El aventurero hace una comparación con las ofrendas a los muertos, con comida casera y la espectacularización de hoy día con motivos turísticos. Además cita algunas de las recetas de platillos tradicionales, como los tamales de ayocotes

Por Jesús Manuel Hernández*

Tiempo de ofrendas, tiempo de flores amarillas, Cempasúchil, de papel picado, de calaveras de azúcar, de cañas, calabazas, cirios, veladoras, tradiciones hoy día minadas por la espectacularización, la parafernalia, sin duda producto de la creatividad artística grandilocuentes, aparatosa y hasta circense.

En eso pensaba el aventurero Zalacaín al pasear por los espacios públicos donde en aras de fomentar el turismo se han colocado “altares” de ofrendas, pese a la ausencia de los elementos religiosos y más aún, de la enorme riqueza gastronómica en torno a Todos Santos y Fieles Difuntos, reducida hoy día al consumo de las “hojaldras” o el “pan de muerto”.

¿Dónde habrán quedado los “rosquetes” tradicionales de las panaderías angelopolitanas?

Alguna vez escuchó a una de sus tías abuelas afirmar sobre el origen de los rosquetes “son de Cadiz y les llaman también roscos”. Quizá fuera cierto, la panadería española se reflejó con mucho ánimo en la panadería poblana desde su fundación en 1531.

Hoy día las “ofrendas” ya no “ofrecen”, son para la fotografía, las calacas suplen las fotografías de los “muertitos” a quienes se les hace el ofrecimiento del altar y la comida.

Hacía algunos años Zalacaín había escuchado al famoso antropólogo Eduardo Matos Moctezuma citar las razones del culto a los muertos en los pueblos mesoamericanos, dan pie al sincretismo conseguido cuando los españoles y europeos llegaron al Nuevo Continente.

“La necesidad de trascender, de no morir o dejar de ser -decía Matos- ha llevado al hombre a buscar los medios para proyectarse aun después de la vida. Así, a través de las flores y los cantos o de la creencia en otra vida, el hombre prehispánico quiso lograr ese fin tan anhelado…”.

Matos había citado los espacios donde iban los muertos según las condiciones de su muerte. El Tlalocan era para quienes morían ahogados, por haberles caido un rayo, por enfermedades como la sarna, la gota, bubas, y en ese sitio nunca faltaban los alimentos.

Quienes morían en combate, los guerreros, iban a un sitio llamado “acompañantes del sol”; las mujeres muertas en el parto llegaban a la “casa del sol”.

El Mictlán, era para quienes morían por enfermedades comunes, sin importar su condición social, a los nobles les ponían una piedra verde en la boca o una piedra de navaja si eran del pueblo.

En cambio los niños llegaban a un sitio llamado “Xochatlapan” donde podrían mamar de un árbol…

Por desgracia, reflexionaba Zalacaín frente a uno de los altares desbordado de calacas de cartón de inmensas proporciones y llamativos colores, esas raíces culturales se van perdiendo incluso en los pueblos originarios minados por el impacto de la “espectacularización”.

Sucedía algo similar en otras festividades poblanas, como los desfiles del Cinco de Mayo, antes llenos de colorido de estudiantes, militares, charros y durante una época llenos de escenografía más parecida a las costumbres de los desfiles de Estados Unidos.

La abuea de Zalacaín citaba siempre los elementos, por lo menos para ella, infaltables en una ofrenda: Agua o alguna bebida alcohólica si la ofrenda era para personas mayores, se suponía llegarían las “ánimas” sedientas del recorrido; la sal para impedir la corrupción del ánima; las velas, veladoras, cirios, seleccionadas según su tamaño para la “importancia del muerto”.

Así, la abuela colocaba el cirio más grande a sus papás, y las veladoras a las comadres.

El incienso como atributo religioso, para purificar a las ánimas; las flores de cempoasúchil para adornar la ofrenda. A veces colocaba un petate frente a la ofrenda con un camino de pétalos de las flores amarillas de temporada.

Y no podía faltar el crucifijo de madera, herencia de sus antepasados y las fotografías de los difuntos a quienes se les colocaba la ofrenda. Después se añadían los artículos personales de los finados guardados como una herencia de la familia, aparecían así los cigarros dejados por el familiar, los “Carmencitas”, el tabaco y la pipa, la pluma fuente, algún cuaderno de tareas, la cajita con el polvo de la cara, y muchas cosas más, todos correspondían a los muertos honrados.

Lo demás era la comida y ahí intervenían las recetas de la familia, las tradiciones culinarias de comida elaborada sólo para estas fechas y donde los cazos de cobre constituían la diferencia en la preparación de los llamados “dulces de platón”.

Varias horas y varios días llevaba la tarea de preparar la comida para la ofrenda, algunas cosas se compraban, como las hojaldras y los rosquetes o los animalitos de azúcar, pero el mole poblano, la calabaza en tacha, el dulce de platón de calabazo con piña, o el de camote con piña, eran elaborados en la casa.

Especialmente había dos platillos con mucha demanda al final de la ofrenda: El punchi, un dulce tipo gelatina elaborado con maíz morado, rojo a azul, propio de la temporada y donde el agua de azahar servía para ayudar a su cocimiento. No usaban azúcar, tampoco panela, era un “dulce” no dulce, decía una de las tías.

El otro platillo infaltable eran los tamales, pero no cualquier tamal, se hacían unos especiales con maíz nuevo y se rellenaban de ayocotes, los primeros de la temporada, bien hervidos, a veces adobados con algún chile, dejados unos tres días en reposo y después se machacaban, se agregaba alguna hoja de aguacate para darle sabor del pueblo, decía la abuela, y con ellos se rellenaban los tamales.

Durante los días de la “ofrenda” los alimentos no se tocaban, se encendían los cirios y las veladoras, por la tarde se hacían rezos por las ánimas benditas.

Zalacaín esperaba con ansias la llamada “levantada” de la ofrenda, cuando se retiraban los cirios, las flores y se iban recogiendo los platos de alimentos y se organizaba una especie de “intercambio” entre los familiares, así llegaba hojsldras, dulce de guayaba con tejocotes y trozos de caña, ponche, algunos moles de pueblos y se llebaban de casa de Zalacaín los famosos “tamales”, pero no se comían inmediatamente, los tamales se freían y se completaban con el mole poblano a un lado, aquello era un verdadero manjar.

Pero esa, esa es otra historia.

elrincondezalacain@gmail.com

*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana” Editorial Planeta.

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