La razón no sólo nos ayuda a darnos cuenta de las cosas y a pensar, sino, sobre todo a decidir


A la memoria de mi papá,
don Filiberto Aguilar Ríos,
en memoria de su cumpleaños.

“Homo sum: humani nihil a me alienum puto.”
[“Hombre soy: considero que nada humano me es ajeno.”]
Terencio (185-159 a. C.), El atormentador de sí mismo.


Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez

Esas palabras que pone Terencio en boca de Cremes nos muestran el contexto de la comedia del autor romano y, al mismo tiempo, un destello antropológico que toca nuestros días. Cremes le hace una observación a Menedemo que cualquiera puede hacer a su vecino: Eres ya mayor y todo el día, todos los días, te veo trabajar antes de que me vaya y después de que regrese a mi casa; “finalmente no descansas ni ves por ti”, le dice el primero a su vecino. Menedemo le contesta así: “¿acaso tu trabajo te deja tanto tiempo desocupado para preocuparte de cosas ajenas que no te conciernen?” (1). Algo así como: No seas chismoso.

La respuesta tiene dos partes. La primera es que nada de lo que los demás hacen —o dejan de hacer— nos es ajeno. La segunda, poco conocida de la comedia, es que Cremes señala que advierte los hechos y señala: ¿Es correcto que te pregunte o no? O que te desistas (y contestes). Menedemo responde a su vecino que haga lo que le sea conveniente. La comedia sigue su curso y su historia (de amor y de enredo) y Menedemo, ante la insistencia de su vecino, decide contarle lo que atormenta su ánimo y su corazón.

La cita de Terencio es para situarnos dentro de lo humano, puesto que nada de lo humano nos es ajeno. Ya en textos anteriores había yo señalado algunos rasgos de la condición humana vistos por Octavio Paz desde la poesía y por San Agustín desde la filosofía. Del Hiponense —espero volver en un siguiente texto sobre su obra—; retomo el tema de los filósofos que, en medio de la infelicidad de esta vida, sin embargo, buscan la felicidad en los bienes supremos. Porque en verdad, nuestra condición humana nos hace buscar la felicidad en la diversidad de bienes, tanto del cuerpo como del espíritu, o de ambos.

Esta vida, empero, no nos puede brindar lo que buscamos; de ahí ese desesperado buscar lo que somos, o bien, ese desesperado no querer ser lo que somos, como bien ha escrito Helmut Thielicke (2). O como Albert Camus ha hecho decir a Calígula: “Las cosas tal como son, no me parecen satisfactorias.” Y añade más adelante: “Por eso necesito la luna o la dicha, o la inmortalidad, algo descabellado quizá, pero que no sea de este mundo.” (3).

Giörgy Lukács ha dicho que hay una relación entre la idea de la vida y el ser esencial del hombre (4). Cuando hay una adecuación de la vida con ese ser esencial se llama tragedia; cuando hay una escisión entre ambos se llama novela. En efecto, si examinamos nuestras vidas —nuestras biografías—, parecen novelas o tragedias. Uno puede apreciar en la Hélade un gran acercamiento al alma humana, pero Lukács escribe:

“No existe aún una interioridad, pues tampoco existe un exterior, una ‘otredad’ del alma. El alma sale en busca de aventuras; vive a través de ellas, pero no conoce el verdadero tormento de buscar y el verdadero peligro de encontrar; un espíritu así nunca se detiene, no sabe que puede perderse, no piensa en la necesidad de buscarse. Estos son los tiempos de la épica.” (5). No hay aún conciencia de la libertad, sino solamente conciencia del sino.

En términos no tanto del deseo cuanto del pensamiento, René Descartes y John Locke han señalado lo estrictamente humano en la capacidad de pensar. Han visto un estrecho vínculo entre el sujeto y el objeto en el acto mismo del pensar; uno, fundándolo todo en la capacidad de pensar del sujeto; el otro, en el acto que se llama pensar: el hombre es tal en cuanto es racional (6). No debemos descartar este ámbito racional en cuanto a que, gracias a la razón, los seres humanos descubrimos lo que somos y quiénes somos.

Los humanos no nos definimos sólo por nuestras necesidades y por nuestros deseos. Partir y terminar sólo por el deseo innato de bienestar hasta cierto punto es desnaturalizar nuestra condición humana y nuestro ser humano, es aislarnos, disecarnos en alguna de nuestras características. La razón no sólo nos ayuda a darnos cuenta de las cosas y a pensar, sino, sobre todo a decidir, a juzgar lo bueno y lo malo, lo noble y lo bajo, lo humano y lo inhumano. Los grandes errores de los filósofos suelen estar marcados por una reducción de la diversidad de ámbitos de nuestro ser, a uno solo de ellos que pretende ser el fundamental.

Escritores como Dostoievski y Kierkegaard han ahondado en la condición humana. Sus planteamientos presentan grandes combates interiores en el corazón humano: “Cada uno es un momento, una pulsación de la trágica lucha interior del hombre que combate entre la aspiración a los más altos niveles del espíritu y el mal que le rechaza hacia los abismos profundos. ¿Qué es lo que se opone a que el hombre se libre de la atracción del abismo cada vez que trata de desplegarse y de elevarse? Para Kierkegaard se opone la filosofía sistemática de la milagrosa razón que todo lo resuelve y todo lo arregla; para Dostoievski, la sociedad, con su orden constituido, con sus tradiciones y costumbres, instituciones y jerarquías, con la inviolabilidad de las reglas de la moral común, que condena inexorablemente al que no se adapta a ella y le separa de la vida.” (7).

¿Hemos de rechazar la razón y la vida social? No, sin duda. Pero hemos de advertir por qué y cómo ambas pueden disecar la vida humana y su sentido. La película Oppenheimer es bastante ilustradora de esto. Nos muestra el estrecho vínculo entre el saber y la decisión —sobre todo de cuño político—. El saber, uno de los ámbitos de la realidad y de la verdad, refleja ciertamente el camino de la razón. Genera realidad; mejor dicho, llena a la realidad de una nueva dimensión de cosas reales: nuestra cotidianeidad está llena de ciencia y de tecnología. La película muestra cómo se dio el conocimiento para hacer la bomba atómica.

Llega, empero, un momento del saber en el que deja de ser tal, para transformarse en decisión y, por tanto, tener una connotación moral. Esa decisión incluye tanto a los científicos, Oppenheimer en primer lugar, como a los políticos, el presidente Truman en especial. Pero también abarca a toda la cadena de decisiones y acciones que cerraron el circuito en el que ese artefacto dejó en ruinas a las ciudades de Hiroshima y Nagasaki.

Es verdad que no es lo mismo el saber que la decisión. Uno, señala la posibilidad; la otra, la hace factible. Pero ambos están estrechamente vinculados, sobre todo con la desembocadura final: Con ese saber, con esas posibilidades, ¿qué vamos a hacer? ¿Quién va a decidir? En el fondo, se trata del poder, que es lo que enlaza al saber y a la decisión. En la película —y en la historia real también—, Oppenheimer parece que se arrepiente de la acción. Los políticos —y Truman en particular— parece que no.

¿Qué quiero señalar con todo esto, con esta larga excursión? Primero, el tema de lo humano, que no nos es —ni puede serlo— ajeno. Segundo, el problema de que este mundo, esta realidad histórica que vivimos, por mucho que busquemos, no nos da lo que anhela nuestro ser. Tercero, que, pese a ello, buscamos la felicidad, la plenitud, el infinito. De ahí los varios autores que he citado. Cuarto, que en todo ello se encuentra el tema ético-moral. Y la razón —vinculada a la realidad, la verdad y el bien— alumbra tanto al saber como a la decisión. Las imágenes de la película Oppenheimer nos hacen eco de lo anterior.

Si a la luz de lo anterior miramos algunos rubros de la situación política de nuestro país y de las decisiones políticas, no podemos quedar sino asombrados de la envergadura de las mismas. Que el presidente de la república sea indolente frente al padecimiento de muchos a causa de la violencia, del dolor de sus familias por ello mismo, nos habla de decisiones que no están a margen de la ética, y por tanto que son morales o inmorales.

Nada de lo humano —sobre todo el dolor y la tragedia— nos es ajeno. Que unos padres y/o unas madres no encuentren a sus hijos o hijas —o que no encuentren medicamentos para su salud— no hace sino apelar a nuestra condición de humanos, y a la sociedad que conformamos. Los políticos —y más los que ostentan la primera magistratura— suelen ser sordos, o hacerse los sordos. Pero la sociedad sí puede escuchar y hacerse eco de esas voces dolientes, organizarse, estructurarse, exigir que quienes tengan la responsabilidad de buscar a los desaparecidos, de llevar a la justicia a los delincuentes y de sentenciarlos, lo hagan. Y si no, de cambiarlos pacíficamente, con las reglas de la democracia vigente y bajo el estado de derecho que nos hemos dado.

Referencias:
(1) Plubio Terencio Africano, El atormentador de sí mismo, en Comedias, Tomo I, UNAM (Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana), México 1975, p. 126.
(2) Helmut Thielicke, Esencia del hombre. Ensayo de antropología cristiana, Herder, Barcelona 1985, pp. 51ss. y 63ss.
(3) Albert Camus, El malentendido/Calígula, Losada, Buenos Aires 2004, p. 106.
(4) György Lukács, Teoría de la novela. Un ensayo histórico-filosófico sobre las formas de la gran literatura épica, Godot, Buenos Aires 2010, pp. 31ss. y 49ss.
(5) Ib., p. 22.
(6) Tomás Melendo, J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano, EMESA, Madrid 1978, p. 78.
(7) Michele Federico Sciacca, La filosofía hoy, Vol. I, Miracle, Barcelona, 1961, p. 54.

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