Los políticos toman decisiones en tiempo real según el feedback que reciben de las redes sociales y no toman decisiones a largo plazo
Por Israel Merino / El Confidencial
Me imagino de vez en cuando a alguno de esos novelistas locos rusos, como Tolstoi o Gógol, escribiendo uno de sus textos de ochocientas o novecientas páginas, asuntitos breves, concentrados con el ojo izquierdo en la máquina de escribir o el ordenador mientras con el otro, en plan estrábicos, van vigilando la aplicación de Twitter en sus iPads para ir corrigiendo la trama según la opinión que sus lectores les dan en tiempo real.
Desconozco si hay algún episodio en Black Mirror que plantee esta trama –me he visto muchos capítulos sueltos, pero no todas las temporadas –, sin embargo, sería muy propio de la serie, un mundo distópico donde los creadores fueran recibiendo feedback en directo, lo que les condicionaría la obra.
Con esto, como explico en el ejemplo de los escritores locos rusos, no me refiero a que el artista fuera recibiendo opiniones según se publica el trabajo para luego implementar cambios en posteriores entregas, pues más o menos así es como ha funcionado toda la vida la televisión, sino que por algún sistema complejo, que algún inventor distópico en la sala se monte un prototipo, el fan medio pudiera ver en tiempo real al creador haciendo su curro y pudiera condicionarlo para cambiar aquello que no le gustara, ya fuera de forma individual o por una acción de presión colectiva: quita esa frase, que no me gusta; cambia ese anglicismo por una palabra en castellano, que estamos en España; no le des tanto protagonismo a ese personaje gay o nos chivamos a Abogados Cristianos, woke de mierda.
El caso es que esta suerte de presión en tiempo real, que te impide realizar una obra con cariño, detenimiento y cierta estrategia edificada a largo plazo, llegó hace unos cuantos añitos al mundo de la política: hablo de Twitter, claro (en verdad hablo de todas las redes sociales, aunque el estercolero de odio adquirido por Elon Musk sea el foro de discusión política por excelencia).
Esta suerte de presión en tiempo real te impide realizar una obra con cariño, detenimiento y cierta estrategia
Desde sus inicios como red, Twitter se erigió en una especie de contrapoder a la hegemonía comunicativa de los medios tradicionales; la idea era que un pibito cualquiera, sin una redacción en las plantas superiores de su casa y una rotativa en los sótanos, pudiera lanzar en un ecosistema de microblogging un mensaje que tuviera un alcance teóricamente ilimitado, como el de los medios tradicionales, y pudiera ser respondido por otros pibitos que, sin ser tampoco magnates mediáticos, lograran un alcance similar o superior. Una idea brutal y buenísima para democratizar la comunicación, pero que no salió como se esperaba.
La propuesta no funcionó para nada y ese teórico modelo de comunicación horizontal se redujo a papel mojado. Al igual que en el mundo de la empresa, donde los contactitos y la herencia de papi pesan mucho más que una buena idea, muchos de los que fueron ganando capacidad de intromisión en la agenda pública desde Twitter fueron personajes con influencia mediática previa – es decir: famosos –y agitadores con unos intereses muy determinados que comenzaron a meter cantidades ingentes de dinero en granjas de bots o campañas sofisticadísimas. El sueño de la comunicación horizontal se convirtió en una pesadilla: Twitter, que venía a cambiarlo todo para bien, adoptó los vicios del viejo poder mediático y fusiló sus pocas virtudes.
Ahora y desde hace algunos años, los políticos se han sometido a este poder digital hasta unos niveles alarmantes: casi en tiempo real, los asesores y responsables digitales de muchos dirigentes vigilan aterrorizados los temas sobre los que se conversa en esta red, la cual, y ahí está lo preocupante, no deja de ser una burbuja que apenas acoge al 25% de la población española, para ir desarrollando y escribiendo el discurso según lo que allí se diga.
Twitter, que venía a cambiarlo todo para bien, adoptó los vicios del viejo poder mediático y fusiló sus pocas virtudes
La obsesión por recibir aplausos en riguroso directo ha convertido a muchos dirigentes en adictos a la réplica de los 280 caracteres, quienes, cuales yonkis de fentanilo, se ven incapacitados para tejer propuestas a largo plazo. Muchas veces gobernar consiste en quitar privilegios a unos para que otros ganen derechos a largo plazo, pero es muy difícil hacerlo cuando esos privilegiados te amenazan políticamente en tiempo real. Se suprime la estrategia generacional, el pasarlo regular ahora para lograr el objetivo a medio plazo o la idea de dejar un buen legado en veinte o treinta años: solo importa lo que pase en los próximos seis meses.
Esta situación, que ha reventado la agenda política, se retroalimenta también desde las posiciones de los primeros damnificados —sí, voy a hablar de los políticos como si fueran damnificados de esta movida— quienes, además de sus medidas, han adaptado toda su comunicación política a las nuevas redes. Por ejemplo, Gabriel Rufián es tremendamente bueno colocando mensajes manidísimos y llenos de lugares comunes que cosechen el aplauso de la gente. Estos mensajes no es que no digan nada, sino que en muchos casos se contradicen con las posiciones que luego toman esos partidos en la rutina parlamentaria —algún día se le debería preguntar a ERC por qué tumbó la reforma de la Ley Mordaza y votó junto a PP y Vox—, pero da igual: cosechan aplausos y pican al rival, y eso es lo que se busca.
Rufián es tremendamente bueno colocando mensajes manidísimos y llenos de lugares comunes que cosechen el aplauso de la gente
La comunicación a base de vídeos breves, constantes «zascas» y tuits simplones que activen la respuesta emocional —Donald Trump es el gran maestro de esta estrategia— ha convertido la comunicación política en un erial incomprensible que cansa a mucha gente. Cuando se hable de desapego político, también se debe tener en cuenta lo cansada que está la gente de todo esto. La gente se cansa, por ejemplo, de que cuando salta un escándalo por abuso sexual, se calcule la respuesta del partido en base a lo que en redes cuentan los popes con capacidad de influencia en la organización; la gente se cansa también de que tras una tragedia con cientos de fallecidos —al menos, a la hora de escribir estos párrafos—, se baraje si desplegar según qué recursos y estrategias con un ojo puesto en el relato de culpa articulado en las redes por los agitadores profesionales.
Y la gente, que no es nada tonta, cuando ve que toda la clase política baja a pelearse en ese barro digital de mensajes breves y cambios circunstanciales basados en lo que allí se opine, acaba apoyando a los que mejor saben moverse en ese terreno y menos escrúpulos tienen. Hablo de Alvise, por ejemplo.