Un repaso por la costumbre de comer ostras de la mano del aventurero Zalacaín

Por Jesús Manuel Hernández*

En la vida Zalacaín se había topado con comensales con gustos distintos al suyo, los paladares aventureros escasearon por un tiempo, hoy día, aparecen nuevas generaciones, por suerte, deseosas de experimentar sabores.

Una de las escenas más concurridas a esta diferencia de gustos era cuando se hablaba de ir a comer ostras, mucha gente hacía gestos de repugnancia, las evitaba por su color, condición babosa e incluso por su olor.

Zalacaín en cambio las privilegiaba por todo ello, por su olor de marisma, su carnosidad blanda y su enorme y fuerte sabor a la boca.

A la pobre ostra le han perseguido buenos y malos momentos y muchos pensadores se han preguntado quién fue el primero en atreverse a abrir una concha y comerse el interior, quizá alguno hasta haya encontrado una perla en su experimento. Algún refrán portugués dice “ostra feliz no hace perla”.

Los griegos consumieron ostras desde al menos el siglo V antes de Cristo, según lo registró en sus apuntes Hipócrates, médico de Kos, quien se dedicó a investigar sobre los alimentos y los clasificó respecto de sus cualidades como “calientes, fríos, secos y húmedos”.

Él mismo dividió a los peces, moluscos y mariscos entre los de agua dulce y los de agua salada, y menciona en sus escritos un “caldo de ostras”. Años después en el siglo III en la obra de los Deipnosofistas se vuelve a citar a las ostras como alimento cotidiano.

Los romanos también dedicaron espacio a las ostras, las ubicaron dentro del llamado “Rebaño Marino” junto a los peces y los mariscos de concha y moluscos, pero advertían de sus riesgos, pues cuando una ostra está blanda, húmeda y fría, fácilmente puede corromperse y entonces muchos prefieren comerlas “calientes”, es decir, asadas y con pimienta, lo cual, según ellos, a veces afectaba al hígado.

Pero el filósofo Cicerón consideró a las ostras, el pescado y el pan cocido como una muestra del estatus de una familia de condición social elevada, con ello se demostraba quizá el precio alcanzado por las ostras.

Zalacaín hablaba en la mesa con algunas amigas sobre este tema mientras llegaban las ostras en su concha, de una piscifactoría del Pacífico, altamente recomendadas. En sus relatos citaba la experiencia de las ostras francesas, quizá las más sabrosas algunas veces comidas por el aventurero.

Y recordó uno de los textos más antiguos y valiosos sobre el tema, Le Thresor de Santé, es un libro escrito en 1607 en Lyon, Francia, considerado por muchos como “la biblia de las ostras”.

Le Thresor menciona muchas maneras de comer ostras bajo la advertencia de la dificultad para digerirlas si se ingieren crudas y con “su agua” pues “tienen la carne muy blanda, alimentan poco, producen un jugo crudo, húmedo y difícil de digerir”, por tanto la obra francesa recomienda “cocerlas con la concha sobre las brasas de carbón con mantequilla y pimienta en polvo”.

También esa obra menciona una receta para obtener el mejor resultado de comer ostras, y dice así:

“Su jugo salado las hace de difícil digestión, es mejor comerlas hervidas con ingredientes paliativos. Se sacan de la concha, se lavan mucho en su agua pasada por un tamiz, se hierven con mantequilla, especias y pasas de Corinto; a mitad de la cocción, se les añade, finamente picados, mejorana, tomillo, perejil, ajedrea, con cebolla, azafrán y agraz… Pero, bien mirado, asadas en la sartén son aún más sanas, ya que su excesiva humedad se corrige con el fuego”.

Por supuesto las recetas correspondían a los riesgos de comer productos del mar con riesgo de descomposición, de donde los refranes y dichos populares recomiendan abstenerse de comer ostras en los meses donde no aparece la “erre”, pero realmente eso es en los países donde el calor del verano es el principal agente de la descomposición, pero esa, esa es otra historia.

* Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana” Editorial Planeta.

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