Por Jesús Manuel Hernández

Dos lenguas enteras de vaca llegaron a la casa de Zalacaín, el encargo había sido atendido con prontitud y el aventurero se dispuso a descongelarlas lentamente. Hacía algunas semanas venía teniendo el antojo de esas recetas caseras donde la lengua de res era la protagonista principal.

Antiguas civilizaciones dieron cuenta del consumo de las lenguas de los animales, no sólo de la vaca, el buey, la ballena, los pájaros, incluso los griegos privilegiaron en sus tradiciones de cocina el sacrificio de los flamencos, tiraban la carne, los despojos y sólo se quedaban con la lengua.

Algunos tratados antiguos explicaban cómo se repartían los trozos de los animales sacrificados para la alimentación. Por ejemplo entre los católicos armenios del siglo V en el Canon de Isaac I el Grande se menciona cómo los sacerdotes repartían entre los fieles las partes del animal en las ceremonias religiosas y uno de los privilegios era la lengua.

En Le Thresor de la Santé aparece una entrada para el consumo de la lengua de vaca, se le define como una parte del animal “que se acerca más al frío que al calor… debe comerse con sabor de pimienta, canela, jengibre, vinagre y especias similares”.

Quizá en esta última cita se pueda encontrar la variedad de recetas trascendidas hasta hoy de cómo preparar la lengua de vaca.

En el siglo XIX los recetarios mexicanos, poblanos por supuesto, contenían una variedad de formas para preparar las lenguas de carnero, buey, cordero, ternera, cerdo y vaca; muchas de ellas influenciadas por las cocinas europeas, otras con ingredientes mexicanos y el toque casero.

Zalacaín recordaba la lengua de ternera de la señora Yamila, quien primero la golpeaba hasta sentirla “floja” decía, luego la ponía a remojar en agua fría y después a hervir. Ya cocida le desprendía la membrana exterior y la rebanaba, los trozos eran colocados sobre un platón y encima salsa de alcaparras, o de jitomate, o simplemente vinagre y aceite.

Una de las tías abuelas preparaba la lengua de vaca en escabeche, otra hacía una terrina en tiempos de calor donde las rebanadas eran tan delgadas como un jamón y se acompañaban con alguna ensalada o en la merienda se hacían “medias noches” rellenas de legua, aguacate y alguna raja de jalapeño en vinagre.

En cambio la abuela de Zalacaín compraba la legua en el mercado, la olía y con eso decidía si estaba fresca, le pegaba un poco con la mano del metate o con una plancha de carnicero, luego la metía en la olla exprés y la cocía. Después desprendía la membrana y le quitaba la grasa y las adherencias, la rebanaba en trozos de un centímetro, cuando mucho, y preparaba una salsa a la veracruzana donde intervenía la cebolla, el jitomate, las hojas de laurel, algunas aceitunas, pimientos rojos, aquello era un verdadero manjar; el platón de lengua a la veracruzana era adornado con chiles largos.

A la hora de comer una de las tías, con cierta picardía, decía de la lengua “aunque no tiene huesos, los quiebra” en clara referencia al poder de la lengua como una de las principales armas para destruir al enemigo.

Zalacaín se dispuso a organizar la comida y la cocinera Rosa fue siguiendo el protocolo, al final, a escondidas, el aventurero vació un buen tanto de jerez sobre la salsa donde se condimentaba la lengua.

Vaya comida, lengua de vaca a la veracruzana, salpicada con jerez y para beber, pues eso, un oloroso seco, pero esa, esa es otra historia.

elrincondezalacain@gmail.com

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