Me parece estupendo que muchos busquen en la literatura una manera de escapar de la vida, pero yo persigo justo lo contrario.

Sergio del Molino / ethic

@sergiodelmolino

Dice Salman Rushdie en Cuchillo que la autobiografía ha alcanzado la condición de gran arte literario. Barre para casa, claro: lo dice en una autobiografía que pretende ser leída como gran arte literario. Salman será autocomplaciente, pero no por ello falso: hace tiempo que las memorias dejaron de ser un adorno coqueto, un ajuste de cuentas o una manera de desautorizar las biografías que otros escriben sobre uno. Algunos de los mejores libros de las últimas décadas son autobiográficos, y pocos se presentan ya con la rigidez convencional del recuento cronológico de las cosas que al autor le han ido pasando. Lo autobiográfico es mutante, libérrimo, parcial y escurridizo. También poco fiable. Puede ser narcisista y puede ser autodestructivo o crudelísimo. Se debate entre el pudor y la desnudez, entre lo obsceno y lo elegante, entre lo sentimental y lo notarial, entre lo llano y lo poético, siendo cada uno de estos términos extremos de una escala de grises amplísima, no dicotomías.

No quisiera ponerme demasiado peleón ni doctrinario, pues caería en el mismo vicio que lamento en los enemigos del género: la militancia y la soberbia de dictar qué merece ser llamado literatura y cómo deben escribir los demás, pero en las últimas semanas se me han acumulado varias circunstancias que me han obligado a defenderme como escritor autobiográfico (por más que mi última novela no lo sea en absoluto, para desconcierto de algunos que esperan que escribamos siempre el mismo libro) y a dedicarle unos pensamientos a esto. Por lo general, me resbalan los reproches y los alegatos de los que se autoproclaman defensores de la imaginación y me aburren muchísimo sus polémicas de juguete. Mi actitud no ha cambiado: esto no es una respuesta a nadie. Allá cada cual con sus libros.

La primera circunstancia que me llevó a este artículo fue un retiro literario en Castrojeriz, Burgos, donde pasé un fin de semana con un grupo de lectores que leyeron mi libro La hora violeta. Charlé mucho con ellos sobre un montón de cuestiones en torno a la obra, reviviendo su escritura y repensando muchas cosas ya dichas en los once años que han pasado desde su primera edición, pero, sobre todo, asimilé las impresiones de los lectores en carne viva, y catártico es el único adjetivo que le viene bien a lo que provocaron en mí.

La segunda circunstancia fue una conversación que mantuve con el premio Pulitzer Hernán Díaz en la Casa de Correos de Madrid ante cientos de personas. Hernán, que no me había leído –ni tenía por qué: si los escritores viajantes tuviéramos que leer a todos los colegas con los que debatimos no tendríamos tiempo de escribir, que quede claro que no se lo reprocho–, se lanzó a un alegato contra la literatura autobiográfica que no me quedó más remedio que responder. Habría sido muy feo y extraño que dejara pasar la bola, así que pronuncié a mi vez un alegato sobre el valor del yo que no suelo expresar con tanta vehemencia. Al menos, no en formato polémico, defensivo o, como decían los tertulianos de Sálvame, «por ilusiones».

Para Salman Rushdie, la autobiografía ha alcanzado la condición de gran arte literario

La tercera ha sido la lectura de Cuchillo, el libro en el que Rushdie cuenta el atentado que sufrió en agosto de 2022 y su vida en el año posterior. Mucho más allá del morbo, el memoir incorpora algunas reflexiones metaliterarias sutiles que se encadenan con las del otro gran libro autobiográfico del autor, Joseph Anton, y con el de algunos amigos suyos, como Experiencia y Desde dentro, de Martin Amis. Me siento muy cerca de esa generación de escritores británicos (creo que más por el lado sentimental que por el estético), y cuando se ponen a hablar de ellos mismos siempre me parecen muy sabios. Da la casualidad de que Rushdie es un autor de alegorías fantásticas con más o menos carga política que nunca han despertado en mí el menor interés. Pero en este registro me parece un escritor grande.

Añado una cuarta circunstancia de propina: en una entrevista a propósito de Los alemanes, una periodista me preguntó (cito de memoria): «Dices que Los alemanes es tu primera novela-novela. ¿Significa eso que has dejado de mirarte el ombligo?». Respondí que no podría mirármelo aunque quisiera, pues padezco una enfermedad que me ha fusionado las vértebras cervicales y no puedo doblar el cuello tanto. Miro al frente, y casi siempre a los ojos de quien me habla.

Con estas tres circunstancias y media me he dado cuenta de que llevo mucho tiempo escuchando monsergas insípidas y desinformadas contra la plaga de lo autobiográfico. Es un repertorio muy corto, repetitivo y cansino. Literatura de selfie, dicen unos. Onfaloscópica, dicen otros, recurriendo a un neologismo de Sánchez Ferlosio formado por ónfalo (ombligo) y scopo (visión). Los que escribimos libros sobre aspectos de nuestra vida o usamos la primera persona en novelas que no parecen de ficción a simple vista estamos muy acostumbrados a que se nos desprecie con lugares comunes muy poquito trabajados. Quizá porque ni se molestan en leernos antes de enjuiciarnos, les basta el prejuicio. Nuestros libros, dicen, no merecen ser llamados literatura porque no tienen ficción. Somos vagos y oportunistas: ya podríamos currarnos unos personajes y una trama, en vez de tirar de recuerdos.

No voy a responder, porque para ello tendría que recopilar los argumentos contrarios y componer una especie de tesina, y ni este es el lugar para ello ni a mí me interesa erigirme en paladín de ninguna causa literaria. Ya he dicho que no creo en bandos ni en programas. Tan solo he descubierto que estoy cansado de estas tonterías y que no estoy dispuesto ya a pedir perdón por contar mi vida ni a buscar la aprobación de sanedrines autoproclamados cuya autoridad no solo no reconozco, sino que me da risa. Por eso, si hay por ahí algún escritor con dudas, temeroso de que le llamen frívolo, narcisista, indecente (porque el reproche es moral, no literario: nos piden que nos tapemos, que no enseñemos las tetas, un poquito de pudor, hombre, por dios) y esas cosas, le daría un único consejo. En realidad, no es un consejo, tan solo una palmada de ánimo: escribe lo que te dé la gana y no te justifiques.

Lo peor de los libros autobiográficos (también de los míos) es la parte autojustificativa. Por muy audaz y elegante que sea la argumentación metaliteraria, cuando el libro se explica a sí mismo está pidiendo perdón por existir. Y eso sí que no. Eso es lo último que debería hacer un escritor. Ahí sí me pongo dogmático. La literatura solo funciona en condiciones de libertad absoluta, para el que escribe y para el que lee. Si este se ofende por lo leído, no tiene más que cerrar el libro y buscar otro que le haga más tilín. En una democracia, la lectura es un acto tan libre como la escritura. No estamos en la China del Pequeño libro rojo de citas del camarada Mao Zedong compiladas por el camarada Ling Piao. Nadie obliga a nadie a leer las vidas de otros. Por eso, reprocharles que las escriban es un acto de pura soberbia. Oiga, no las lea, allá usted.

Algunos de mis momentos más intensos y felices como lector se los debo a libros autobiográficos, y lo que me queda de ellos es una sensación de gratitud mayúscula, porque siento que sus autores han compartido conmigo algo muy valioso y adulto, como el amigo que te regala confidencias en una noche de copas. Me parece estupendo que muchos busquen en la literatura una manera de escapar de la vida, pero yo persigo justo lo contrario, una inmersión, una caja de resonancia de la vida misma en el cruce de las vidas de los demás. Y no soy peor ni más simple por ello. Tampoco más profundo ni mejor. Simplemente, soy, y la existencia se sostiene y se disfruta, no se disculpa.

Cuando se desprecia esa literatura como banal y egocéntrica me siento muy ajeno a la persona que repite esas cosas. Siento que no tenemos nada que decirnos, y seguramente esté bien: no hay por qué hablar con todo el mundo. De hecho, hacerse adulto es ir acotando las afinidades electivas, encontrar a tus semejantes y alejarte de los disonantes.

En fin, que ya he hablado mucho rato de mí. Cuéntame tú algo de ti ahora.

Fuente: https://ethic.es/2024/04/escribe-y-lee-lo-que-te-de-la-gana-y-no-des-explicaciones-a-nadie/

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