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200 años de Baudelaire, el auténtico inventor de la vida moderna | El Mundo

En 1821 nació el autor de ‘Los paraísos artificiales’, que exploró las drogas, el deterioro moral y el sexo.

JAVIER BLÁNQUEZ / EL MUNDO

La existencia de las drogas en la literatura es antigua y puede rastrearse hasta en la ‘Odisea’, donde Homero cuenta que Helena, regresando de Troya, descubrió la nepenta, aquella especie de ansiolítico de los tiempos heroicos. Pero, salvando precedentes anecdóticos -Daniel Defoe, por ejemplo, sabía del opio, y describió a Robinson Crusoe en posesión de unos gramos de esa sustancia-, cuando las letras se vuelven verdaderamente ‘yonquis’ es con el giro anti-romántico del siglo XIX.

El año clave sería 1821, que es cuando Thomas de Quincey publicó sus ‘Confesiones de un comedor de opio’ y también cuando nació Charles Baudelaire, el autor que mayor influencia recibió, décadas después, de aquella elocuente descripción del dulce cuelgue y la terrible abstinencia causados por el abuso del láudano.

Hace dos siglos, pues, la vida y el arte emprendieron el camino de no retorno que, de manera acertadísima, Félix de Azúa sintetizó en el concepto de la vida moderna, una cosa que inventó Baudelaire y que hoy es en realidad modernez, pero que en su día fue una ruptura radical en la forma de vivir, crear y aspirar a la eternidad, y que sólo pudo darse en las grandes ciudades industriales.

EL NO ALMA DE LOS VEGETALES

Antes de Baudelaire, la gloria se conquistaba por elevación: en la guerra o aspirando a fundirse con Dios, glorificando el potencial del hombre y sus virtudes; todo estaba empañado de una moral virtuosa. Pero el poeta del París tumultuoso decidió mirar abajo («la animalidad es la alegría del descenso», dejó escrito), y descubrió un espacio sin explorar en las miserias del alma, las pulsiones del cuerpo, la suciedad física y de pensamiento, y de ahí su rebeldía contra todas las autoridades -la divina, la del Estado, la familiar y la militar-, sus escarceos con prostitutas y sus experimentos con drogas.

Le llamaron satánico, pues escribía por igual de vampiros y adictos -que son la misma cosa-, y rechazó el ideal romántico de buscar la plenitud en la naturaleza. El triunfo de Baudelaire ante la eternidad no fue absoluto, porque no ha evitado el auge del ‘wellness’, la filosofía ‘new age’ y la meditación en parajes nemorosos, pero al menos sí levantó una barricada de contención contra el futuro ‘hippismo’ cuando rechazó, en 1855, participar en un libro colectivo de poesías que planeaba celebrar el bosque de Fontainebleau: «Lo siento, pero soy incapaz de enternecerme ante los vegetales […]. Nunca creeré que el alma de Dios habite en las plantas, y aunque allí habitara, me importaría más bien poco». Baudelaire consideraba la naturaleza como un conjunto de «hortalizas sacralizadas», y prefería hablar con los gatos, frecuentar los burdeles y embriagarse con el vino.

El pequeño Baudelaire fue un joven díscolo. Su padre falleció en 1827, cuando tenía seis años, y le dejó un enorme vacío de autoridad paterna. De hecho, su madre se volvió a casar un año después con un militar, Jacques Aupick, a quien Baudelaire odiaba. Cuando participó en la revolución burguesa de 1848, lo más que hizo fue instigar a la masa a que fusilara -sin éxito- a su padrastro, que en agradecimiento le dejó sin herencia.

Casi toda su biografía contestona se puede explicar a partir de esa animadversión: la expulsión de varios colegios, sus flirteos escolares con la homosexualidad, hasta el punto de que su familia se lo quiso quitar de encima, aún adolescente, embarcándole en un paquebote con destino a Calcuta.

Baudelaire consiguió regresar a París tras pisar el Caribe, y lo hizo convertido en mayor de edad y poseedor de una renta de 75.000 francos que comenzó a derrochar tan pronto como pisó los ambientes sórdidos que tanto le atraían.

Entonces proyectó su imagen atildada, extravagante y distintiva de la masa sucia: desarrolló la incipiente moda del dandi, y de ahí vino no sólo una literatura reactiva contra el realismo, sino sobre todo el desarrollo de la idea del ‘spleen’, ese tedio insoportable del urbanita para el que toda novedad nunca es suficiente. El hastío llega porque el hambre de modernidad va más rápido que la modernidad misma, y de ahí la exploración de las drogas, el deterioro moral y el sexo.

SÍFILIS

De lo primero extrajo su pertenencia al Club de los Hashischins -un fumadero privado donde consumía porros y opio en compañía de Gérard de Nerval y Theóphile Gautier– y la redacción de ‘Los paraísos artificiales’, inspirado por De Quincey; de lo segundo obtuvo inspiración para Las flores del mal, y de lo tercero una sífilis que nunca curó, y que supuestamente le transmitió su amante mulata Jeanne Duval.

A partir de 1861, cumplidos los 40, Baudelaire ya estaba para el desguace: además del mal venéreo, padeció todo tipo de golpes económicos, morales -el juicio contra ‘Las flores del mal’ por su contenido inmoral- y físicos, incluido un ictus y, casi al final de su vida, la hemiplejía que le paralizó medio cuerpo. Tal como vivió, murió, explorando las simas del dolor, la degradación y eso que Lou Reed -epígono tardío- llamó «el lado salvaje de la vida».

A partir de Baudelaire se puede explicar buena parte del presente occidental: el escapismo, la atracción por lo sórdido, el tedio absoluto en un mar de abundancia, la rebeldía juvenil, el rock y el reguetón, el arte contemporáneo, el nihilismo, el culto a las estrellas y el anarco-capitalismo; del empacho de series a los ‘after hours’, pasando por el aislamiento individualista. Hace dos siglos cambió el mundo para siempre por su culpa, y cuando nos dimos cuenta, ya era demasiado tarde. Y lo peor es que nos gusta.

Fuente: https://www.elmundo.es/loc/celebrities/2021/04/04/6066e50efc6c83d9528b4689.html

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