
Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez
La modernidad comenzó hace cinco siglos con rasgos peculiares cuyo propósito principal fue independizar al ser humano —su visión de sí mismo, del mundo y de las cosas— de su conexión con el ámbito sobrenatural sostenido por la fe católica. A partir de entonces, dicho ámbito fue perdiendo vitalidad en los asuntos humanos, quedando relegado al fuero interno. Lo natural se impuso como valor frente a lo sobrenatural. La razón se emancipó de la fe y se abrió al conocimiento de lo infinito.
Con el surgimiento de la ciencia moderna, se produjo un cambio epistemológico y antropológico notable. Por un lado, la razón ocupó un lugar privilegiado como criterio de juicio; por otro, la imagen del ser humano experimentó una suerte de desmoronamiento: dejó de ser el “rey de la creación” para convertirse en un habitante más de un universo infinito. La Tierra, precisamente como morada humana, dejó de ser el «centro» para volverse un planeta más. El hombre fue derribado de su silla regia y reducido a “fragmento”, y ya no al núcleo de la existencia (1).
Este proceso trajo consigo la exaltación de la razón humana. La ciencia, la técnica, la política y la economía reflejaban el triunfo de esta facultad para construir no ya el «paraíso eterno» en el otro mundo, sino la «tierra prometida» en este: en esta historia, hic et nunc. El cielo de la fe sobrenatural se derrumbaba, mientras con las solas manos humanas se intentaba edificar la tierra de la razón natural. El mundo se convirtió en el objeto de toda esperanza humana. El paraíso parecía posible aquí.
Pero pronto sobrevino la desilusión y la crisis. Desde el corazón mismo de la modernidad —en el Renacimiento y la Ilustración— latían ya elementos que contradecían la supremacía de la razón. La exaltación del genio como sujeto autónomo, por encima de toda norma, evidenció pronto la crisis del pensamiento moderno y el resquebrajamiento del mundo racional-empírico (2). No era la razón, sino la parte oscura, el mundo onírico o el instinto, lo que verdaderamente regía al hombre (3).
Así como la razón despertó fascinación, también lo hizo la dimensión no luminosa del ser humano: los sueños, el instinto. Éstos fueron vistos incluso como la fuente más creativa del ser humano, el sustrato de la creatividad y el arte. A nivel social, los mitos encarnaban esta dimensión profunda de la capacidad humana para imaginar una nueva sociedad. “El mito, no es un producto intelectual como la utopía, era un conjunto de imágenes capaces de mover a las masas a la acción revolucionaria” (4). Todo esto ya se intuía desde el siglo XIX.
El siglo XX, marcado por dos guerras mundiales y múltiples conflictos bélicos, terminó por desenmascarar la fascinación por la razón. Esta no sólo no había hecho más humano al ser humano, sino que se había sometido al poder. Fue el siglo de la triple A: angustia, alienación y absurdo. La modernidad, en su afán por construir la «tierra prometida», dio paso a los totalitarismos deshumanizantes.
De ahí emergió una paradoja antropológica con consecuencias sociales, económicas y políticas. Ni el mercado ni el Estado respondieron de manera humana. “La contradicción es esta: el hombre rechaza al mundo tal como es, sin aceptar abandonarlo. En realidad, los hombres se aferran al mundo y en su inmensa mayoría no desean dejarlo. Lejos de querer siempre olvidarlo, sufren, por el contrario, porque no lo poseen bastante, extraños ciudadanos del mundo, desterrados en su propia patria” (5).
Tras ese colapso antropológico, la modernidad también se derrumbó. El pensamiento posmoderno emergió con nueva efervescencia. Los ídolos habían caído, y al sujeto moderno no le quedó más que inventarse sus propios valores, sin pretensión de universalidad, objetividad o inmutabilidad. La vida se convirtió en una constante fabulación.
Sin embargo, ante la pandemia del COVID-19, la posmodernidad enmudeció —no dijo una sola palabra— y cayó en el olvido. La vida dejó de parecer una fábula para revelarse como riesgo permanente. Desde el deterioro ecológico, la “casa común” está en peligro. Otros fenómenos sociales, económicos y políticos —como la trata de personas, el tráfico ilegal de armas, drogas, personas y órganos humanos, así como la corrupción, la impunidad y la violencia— revelan que la vida humana está amenazada.
México no es la excepción. Sufrimos estos problemas en grado superlativo. Los gobiernos, federal y locales, no saben —ni pueden, quizá ni quieren— resolverlos. En lugar de gobernar, hacen retórica, y además mala retórica. En vez de reconocer los problemas, los niegan. Lo más grave es que la sociedad está adormecida. Pero ningún problema puede resolverse si no se admite, se estudia, se analiza y, en conjunto, se enfrenta. La modernidad no respondió a los anhelos más profundos del ser humano. La posmodernidad creyó hacerlo al admitir el fragmento, pero tampoco lo consiguió.
La transmodernidad —permítaseme el término— aparece sin palpar el humus contemporáneo. No conoce el suelo que pisa, quizá porque no hay suelo. Es un término provisional. Los horizontes por venir estarán signados por la esperanza —la esperanza que no defrauda—, esperanza en lo humano y en lo trascendente. No será la polarización —que tarde o temprano colapsará—, sino la reconciliación la que nos permitirá salir de esta situación líquida. Mirar el rostro del(a) otro(a), convencidos de que somos hermanos, nos hará nuevamente humanos.
Notas:
1. F. Aguilar Víquez, La comprensión de nuestro tiempo, UPAEP/EDAMEX, México, 1998, capítulo: “Las revoluciones antropológicas”.
2. F. Aguilar Víquez, Mística y política, UPAEP/EDAMEX, México, 2000, capítulo: “Crisis de la visión moderna”.
3. F. Aguilar Víquez, “Educación, fuente y resultado del humanismo”, Espíritu, núm. 52 (2003), pp. 354-356.
4. F. D. Baumer, El pensamiento europeo moderno. Continuidad y cambio en las ideas, 1600–1950, Fondo de Cultura Económica, México, 1985, p. 374.
5. A. Camus, El hombre rebelde, Alianza Mexicana, México, 1989, p. 291.
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