El hasta ahora no probado conflicto de interés de un hijo de López Obrador ha abierto una confrontación entre un modelo periodístico ansioso de volver a su estatus de favoritismo y la fatigosa e incompleta batalla desde el flanco obradorista por instalar una alternativa comunicacional

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, participa en su rueda de prensa matutina mientras muestra en la pantalla una fotografía del periodista Carlos Loret de Mola. JOSÉ MÉNDEZ (EFE)

JULIO ASTILLERO / Opinión / Tribuna / EL PAÍS

En el mes reciente (a partir del 27 de enero del año en curso, con la publicación de un video en el portal Latinus) se ha vivido en México la fase más aguda de una confrontación entre dos modelos o aspiraciones de periodismo, la cual ha tomado cuerpo oficial desde diciembre de 2018 con la llegada al poder de un personaje de centroizquierda, Andrés Manuel López Obrador, que ha ido cambiando las reglas de un sistema mediático-político que hasta entonces había permanecido intocado.

El motivo de esa batalla, que ha escalado hasta motivar declaraciones tuiteras del secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, y referencias críticas en planas de reputados diarios de ese país (como el Washington Post), ha sido el hasta ahora no probado conflicto de interés que significaría la renta en Houston de una casa con alberca y otras prestaciones por parte de la esposa de un hijo del presidente López Obrador, cónyuge con historia de gestiones en la industria petrolera y arrendataria de un directivo de una empresa con décadas de firmar contratos con el gobierno mexicano.

El remolino causado por esa disputa llevó al presidente de México a señalar negativamente a Carlos Loret de Mola, Carmen Aristegui, Ciro Gómez Leyva, Jorge Ramos y otros comunicadores de larga historia, con disímbolas valoraciones profesionales cada cual, al extremo de divulgar desde Palacio Nacional el presunto ingreso mensual del primero, unos 35 millones de pesos, y a exigir de los demás que “por ética” revelen el monto de sus percepciones económicas.

La esencia de este encontronazo reside en la persistencia de un periodismo mexicano (dejando aparte a Carmen Aristegui, defensora histórica de la libertad de expresión) al servicio de las élites desplazadas por el apabullante triunfo electoral de López Obrador en 2018, quien de entrada redujo sustancialmente el monto de los muy provechosos contratos de publicidad gubernamental con los principales medios convencionales del país, además de instaurar una novedosa, eficaz y excepcional forma de comunicación directa con su audiencia (que hizo casi innecesaria la recurrencia en busca de comprometedora ayuda difusora de los medios tradicionales de prensa, radio y televisión) a través de una conferencia matutina de prensa, de lunes a viernes, con más de dos horas de duración en promedio y una gran audiencia.

En ese contexto de anterior amasiato de poderes (mediático y político) que durante décadas llevaron a México a una situación contra la cual reaccionaron electoralmente muchos mexicanos en 2018, es explicable la reacción de los intereses afectados por la prescindencia obradorista de ese “periodismo” acostumbrado a negociar buenas caras informativas, entrevistas a modo, contratos multimillonarios para empresas no periodísticas de los dueños de medios, y comisiones y entrega de mucho dinero en efectivo bajo la mesa para propietarios, directivos, columnistas, articulistas, mandos diversos y relevante personal operativo y reporteril de tales empresas.

El cuadro nacional de corrupción periodística tiene vertientes peligrosas en las entidades federativas del país, donde gobernadores, presidentes municipales, funcionarios públicos en general y cárteles o grupos delictivos locales suelen corromper al periodismo o, en caso de encontrar reticencia a esas distorsiones, acostumbran aplicar el método generalmente impune de la amenaza, el despido, los golpes, el secuestro y el asesinato, de manera salvaje para ejemplo de los resistentes.

Ese periodismo, que durante décadas guardó silencio y fue cómplice de los gobiernos que hundieron al país, está ahora en pie de guerra, con la vista puesta en el relevo presidencial de 2024, en apariencia aún distante pero hoy rector de la vida pública mexicana.

El episodio del hijo del presidente López Obrador no ha podido ser calificado hace días, a casi un mes de distancia, más que como “posible conflicto de interés” (es decir, nada se ha podido probar hasta ahora) por Raúl Olmos, el jefe de investigaciones periodísticas de una peculiar organización, Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, que tiene como jefe real a Claudio X. González, miembro de una de las familias empresariales más poderosas del país, cuyo fundador ha sido aliado y beneficiario de uno de los principales depredadores de México, el expresidente Carlos Salinas de Gortari.

Cierto es que resulta una obligación periodística el vigilar la evolución patrimonial de cualquier presidente de la República y de sus familiares, y que en el obradorismo han surgido casos sin indagación suficiente ni eventual castigo relacionados con Pío y Martín Jesús, hermanos del presidente que fueron grabados en video en aparente recepción de dinero en efectivo por parte de David León, operador en materia de corrupción del entonces gobernador de Chiapas, Manuel Velasco Coello.

Pero, en el fondo, se está en presencia de la definitoria pugna entre un modelo periodístico corrupto, ansioso de volver a su estatus de favoritismo y complicidad (alentado y apoyado actualmente por el injerencismo estadounidense), y la fatigosa e incompleta batalla desde el flanco obradorista por instalar una alternativa comunicacional aún imprecisa y deficiente. Es, como el propio López Obrador lo ha dicho, una batalla por el destino de la nación.

Fuente: https://elpais.com/opinion/2022-02-26/mexico-batalla-entre-dos-periodismos.html

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