El auge de las autocracias y el desgaste político de Occidente impulsan fórmulas tiránicas para afrontar la crisis climática y la revolución de la IA. “Siempre es tentador soñar con el despotismo ilustrado, pero el problema es que muy pocos dictadores resultan ilustrados”, dice Yascha Mounk

SEAN MACKAOUI

JORGE BENÍTEZ / SEAN MACKAOUI (ILUSTRACIONES) PAPEL

Imaginen a un presidente del Gobierno español que anunciara las siguientes medidas: la reducción de un 30% del número de funcionarios públicos, un aumento de cientos de miles de millones de euros en gasto militar y la construcción de 17 centrales nucleares, una por comunidad autónoma, para acabar con la dependencia energética del país.

¿Sería posible? Aunque en la política actual todo parezca posible, más aún estos estos días, lo que sí es seguro es que, en la siguiente legislatura, ese presidente no defendería sus medidas desde la bancada gubernamental en el Congreso, sino desde el Grupo Mixto o, más probablemente, desde el salón de su casa en el exilio. Habría sido devorado primero por la oposición, más tarde por los tribunales y, finalmente, por unos votantes sin piedad.

La debilidad política de los sistemas democráticos para afrontar reformas drásticas ha empujado al prestigioso astrofísico inglés Martin Rees a sostener en un artículo de la revista Prospect que «sólo un déspota ilustrado podría imponer las medidas necesarias para superar el siglo XXI de forma segura». O que el también científico James Lovelock considere necesario «pausar temporalmente la democracia» para hacer frente a la emergencia ecológica global. Incluso historiadores de renombre como Naomi Oreskes y Eric Conway han imaginado un futuro distópico en el que China se muestra más capaz de manejar el colapso climático que Occidente.

Todos ellos muestran su desconfianza hacia la democracia tradicional, un sistema que arrastra el desgaste de más de una década en la que ha lidiado con la presión social provocada por una recesión económica salvaje, una pandemia global y, ahora, las consecuencias de una guerra en Europa que ha resucitado el miedo al desastre nuclear. Todo ello sin olvidar retos «a cámara lenta» como la transición ecológica, la digitalización de la economía y la al gestión de un mundo dominado por la inteligencia artificial.

«Los líderes democráticos sólo tomarán las decisiones necesarias a largo plazo si ven que cuentan con el apoyo de los votantes», afirma ahora por email Lord Rees, que matiza unas palabras que recabaron importantes entre los defensores de un liderazgo fuerte y omnímodo para garantizar la supervivencia. «Por ello, los científicos deben contar con el apoyo de personajes carismáticos que puedan hacer cambiar la opinión pública».

Rees, astrónomo real de Isabel II y ex director de la Royal Society, pone como ejemplo un cuarteto tan mediático como dispar que está moldeando la opinión pública: el Papa Francisco, el filántropo Bill Gates, la activista Greta Thunberg y el naturalista David Attenborough.

Esta defensa del déspota ilustrado, de hecho, no es algo novedoso. De hecho, se la conoce como la tentación de Siracusa, que representó Platón hace 24 siglos en su intento de que el tirano de esa ciudad implantara su agenda reformista. Aquella maniobra fue un desastre y el filósofo se libró por poco de ser esclavizado.

En el ámbito político, la dictablanda afirma regirse por la razón y el paternalismo, pero su gran problema es que rechaza libertades cruciales como la de expresión y reunión. Estos peros, sin embargo, no impiden que la Historia haya sido generosa con la mayoría de sus artífices: engrandece sus logros y omite sus fracasos. Basta comprobar un callejero o las estatuas erigidas en su homenaje en las ciudades.

Putin en la alcaldía de Moscú no tenía un retrato de Yeltsin sino del zar Pedro I

Juan Luis Manfredi, catedrático Príncipe de Asturias de la Universidad de Georgetown, advierte por teléfono de los peligros de la tentación de buscar a estos mesías políticos en el siglo XXI: «La tecnocracia debe estar en manos de profesionales cualificados y que a su vez estén protegidos por los políticos. Ésta no debe estar exenta de Política con mayúscula, de motivaciones de un proyecto que explique si queremos más o menos justicia social, más o menos ecologismo, etc. La tecnocracia sin política es tan peligrosa como el autoritarismo».

Cuando era número dos de la alcaldía de San Petersburgo, Putin tenía un retrato en su despacho: no era del presidente Boris Yeltsin sino del zar Pedro I el Grande. Por su parte, Beethoven admiraba tanto al primer Napoleón que le dedicó su Tercera Sinfonía, aunque cuando éste se autoproclamó emperador, tachó la dedicatoria. De Carlos III, máximo ejemplo del despotismo ilustrado español, el banquero Francisco Cabarrús dijo que no había tenido «más norte que la felicidad de sus vasallos».

«Siempre es tentador soñar con el despotismo ilustrado, pero el problema es que muy pocos déspotas resultan ilustrados», argumenta por email el politólogo alemán Yascha Mounk, el primer experto que alertó hace una década en Europa de los peligros del auge populista que se avecinaba. Aclara que esto no es un tema de buenos sentimientos ni de un deseo de ayudar a un pueblo: «Incluso las buenas personas que toman el poder sin el control de la voluntad popular son rápidamente corrompidas por él».

Manfredi sostiene que el déspota ilustrado de estos tiempos, aunque no lleve peluca ni sea retratado por los grandes artistas de su tiempo, disfruta de un hiperliderazgo que ocupa todo el espectro político. «Está por encima de las siglas de sus partidos, que son deglutidos y quedan a su servicio», añade.

Alguien que sabe lo que quiere el ciudadano: velocidad de acción y promesa de resultados. Entre ellos hay populistas como Donald Trump y Boris Johnson, pero también tecnócratas de indudables credenciales democráticas como Emmanuel Macron o Mario Draghi.

El problema del hombre fuerte que asume el control pleno del poder, aunque sea en democracia, es que inicia un proceso de desinstitucionalización, un vaciado de los poderes de control. Esto se ha demostrado incluso en las democracias más consolidadas durante la pandemia.

Los científicos deben contar con el apoyo de personajes carismáticosMARTIN REES, ASTRÓNOMO REAL DE ISABEL II

Las medidas excepcionales tomadas por el Gobierno durante la pandemia, como el estado de alarma y el confinamiento, fueron abofeteadas a posteriori por el Tribunal Constitucional. Igualmente los gobiernos autonómicos vieron cómo los jueces tumbaban muchas de sus decisiones sanitarias. Otro síntoma preocupante es la situación del CGPJ, que vive en una situación de excepcionalidad sin precedentes por la falta de consenso de los partidos mayoritarios.

Sin duda las democracias arrastran muchas cicatrices en estos tiempos de incertidumbre política y económica, a lo que hay que sumar el buen momento que viven las autocracias. Según Freedom House, un organismo no gubernamental de EEUU que estudia la calidad democrática de los países, sólo uno de cada tres seres humanos vive en una sociedad plenamente libre. Además, en los últimos años las democracias están retrocediendo.

Un problema que va a más si se tiene en cuenta que los jóvenes en Occidente muestran cada vez más tentaciones autoritarias. En su obra El pueblo contra la democracia, Yascha Mounk sostiene que, según las encuestas, la juventud tiene mucho menos miedo a vivir en una dictadura que sus padres y abuelos, que sí conocieron el totalitarismo comunista y fascista del siglo XX. Tanto que estarían dispuestos a renunciar a libertades si se les ofrecieran oportunidades y prosperidad.

Un panorama preocupante que obliga a plantearse la siguiente pregunta: ¿es la democracia un peor sistema de gobierno que la autocracia en tiempos convulsos?

«Las democracias ganan si se comparan los índices de desarrollo en esperanza de vida, mortalidad infantil, consumo de calorías, PIB per cápita, muertos por desastres naturales e igualdad de género», dice Natascha Lindstaedt, profesora del Departamento de Gobernanza de la Universidad de Essex, aunque reconoce que no todas las dictaduras generan pobreza y que no todo el mundo reniega de la opresión: «Hay culturas que prefieren la seguridad y la estabilidad que la libertad».

Incluso Steven Pinker, conocido por su defensa de las instituciones ilustradas, ha llegado a coquetear con el despotismo: «Una democracia mala podría ser peor que una dictadura humanista».

Punto para las dictaduras.

Por tamaño e influencia, la más importante es China, cuyo modelo ha dinamitado todas las ideas de los 90 en las que se asociaba el crecimiento a la democracia liberal. En apenas tres décadas, el modelo híbrido de capitalismo y comunismo ha sacado de la pobreza a más de 500 millones de personas, pero sin relajar sus pulsiones represoras.

Aunque quizás el más fascinante caso, por su contacto con Occidente, es el de Singapur, un pequeño país gestionado como una multinacional que cuenta con una renta per cápita no sólo superior a España sino también a EEUU, un nivel académico envidiable, muy poca corrupción… pero todo bajo el yugo de un partido único apenas vigilado por una prensa dócil. ¿Aceptarían entonces los europeos vivir en un Singapur a cambio de renunciar a su libertad?

«No encajaríamos bien», opina Lindstaedt. «Europa es una sociedad civil vibrante y con derechos y libertades, que son muy limitadas en Singapur, donde para una actividad grupal se exigen permisos»

Desde Cambridge, Martin Rees se muestra menos contundente y responde con diplomacia proclive a coger lo mejor de los dos sistemas: «Podemos aprender cosas de Singapur, particularmente respecto a su éxito para atraer talento a la política y al servicio del gobierno, así como por su nivel educativo… Pero no necesitamos imitarles en todos los sentidos».

No hay pruebas de que las dictaduras sean más efectivas contra el cambio climático

Si hay un reto que cuenta con defensores del autoritarismo es la lucha contra el cambio climático. Su urgencia exige medidas draconianas exprés que son imposibles de tomar en una sociedad que defiende el debate parlamentario y necesita de cierta burocracia. Por ello promueven la figura del ecotirano, aunque hay muchos argumentos que debilitan su posición.

«No hay que olvidar que muchos de los regímenes más despóticos del planeta son petroestados como Arabia Saudí, Irán y Rusia, los cuales han pasado décadas oponiéndose a las acciones climáticas», dice Mark Lynas, periodista y escritor ambientalista referente en Reino Unido, que lanza un dardo a los seguidores del ecoautoritarismo: «Cualquiera que proponga un déspota ilustrado para resolver este problema necesita explicar cómo evitar que éste se convierta en un déspota no ilustrado, algo a lo que por desgracia nos hemos acostumbrado».

Este comentario sería refutado por el almirante Haffaz Aladeen, el sátrapa ficticio creado por el cómico británico Sacha Baron Cohen, que tiene su propio mensaje medioambiental en la película El dictador: «Los dictadores no somos del todo malos. Mientras los países occidentales continúan devastando los recursos de nuestro planeta, nosotros preservamos nuestra tierra y la conservamos enterrando miles de huesos en tumbas ecológicas de biomasa».

Lamentablemente no hemos podido contactar con este tirano, quizás el único.

Fuente: https://www.elmundo.es/papel/historias/2022/05/17/627e873ee4d4d8504b8b45d9.html

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