismo puede aplicarse al conocer histórico y al modo de adquirirse. Es posible.

En tal sentido podría hablarse de una Metafísica de la historia; o bien, de una Epistemología de la historia, si buscamos el modo de conocer la historia. Si indagamos los elementos humanos del devenir histórico y cómo el ser humano se humaniza en la historia y se plasma en ella, quizá podamos hablar de una Antropología de la historia. O si consideramos que la historia está formada por los actos libres de las personas, buscaríamos una Ética de la historia. O bien, todo ello conjuntamente. Todos estos estudios son posibles.

Sin embargo, hay dos enfoques que han prevalecido y, hasta cierto punto de vista, son ya clásicos: 1) La historia como realidad; 2) La historia como conocimiento. Efectivamente, una cosa es lo que pasa y otra el conocimiento de eso que pasa. Ambos enfoques son complejos y problemáticos. No es fácil mirar con integralidad lo que pasa. El acontecer histórico se nos escapa porque, una vez que acaece, deja de ser, se pierde en el tiempo, aunque no totalmente, algo queda: ¿qué persiste? De eso que acontece, ¿qué podemos conocer?

Para sembrar más curiosidad —si es que puedo hacerlo—, ¿por qué nos interesan las historias? Al grado que, independientemente de que sean reales o no, nos gusta sus narrativas, sus dramas, sus tramas, sus desarrollos y sus finales, aunque sean trágicos. Estoy leyendo un libro cuyo autor cita a André Gide“La historia es ficción que sí ocurrió; en tanto la ficción es historia que podría haber ocurrido.” [2]. Aquí entreveo, al menos, dos ámbitos sobre lo histórico. En un sentido fenomenológico, la única diferencia entre la historia real y una novela es que la primera sí ocurrió, pero la esencia de ambas parece ser la misma.

De ese modo, en toda historia hay protagonistas, antagonistas, tramas, sucesos, hechos, acciones, problemas, resoluciones, desenlaces. Hay hombres, mujeres, ancianos, jóvenes, niños, ricos, pobres, poderosos, menos poderosos y nada poderosos, lugares, tiempos. Hay personajes relevantes, otros no tanto y otros más nada importantes; sin embargo, desempeñan un lugar en la trama de esa historia. ¿Cuál es, entonces, la diferencia entre un novelista y un historiador? Los dos nos acercan a los asuntos humanos. Uno desde la realidad, otro desde la ficción. Pero la realidad del primero es problemática. A veces incluso puede ser errónea. Intuimos que, quizá, la radical diferencia es la existencia de lo narrado.

[1] Metafísica, libro Delta, 1012b-1013a 22, https://acortar.link/i3OTW7
[2], Las aventuras de Lafcadio, citado por Irvin D. Yalom, Memorias de un psiquiatra, Emecé, México 2020, p. 274.

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