El aventurero prepara un menú fresco para la comida, gazpacho, arenques con guacamole, y como plato principal el tradicional Salpicón de Res con toque poblano

Por Jesús Manuel Hernández*

La Ciudad de Puebla ha sufrido los últimos días los embates de la ola de calor característica días antes de la entrada del mes de mayo, cuando, alrededor del día 5, se sufren o se gozan, según quiera vérsele, de fuertes aguaceros y granizadas.

Contaban los abuelos de Zalacaín sobre ese asunto: “si no hubiera sido por la fuerte granizada del 5 de mayo de 1862, quizá los Xochiapulcas y los Ejércitos de Oriente no se hubieran alzado con el triunfo de la batalla”.

Muchos historiadores habían escrito sobre la contribución de las condiciones climáticas para hacer a los mexicanos alzarse con el triunfo sobre los franceses.

El amigo historiador Ramón Sánchez Flores, ya fallecido, se había destacado por esas investigaciones sobre el tema y destacaba la participación de las fuerzas indígenas, con aptitudes para moverse entre el fango de los cerros, eran dos, de Loreto y Guadalupe, mientras los zuavos se empantanaban en el lodo.

En todo eso pensaba Zalacaín al momento de disponer el menú de aquella comida cuando algunos amigos asistirían a degustar unos vinos rosados, fresquitos decía, y los alimentos debían estar a tono.

De entrada se había apetecido un gazpacho tradicional, con base en el jitomate, pepino, algo de pimiento, vinagre, aceite, pan mojado en el vinagre, cebolla, un par de dientes de ajo, algunos hielos, sal y ¡el resto lo hacia la Thermonix!

El gazpacho sería seguido de un plato de aperitivos de arenques del Báltico y un buen guacamole poblano, de los de antes, con aguacate criollo, cebolla picada, sal de grano, aceite de oliva y acaso unos chiles serranos apenas rebanados cual el grueso de una hoja de rasurar, de las de antes.

¿Y el plato fuerte? Le habían preguntado al aventurero.

Simple, uno de los clásicos del siglos XIX en la gastronomía poblana usado para los días de campo, para las salidas a los cerros cuando las familias convivían en torno de los paisajes desde el Cerro de San Juan o en los balnearios de aguas sulfurosas de San Sebastián.

En el pasado, le contaban las tías abuelas al aventurero, había varios tipos de salpicón, el preferido era de carne de buey o de vaca, pero uno saltaba con el apellido “francés” donde las legumbres, el jamón, las criadillas de la tierra, alcachofas, redondeaban el plato.

El salpicón poblano, o mexicano pensarían algunos, era muy simple: Carne de vaca o de buey, hervida, enfriada y deshebrada, sazonada con pimienta, sal, vinagre, si es de Jerez mejor, cebolla en rebanadas, todo revuelto.

Las tías abuelas le ponían, decían ellas, el toque poblano: rajas de chilpotles en vinagre un tanto dulce por la asistencia de la panela en el hervor, unos trozos de papas, rebanadas de aguacate y un toque final de queso añejo…

Zalacaín recordaba esos platones en la casa de la abuela, “un buen tanto de salpicón de res”, decían, daba para mucho alimento, sobre todo si se usaba para rellenar una torta de agua, poblana, sin migajón, asistida por una buena derrama de aceite de oliva y tocado por unos rábanos, pero esa, esa es otra historia.

elrincondezalacain@gmail.com

*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana” Editorial Planeta.

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