A la memoria de Manuel Díaz Cid,
amigo y maestro,
por su cumpleaños.

Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez

Hay disciplinas que marcan la formación vocacional, que inspiran, animan y sugieren los primeros trazos de las intuiciones fundamentales acerca de la realidad que se mira (o que se miraba en esos momentos de aprendizaje). La Filosofía de la historia fue para mí una de ellas. Llegar a ella tuvo ciertos antecedentes, cierto camino andado por otras inquietudes igual de persistentes. En un sentido amplio el tema precedente fue la interioridad humana, cierto interiorismo que, entonces, confundía yo con el idealismo en el sentido platónico.

La idea de una cosa no se agota en ésta: siempre remite más allá de ella, está en otro lugar, en la realidad misma que no es la realidad de este mundo sensible, aparente, contingente. Ese lugar que está más allá de lo sensible, es el lugar de las esencias, de las ideas, de las substancias. Es un mundo aparte que sólo se refleja en este mundo de manera imperfecta. Por el conocimiento intelectual, los seres humanos, los seres racionales, pueden acceder a ese mundo verdadero y real. Cuando conocen realmente una cosa, salen de la caverna del mundo sensible, opaco, oscuro e imperfecto y entran al ámbito del saberde la ciencia.

Hasta ese momento, que me había sido visible desde la Introducción a la filosofía y luego en los cursos de Historia de la filosofía, la interioridad que yo intuía, o, más bien, imaginaba, no tenía nada de historia, es decir, de historicidad. Estaba más en el plano de la abstracción. Aun así, empero, tenía una fuerza de atracción impresionante, porque en el plano intelectual significaba elevarse sobre el plano de lo sensible, contingente y efímero. Eso comenzó a cambiar con el Seminario sobre San Agustín —quinto o sexto semestre de la carrera, no lo recuerdo bien—, cuando la interioridad comenzó a ser histórica, biográfica.

Para mí, las corrientes disciplinares iban en paralelo, aún no se encontraban, cada una tenía lo suyo. El idealismo de cuño platónico seguía teniendo su fuerza de atracción; estaba constantemente acotado y “superado” por el realismo aristotélico y su premisa fundamental de la substancia no como algo radicado en otro mundo, sino en la cosa misma, en la realidad que tocamos y palpamos. Pero me guiñaba el ojo. La interioridad del Hiponense, por su parte, iba encendiendo una pequeña llama que apenas alumbraba a un alma distraída.

Las diversas disciplinas de la carrera iban decantando a la mayoría de los estudiantes y de los profesores de filosofía por los senderos de Aristóteles a Santo Tomás. De la substancia aristotélica y sus causas, pasamos al acto de ser tomista y a todo el entramado de la materia y la forma, la potencia y el acto, el accidente y la substancia, la esencia y el acto de ser. Luego, todo este entramado entresacado de la Metafísica a la Epistemología, a la Antropología, la Ética, la Filosofía social y la Filosofía política. Ello exigía un alma atenta.

La Filosofía de la historia, cuando llegamos a ella —mis compañeros y yo—, teníamos en el horizonte, como lo hacíamos con otros objetos de estudio (objetos materiales), estudiarla a la luz de las cuatro causas aristotélicas y/o desde la perspectiva tomista. El libro de García Venturini [1], de alguna manera me confirmaba ciertos prejuicios. La ausencia de conciencia histórica de Grecia y Roma en el sentido de una valoración de la historicidad humana se hizo patente en su convicción del eterno retorno y su adhesión a él. Con todo y que ahí surgió la ciencia histórica como un método de indagación documentalistoreinindagar.

La novedad sobre la condición histórica del ser humano, la historicidad, alumbró a la conciencia humana, primero con Israel, luego con el cristianismo: no es el hado ni el azar los que conducen el destino humano. Por el contrario, en cada humano, en cada ser libre, dicho destino depende de él, de su iniciativa, de su interioridad. Fue este el primer chispazo. Pero me ocurrió como cuando se da un chispazo y uno no se percata de que ha prendido la leña. Fue cuando llegamos a San Agustín cuando la llama se avivó: la verdadera historia, la real, la auténtica, se da en la interioridad humana, en el corazón humano. Ahí acaece lo real.

No sé si ese fue el flamazo o el incendio. Para cuando García Venturini analizaba la noción de historia del santo de Hipona: es la batalla entre la ciudad celeste y la ciudad terrena por el corazón humano, y éste es el que decide, ya estaba mi mente y en mi corazón conectados la interioridad con la historia. Lo eterno con lo contingente se mostraban ahí, indisolubles, en el corazón humano, en la interioridad humana —libre—, finita y a la vez eterna. Con el tiempo, los críticos de San Agustín, no dejaban de mirar en esa tesis un maniqueísmo nunca superado. Yo más bien iba descubriendo la dialéctica de la interioridad: somos lo que hacemos.

La Filosofía de la historia no se quedaba ahí. De hecho, más que una Filosofía de la historia lo que vimos en ese curso fue una Historiosofía, un saber acerca de la historia, vista a lo largo de la historia, una historia de la historia. Desde luego, ya en el nombre mismo de la disciplina encontramos las dificultades para designarla. Pero lo que llamó mi atención en esa disciplina es, en primer lugar, descubrir la condición histórica del ser humano; luego, en un segundo momento, el devenir donde acaece dicha condición. Y lo mejor, que para comprender nuestro tiempo, es preciso tener una idea de lo que concebimos por historia: si ésta tiene una dirección, un sentido, un significado; o si no lo tiene. Y por qué.

Esa fue la interrogante que me quedó y que, todos estos años, sigue siendo acuciante para mí. No tanto por la historia en general, sino también por mi historia personal, mi biografía, el sentido y el significado de mi existencia consciente, de mi ser en el mundo, en este mundo. Por esos mismos años mozos, escuché una conferencia de Alberto Caturelli sobre la interioridad objetiva. Fue así que, luego de San Agustín respecto al tema, me interesé en Michele Federico Sciacca y sus tesis sobre la idea del ser y la interioridad objetiva, temas que me sirvieron para conocer y comprender ciertos temas sobre la modernidad, o al menos otra de sus versiones: la de la objetividad del sujeto y de su subjetividad.

[1] Jorge Luis García Venturini, Filosofía de la historia. Enjuiciamiento y nuevas claves, Gredos, Madrid 1972.

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