En 1835, los Bofarull abrieron Los Caracoles, donde siguen sirviendo bullabesa, macarrones del cardenal y todos sus platos icónicos
INÉS BUTRÓN / Gastro / El País
Buena parte de la historia de Barcelona se esconde tras la puerta del restaurante Los Caracoles, el segundo más antiguo de Barcelona después del tricentenario Can Culleretes. Este local que hoy ocupa el número 14 de la calle Escudellers nació como taberna portuaria en 1835, cinco años antes de que se inaugurara el mercado de La Boquería y 18 años antes de que empezaran a derribarse las murallas que asfixiaban a la ciudad con continuas epidemias de cólera. En medio de este turbulento inicio del siglo XIX, con bullangas (revueltas populares) y crueles bombardeos de por medio, los Bofarull abrieron su taberna para consuelo y ayuda de estibadores, viajeros, marinos y todo aquel que sabía que en el puerto está el meollo de la Barcelona mercantil e industrial. Por aquel entonces, como era habitual en este tipo de establecimientos, se vende de todo un poco: aguardiente, vinos, vinagres, anchoas y escabeches, escobas y velas, aceite, petróleo y pan negro, caracoles y pajaritos fritos. Todo revuelto y bien aliñado, como la propia ciudad, que era un hervidero social donde los obreros se alzaban contra la burguesía industrial, los negreros y hasta el mismísimo general Espartero.
Con todo, la taberna de los Bofarull estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado, pues, a pesar de los constantes vaivenes políticos, las calles Sant Francesc y Escudellers —esta última, la ubicación definitiva y actual— eran el epicentro de la vida social y económica de la Barcelona previa a L’Eixample. Los mejores colmados, las droguerías más selectas con las especias más exóticas, las tiendas de artículos de moda, cafés y restaurantes se diseminaban entre las calles Ferràn, la Plaça Reial y la principal arteria barcelonesa, Las Ramblas, cuyo elegante epicentro era el Liceu.
Así las cosas, los Bofarull fueron adaptándose a los tiempos y las circunstancias. En 1915, su local se convierte en el restaurante donde recalan por igual menestrales, artistas, políticos e intelectuales y al que todos conocen como Los Caracoles; durante la Guerra Civil es requisado por las fuerzas republicanas; y en los cincuenta vive su momento de gloria. Pero, ¿por qué en esa década? Básicamente por tres razones: España finiquita el racionamiento en 1952, la Sexta Flota Americana y sus fornidos muchachotes se pasean por el puerto y Las Ramblas mascando chicle y fumando Marlboro y el star system americano descubre la idiosincrasia del Spain is different en nuestras paellas que se preparaban a bordo, incluso, de portaaviones made in USA. ¡Oh, la paella! El primer sabor autóctono que probaban estos chicos a su llegada a la Ciudad Condal. Un ritual que Xavier Theros resumió a la perfección en un capítulo titulado Eat, Fuck, Drunk & Dollars y que se encuentra dentro de su libro La Sisena flota a Barcelona.
Otro de los grandes aciertos de este restaurante, y que aún se conserva, fue la idea de instalar un asador de pollos firmado por el ingeniero Dardé en tiempos de carpantas. El pollo a l’ast fue hasta bien entrada la década de los ochenta el plato de domingo que los barceloneses compraban en asadores especializados y lo acompañaban de botellita de cava y tortell de nata para rematar. Por allí dicen que bailaba La Chunga a cambio de un trozo de pollo, o el propio Rubianes, que vivía cerca de allí, mojaba pan en el aceitillo que soltaban los pollos cuando el vigilante se daba la vuelta. Todo lo demás dependió del buen hacer de los hermanos Antonio y Feliciano, anfitriones perfectos y enamorados de brillo del cinemascope (Antonio hizo sus pinitos como productor), relaciones públicas de su propia casa familiar que consiguió en 1948 que el fotógrafo Irving Penn inmortalizara el restaurante para Vogue. Desde entonces, lo más granado y bello de los años dorados de Hollywood —Ava Gardner, Charlton Heston, John Wayne, entre otros—, se sentó a comer en casa de los Bofarull que vieron cómo la fama de aquella antigua taberna crecía como la espuma. El reguero de caras famosas siguió aumentando hasta que Los Caracoles se convirtió en referente de una cocina tradicional catalana que en la Barcelona preolímpica ya empezaba lentamente a hacer mutis por el foro. De aquellos tiempos de gloria guardan la medalla al Mérito Turístico.
La carta del restaurante tiene a día de hoy el mismo producto icónico que en 1835: los caracoles especiales (15,90 euros), cuya receta ideó el bisabuelo y se mantiene intacta. Cocinados con un sofrito de tomate y cebolla, carne de cerdo y especias, se suelen servir en cazuelita de barro para que no pierda el calor y es conveniente acompañarlos de pan, bebida y servilleta al cuello para trampear lamparones inesperados. Pero, además de este símbolo de la casa, en la cocina —que está a la vista, en medio del recorrido del visitante— hay algunas joyas comestibles de otros tiempos, recetas indestructibles e identitarias. La quinta generación de los Bofarull mantienen la bullabesa de la casa desde 1925 (26 euros); los clásicos macarrones del cardenal (13,90 euros), rematados con bechamel y gratinados al horno; los canelones de bechamel trufada; la zarzuela, una enorme cazuela de pescados y mariscos hoy muy denostada por ser estandarte de la cocina burguesa de la década de los setenta y ochenta (a Manuel Vázquez Montalbán le encantaba zampársela en Casa Leopoldo, el Ave Fénix de la restauración barcelonesa), el rabo de toro; el cochinillo de Segovia; las opíparas mariscadas, otra de las muestras de grandilocuencia culinarias de la época; y, como no podía ser de otra manera, la paella. Cuando lleva conejo y caracoles se denomina simplemente “arroz de”, cuando añaden bogavante (36 euros), aparece como paella, que viste más y es lenguaje casi universal. En los postres hay ¡pijama! —los viejos postres nunca mueren—, un flan con fruta y nada montada (7,90 euros); la crema catalana y, el preferido por muchos: los profiteroles con chocolate caliente (7 euros). Un petit choux relleno de nata montada que se funde bajo un magma negro. El colofón perfecto para este recorrido histórico y gastronómico por la Barcelona moderna.