El aventurero sigue incursionando en las recetas de la comida poblana en el siglo XIX, donde las licuadoras y utensilios modernos se hacen a un lado. Además recuerda una poesía sobre el enamoramiento en la mesa.

Por Jesús Manuel Hernández*

Décadas antes el aventurero Zalacaín había leído sobre las recetas originales de las “Tortas” del siglo XIX, un capítulo entero estuvo dedicado a su confección, las había de todo tipo, y no eran precisamente las famosas “tortas de agua” de la panadería poblana, únicas en su género en todo el país.

Se referían al molde, a la tortera, al espacio donde se acumulaban masas y otros ingredientes para cocerlo en el horno o a “dos fuegos”, como solía decirse en algún tiempo en las familias poblanas.

Las tortas se hacían de masa, rellenas de carne o de recaudo y pescado en vigilia, se horneaban y constituían un alimento imprescindible de la cocina poblana al menos entre los 1700 y los 1900 y tantos… Y no estaban sujetas sólo al huevo o a la masa, las había también de arroz.

Aquella mañana en el recaudo había chícharos, zanahorias, calabacitas, cebolla y huevos y el experimento se puso en práctica, traer a la mesa esas “tortas” o “tortillas” confeccionadas con esos ingrediente y donde el queso añejo y la manteca se hacían necesarios.

Las recetas eran muy simples, eludían los artefactos modernos, por supuesto, el corte de los vegetales debía ser menudo, y el control de fuego era quizá un punto insustituible para conseguir el sabor necesario. Lo demás lo hacían la manteca, la sal y el ojo de las cocineras.

Los ingredientes fueron seleccionados y cortados a modo, hubo unos picados en forma de juliana y otros en rodajas, el experimento se haría conforme a los conocimientos de las viejas recetas, donde no se especificaba nunca ese detalle.

No era lo mismo confeccionar una “torta” de zanahoria picada, cortada en cubitos o en rebanadas, gruesas o delgadas, el resultado sería totalmente diferente y el sabor también.

La cantidad de huevo para envolver los vegetales no sería la misma, entre más menudo el picado, más huevo, entre más grande el corte menos huevo y quizá más volumen.

De ahí el experimento de hacer las tortas aquella mañana, una de zanahoria, otra de cebolla, una más de calabacitas, la otra de perejil y todas condimentadas con queso añejo.

La práctica empezaba a hacerse costumbre, la puesta en valor de las recetas antiguas, sin licuadoras, con los toques personales, con las “pizcas”, con los “tantos”, con las cucharas de madera y la sartén de hierro, con manteca y fuego bajo…

Todo un proceso para encontrar los sabores de las familias del siglo XIX, un asunto provocador, animador del paladar del aventurero Zalacaín.

Aquella mañana Zalacaín había despertado inspirado, la emoción de cocinar cosas diferentes le animó a poner en valor unas líneas escritas años atrás donde reflejaba la importancia de la mesa en su vida, en su historia de vida…

Le había puesto por título “La Mesa” y decía, más o menos así:

“Si alguna vez tuviera que enamorarte de nuevo, escogería un lugar: la mesa.
Y no es que rechace los paseos por las ruinas de los pueblos
O las caminatas en los laberintos callejeros.
Tampoco desprecio las visitas a los museos, esos momentos de intimidad mientras tú contemplabas el arte y yo interrumpía.
O ¿acaso crees que he olvidado las estaciones del tren o caminar hasta el quinto pino?
Nada he olvidado. Todo lo tengo tan presente como si fuera ayer, aunque han pasado cuatro o cinco décadas.
Por eso elijo la mesa, ese espacio a veces cuadrado, rectangular o redondo, donde intercambiábamos ideas, gustos y placeres.
Quizá fue eso lo que llevó a enamorarme, encontrar un paladar aventurero como el mío.
En la mesa hablamos, nos reímos, lloramos, nos vimos a los ojos, a veces hasta peleamos.
Y también en la mesa nos dimos los primeros roces en la manos, y hasta un beso nos robamos el uno al otro, yo más que tú.
En la mesa surgió la primera propuesta, el primer plan, la consecuente escapada.
Y por desgracia el primer rompimiento y la primera reconciliación.
Recuerdo que preferías ir a sitios con manteles blancos, te gustaba la higiene, el olor a limpio.

En la mesa descibrimos los gustos comunes, interpretamos y calificamos el servicio, prometimos volver o jamás regresar.

Cuántas mesas fueron testigos mudos de nuestras aventuras, las gastronómicas y las íntimas.

Cuántas servilletas manchaste con el lapiz labial, cuántos besos me regalaste sobre el logotipo del restaurate…

Cuántos trapos nos robamos como recuerdo de aquellas noches.
Hoy recuerdo todo eso porque me entró un poco de nostalgia, fui yo quien manchó la mesa.
Lo siento”

Los cocineros llegaron y descubrieron la mirada comprometida con las lágrimas del aventurero… “¿Se estará haciendo viejo?” Preguntaron…

Quizá sí, pero esa, esa es otra historia.

elrincondezalacain@gmail.com

*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana” Editorial Planeta.

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