Por Dr. Juan Pablo Aranda Vargas*

En el año 2004 ingresé al otrora Instituto Federal Electoral. Tuve la oportunidad de vivir el proceso electoral 2005-2006 y, en particular, la contienda que llevaría a Felipe Calderón a la presidencia, infligiendo a López Obrador su primera derrota. Recuerdo vívidamente la molestia que me causó que Amlo denunciara inconsistencias en el PREP y, específicamente, hablara de millones de votos que no habían sido reportados, que habían sido “escondidos”, cuando él y su partido habían acordado no publicar inconsistencias. Recuerdo la molestia al verlo autonombrarse presidente legítimo, con lo cual vulneraba la relación democrática entre legalidad y legitimidad, una relación que hoy parece ser absolutamente inexistente.

Nada me molestó tanto, sin embargo, como que Felipe Calderón ofreciera una reforma electoral que en la práctica iba a debilitar al IFE y a sacrificar—como chivo expiatorio—a Luis Carlos Ugalde como oferta de paz para López Obrador. Recuerdo haber discutido con un amigo, en aquel entonces diputado federal, sobre el terrible error que significaría aprobar la reforma. Todos mis argumentos fueron desoídos: la reforma iba a fortalecer al IFE, me aseguraba.

La nefasta reforma de 2007-2008 comenzó el lamentable regreso de la institución al control de los partidos políticos. La que llegó a ser una institución reconocida a nivel internacional—recordemos que Jacqueline Peschard y Alonso Lujambio fueron invitados a participar en una misión de capacitación electoral en Afganistán—se convertiría rápidamente en un juguete en las manos de los partidos políticos. De Luis Carlos Ugalde pasamos a Leonardo Valdés, el insípido personaje con quien iniciaría la rendición del IFE a los partidos. El ahora INE de Lorenzo Córdova sufre un terrible ataque de parte del gobierno en funciones, pero el errático comportamiento de su presidente poco ha hecho para hacer las cosas más esperanzadoras para el Instituto. Decir que se extraña el IFE de José Woldenberg y (aunque en menor medida) el de Luis Carlos Ugalde no es sino ofrecer una obviedad.

Un grave error cometido por la reforma electoral 2007-2008, y que hasta la fecha sigue siendo el paradigma a partir del cual se evalúan las instituciones, es creer que la desconfianza se soluciona con más burocracia. La “desconfianza” de López Obrador en 2006 no fue otra cosa que la rabieta de un mal perdedor. Calderón, que nunca ha entendido nada de democracia, entregó al IFE para calmar las aguas, en lugar de defender la autonomía de la institución que luchó por asegurar su derecho a ser presidente. La reforma estableció un modelo de comunicación política demencial, obligando al IFE a monitorear más de 50 millones de spots durante campañas, al tiempo que prohibió que los privados contrataran espacios para hacer cualquier tipo de promoción política; la ley estableció nuevos mecanismos de fiscalización, así como una nueva unidad especializada para fiscalizar a los partidos políticos; creó, asimismo, una contraloría autónoma para revisar las acciones del instituto; y estableció procedimientos expeditos para el desahogo de quejas durante los procesos electorales.

Si preguntamos: ¿Es malo tener un modelo de comunicación política? ¿Es malo que exista una mejor fiscalización a los partidos políticos? ¿Es censurable que el legislativo promueva un desahogo de las quejas expedito? ¿Resulta erróneo proponer una mejor vigilancia a las instituciones? La respuesta debe ser un No generalizado. ¿Dónde está el error, entonces? El error fue, y ha seguido siéndolo, que en México parece haber solo dos tipos de legisladores: los perversos, que empujan solamente aquellos proyectos que les reditúan, sin importarles lo que le pase al país, o los ingenuos, que creen que la ley es prístina y se escribe en las alturas de una especulación jurídica libre de contagio; el tercer tipo, el legislador ilustrado que entiende la realidad y legisla pensando en el bien común desde la realidad, es una especie todavía por descubrir.

La reforma electoral 2007-2008 comenzó con la guillotina: Luis Carlos Ugalde, que debió haber sido consejero presidente del IFE en el periodo 2003-2010, fue orillado a renunciar, en 2007, como protesta por una reforma electoral que sugería implícitamente que el IFE había hecho mal su trabajo apenas una elección presidencial después de la alternancia. Recuerdo el aplauso y el emotivo clima—saturado no obstante de molestia y desilusión—cuando escuchamos el mensaje de renuncia de Ugalde: algo en el aire sugería que junto con la renuncia estaba muriendo algo de la institución.

El modelo de comunicación política ha implicado la estultificación de una ciudadanía sometida a la tortura de ver millones de spots sin contenido durante meses—frente a este modelo debemos dar gracias al cielo por Netflix, Prime y Disney+, que nos libran de sintonizar la televisión nacional. La contraloría se convirtió rápidamente en ariete de la representación de los partidos políticos en las cámaras para mantener a los consejeros (cuyos perfiles son cada vez más discretos, sus personalidades más serviles) y directivos del instituto dóciles y obedientes. La fiscalización sigue estando lejos de arrojar los resultados esperados. El sistema expedito para las quejas fue rápidamente transformado en una estrategia para desgastar a la autoridad: ¡Cuántas veces hemos visto a los representantes de todos los partidos quejarse por nimiedades, levantando dedos acusadores, rasgándose las vestiduras porque (el ejemplo es verídico) alguien puso colorante rojo en la fuente de un pueblo, lo que es prueba indubitable de propaganda priísta! La estrategia ha sido cansar al árbitro, desgastar su autoridad a través de un millar de quejas, las más de ellas sin base alguna, para sembrar una duda razonable sobre su capacidad de garantizar los resultados… al fin y al cabo, uno nunca sabe cuándo necesitará impugnar la elección.

En el origen, dije, está la desconfianza. Pensar que más burocracia, más direcciones y especialistas y procesos y dinero en equipo y personal van a resolver nuestros problemas es simplemente negarse a ver la realidad. López Obrador sembró la semilla de la desconfianza hacia la institución mexicana con mayor reconocimiento en ese momento. Hoy, dicha institución no es la sombra de lo que fue. Domesticada, burdamente servil, tímida y aterrorizada ante la vorágine de los partidos, el INE es la carcasa de un ente que algún día estuvo vivo. La reforma 2007-2008 y, después de ella, la reforma de 2014—que supuso un rechazo del federalismo y centralizó la facultad electoral… pero no tanto, sólo un poquito—lastimaron la institución que pretendía reformar porque partieron del miedo, la desconfianza, el fantasma del fraude electoral y otros demonios que perviven sólo porque en México preferimos dudar de todo y de todos en lugar de dejar de quejarnos desde nuestro púlpito y comenzar a hacernos cargo de la construcción de comunidades tendientes al bien común.

Finalmente, ¿por qué el miedo y la desconfianza tienden a producir gigantismo institucional? Alexis de Tocqueville nos ofrece la respuesta: en política no existen los vacíos de poder, y una población atemorizada se refugiará siempre en un gobierno cada vez más poderoso, al punto de someterse voluntariamente a la servidumbre, porque los ciudadanos “quieren igualdad en la libertad, pero si no pueden tenerla, querrán igualdad en la esclavitud” (De la Démocratie en Amérique, II.II.1). Si no puedo ser feliz en igual libertad, seré miserable en igual servidumbre. El elefantismo burocrático es directamente proporcional a la desconfianza. Si no confío, me tranquilizará al menos la ilusión de ubicuidad de un gobierno que todo lo ve, lo escucha y lo controla… Orwell despierta y baja la mirada, sacudiendo la cabeza, deprimido.

Quizá la respuesta al fracaso de tanta reforma electoral esté ahí: los bodrios con que se desmanteló la entonces joya del institucionalismo mexicano es el producto del resentimiento de hombrecillos sin honor, la desconfianza de un pueblo que se quedó sin tejido social, y un aparato legislativo que, ya por corrupción o estulticia, hace leyes desde el miedo y no para el bien común.

*Dr. Juan Pablo Aranda Vargas.
Profesor Investigador
UPAEP

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