Berlín conmemora la caída de la RDA en plena crisis política y económica, y amenazas sobre la democracia liberal triunfante en 1989
Marc Bassets / Berlín / El País
La caída del muro de Berlín, de la que este sábado se cumplen 35 años, posiblemente sea uno de los últimos momentos gloriosos para la historia de Europa y el mundo. Pero la fecha se conmemora en un ambiente enrarecido. Por la victoria de Donald Trump en Estados Unidos y la ruptura de la coalición gubernamental en Alemania. También por la sensación de que, para muchos, persiste un muro mental entre el Este y el Oeste. Este muro, nadie ha logrado derribarlo.
“El fin de la Historia”, sentenció el politólogo Francis Fukuyama en aquel año de todos los milagros. En la tarde del 9 de noviembre de 1989, durante una conferencia de prensa de Günther Schabowski, portavoz del politburó del Partido Socialista Unificado de la Alemania Oriental, anunció las nuevas medidas que debían permitir a los alemanes del Este viajar al Oeste. El corresponsal italiano Riccardo Ehrman le preguntó cuándo entraría en vigor, a lo que Schabowski respondió: “Que yo sepa, desde ya mismo”.
El Muro, construido por el régimen comunista en 1961 y símbolo de la Guerra Fría, se abrió así, con la pregunta de un periodista y la respuesta de un aparatchik. La libertad y la democracia avanzaban imparables, una revolución pacífica sepultaba 40 años de dictadura comunista y los berlineses, los alemanes, los europeos podían volver a vivir unidos. Un cuento de hadas, casi.
Hoy se celebra aquella gesta en Berlín, y es una celebración en tono menor, sin apetito para los fuegos artificiales y el confeti. Hay sin duda una fatiga de las efemérides, lo que el filósofo protestante francés Paul Ricoeur llamaba “el exceso de memoria aquí, el exceso de olvido allá, por no hablar de la influencia de las conmemoraciones y de los abusos de la memoria”. Y hay algo más.
“El siglo XX fue un siglo marcado por la lucha entre la dictadura y la democracia, entre la libertad y la falta de libertad”, escribe el historiador alemán Ilko-Sascha Kowalczuk en Freiheitsschock (El choque de la libertad), su nuevo libro. “1989 fue durante unos años el emblema de una suposición que entonces parecía evidente: esta lucha se había decidido en favor de la democracia y la libertad. Cada vez más Estados se unían al lado liberal y democrático del mundo”, añade Kowalczuk, que nació y creció en la República Democrática Alemana (RDA). “Pero esta tendencia hace tiempo que se detuvo, y se ha invertido”.
En Europa —en Occidente— se consolidan las fuerzas que impugnan lo que hace 35 años triunfaba, y la democracia liberal se siente asediada. Que la victoria de Trump coincidiese el miércoles con la implosión del Gobierno tripartito alemán tras destituir el canciller socialdemócrata Olaf Scholz a sus ministros liberales, alimentó los relatos más funestos: un hombre fuerte en la Casa Blanca que quiere abandonar Europa y una Alemania a su suerte en plena guerra de Rusia a Ucrania y con un pato cojo en la Cancillería y sin fecha aún para las elecciones anticipadas tras quedarse en minoría. A la guerra y al regreso de Trump se suma una economía que, por segundo año consecutivo, está en recesión, una industria que es la columna vertebral del país y pasa por una de las peores crisis en años, y una angustia existencial al tambalearse los pilares del bienestar y el poder alemanes.
“Los pilares ya no aguantan”
“Es una crisis estructural, no coyuntural”, decía hace unos días, en su despacho en el Bundestag, el diputado democristiano Norbert Röttgen. Y citaba, entre otros factores, el declive demográfico, la burocracia, la productividad renqueante y la falta de innovación y el precio de la energía. Este es el diagnóstico económico, pero hay otro geopolítico, y ambos están ligados. Alemania “externalizó” en las últimas décadas su suministro energético a Rusia, su crecimiento económico a las exportaciones a China y su seguridad a Estados Unidos. Con la guerra en Ucrania, la rivalidad entre Pekín y Washington (y la capacidad de la potencia asiática de fabricar productos baratos y de calidad, como los automóviles que antes compraba a Alemania) y el regreso de Trump a la Casa Blanca “los pilares ya no aguantan, han sido derribados”, dice Röttgen, que acaba de publicar el ensayo Demokratie und Krieg (Democracia y guerra). De nuevo los fantasmas del declive; de nuevo toca repensarlo todo.
Los alemanes recuerdan la caída del Muro y ven un país “desigualmente unido”, como dice el último libro del sociólogo Steffen Mau, Ungleich vereint, otro título, como Freiheitsschock, del género en boga de ensayos y novelas escritos por alemanes del Este sobre las esperanzas frustradas de la reunificación. La tesis de Mau es que, pese a los avances, “hoy se ve de manera más clara que antes lo distintos que son el Este y el Oeste y que en un futuro próximo seguirá siendo así”.
El éxito, en las recientes elecciones regionales en el Este, de la extrema derecha y la izquierda populista —juntos suman el 40% de votos— alimenta los debates. ¿Hasta qué punto los alemanes del Este, que vivieron más de medio siglo bajo las sucesivas dictaduras nazi y comunista, son más receptivos a discursos autoritarios? ¿O no son, en realidad, iguales que el resto de los europeos, pues el auge de los extremos es un fenómeno general, y verlo como solo germanooriental es otro ejemplo de esa arraigada tendencia a mirarlos por encima del hombro?
Desigualdades
Los salarios germanoorientales se sitúan todavía un 30% por debajo de los salarios germanooccidentales y el patrimonio medio de un germanooriental no llega al 50% del de un germanooccidental, según el último informe anual que publica el Gobierno sobre el acercamiento entre Este y Oste. Los alemanes del Este representan cerca del 20% de la población total de Alemania, pero solo un 8% de los dirigentes de medios de comunicación y un 4% de los dirigentes empresariales.
Al mismo tiempo, “desde hace una década la economía crece en el Este más rápido que en el Oeste y en los últimos años se han instalado grandes empresas internacionales que invierten en tecnologías de futuro y crean empleo”, se lee en el informe gubernamental. Problemas que se piensa que son autóctonos son comunes en las sociedades occidentales, como la división entre ciudades y zonas rurales o el sentimiento de abandono por partes de las élites.
“La unidad alemana es una gran historia de éxito, no hay motivo para lamentarse, y los Estados federados de la Alemania del Este se cuentan entre las regiones con mayor bienestar de Europa”, subrayaba recientemente, en una conversación con corresponsales, el historiador Kowalczuk. El problema es querer compararse con Múnich o Hamburgo —ciudades ricas en un país rico—, “pero quien se mida con Múnich y Hamburgo en cualquier lugar de Europa pierde automáticamente en la comparación”.
Según el autor de Freiheitsschok, la antigua RDA mantiene algo de laboratorio europeo, y lo muestra el ascenso por doquier de populistas y radicales, la sensación de desarraigo, el declive demográfico: fenómenos que no son exclusivos de estas regiones. “Lo que sucede aquí”, afirma, “llega siempre antes, es particularmente radical y va más rápido”. Lo que sucedió en 1989 en las ciudades y regiones del este del Elba envió un mensaje de democracia y libertad a Europa, al mundo; quizá ahora, 35 años después, estén diciendo algo bien distinto.