Por Román Sánchez Zamora

@romansanchezz

Siempre ilusionarse en salir de pueblo era lo común para todos, más allá del polvo, del olor a establo, de los chiqueros del vecino, soportar el olor a zorrillo cerca de la carretera, de pronto alguien llegaba con una bicicleta nueva y era la novedad, por meses.

Un día por fin me tocó viajar a la escuela a la capital. Ya no era yo Juan el hijo del carnicero, aquí solo era yo Juan. Al principio fue conocer los caminos de la casa a la escuela, de vez en cuando aventurarse por otra calle, aquí no estaba mi mamá que me llamara para preparar mis cosas para mañana.

La leche era diferente, el olor del café, las tortillas, todo aquí tenía otro olor, además que no tenía refrigerador, aquí no se escuchaban los gallos ni a los burros en sus rebuznos estruendosos y hasta molestos.

El mundo me había cambiado, ya nada era igual. Las casas más grandes, muchos carros, las bicicletas diferentes, todo diferente, lo que se veía por televisión, ahora lo tenía frente a mí, ahora era parte de mi vida.

Los amigos, nos juntábamos en la esquina, pronto ellos me decían y hablaban de trabajar, de juntar dinero y quizá un día comprarse un coche; todo terminaba en risas.

Hoy llego mi mamá a verme, esas risas se han ido, esos vientos de ir al pueblo pasaron a ser una bocanada caliente de aire, mi madre se fue llorando, por el largo pasillo de la cárcel.

Nadie me dijo que no tomara la pistola, cuando trataron de arrebatármela, no supe cómo se fue el disparo contra el niño y este cayó a mi lado, él nada tenía que ver, solo era la urgencia de terminar con la pobreza que tenías y que habíamos vivido por años.

Derrumbada mi vida.

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