La reconocida abogada Gisèle Halimi abrió el camino a un cambio en la ley para las agresiones e hizo que cambiara la percepción social y política de la violencia sexual al negarse a un juicio a puerta cerrada
ISABEL VALDÉS / EL PAÍS
—Cuando se trata de violación, nosotros, en nuestro movimiento, insistimos en la publicidad de los debates porque creemos que la mujer que ha sido víctima no debe sentirse culpable y que no tiene nada que ocultar. Lo escandaloso no es denunciar la violación, lo escandaloso es la violación en sí misma.
Era 1976 y quien dijo eso en Le Journal, en los informativos de las 20.00 de la televisión pública francesa, era la abogada Gisèle Halimi. Ese “nosotros, en nuestro movimiento”, hacía referencia a Choisir la cause des femmes [Elegir la causa de las mujeres], la asociación que cinco años antes había creado junto a Simone de Beauvoir, y que tenía en aquel momento (porque tenía muchos otros) un objetivo principal: que los juicios por violencia sexual dejaran de ser a puerta cerrada, que es a lo que aludía con “la publicidad de los debates”. Y Halimi apareció en aquel telediario porque en aquel momento era la letrada que representaba a Anne Tonglet y Araceli Castellano, una pareja de belgas que habían sido violadas por tres hombres la noche del 21 de agosto de 1974 en una cala cerca de Marsella.
Ese juicio, conocido como el caso Tonglet-Castellano o el proceso d’Aix-en-Provence —ciudad donde se produjo el 2 y 3 de mayo de 1978—, fue una ruptura social, política y legislativa en torno a la violación. Halimi consiguió lo que tenía en mente cuando se hizo cargo de la acusación.
Quería y hubo un cambio en la concepción de la violencia sexual para la sociedad francesa alrededor de la que Halimi dio forma a la frase “la vergüenza tiene que cambiar de bando”.
Quería y hubo un aprendizaje de lo que entonces no tenía nombre pero hoy se conoce como cultura de la violación: habló de las agresiones como dominación y no como sexo, de que las mujeres no pueden tener que elegir entre ser violadas o defenderse hasta la muerte, de la libertad de hacer lo que cada una quiera, donde una quiera y a la hora que quiera, sin miedo.
Quería y hubo un cambio legislativo para redefinir el delito de violación que en Francia, hasta entonces, era eso, un delito. En el ordenamiento jurídico francés hay contravenciones (una infracción leve, con una pena no superior a dos meses de cárcel), delitos (de dos meses a cinco años) y crímenes (de cinco años en adelante dependiendo del crimen y de los agravantes). Poco después del juicio, la senadora Brigitte Gros hizo una proposición de ley sobre violencia sexual a la que la Asamblea Nacional francesa dio luz verde el 19 de noviembre de 1980: se amplió el concepto y los supuestos, subió la pena y dejó de considerarse, además, que en una relación no puede producirse una agresión.
Y también quería y también hubo una modificación en el procedimiento por el que los juicios por violación, tradicionalmente a puerta cerrada, ya no tuvieran que serlo más a no ser que la mujer que había sufrido la agresión lo pidiese. Dejaron también de juzgarse ante lo que se llama Tribunal Correccional, que se ocupa de los delitos, y pasó a hacerse ante la Corte Penal, que es competente para los crímenes.
Ese juicio de hace 46 años, la cascada de consecuencias que tuvo, fue el origen de que hoy, en Aviñón, Gisèle Pelicot se coloque donde lo hace —de frente a sus 52 violadores, entre ellos su marido, y delante de un micrófono— y como lo hace —cabeza alta, cara descubierta—. Antes de una lucha siempre ha habido otra. Y la de hoy de Gisèle Pelicot la dio antes Gisèle Halimi. “En esta lucha contra la violación hay una lucha de mujeres que, por supuesto, siempre he liderado, pero que no he liderado independientemente de las demás. Es con las mujeres y los hombres de este país, con ellos es la lucha por un cambio en la sociedad”, dijo ante el tribunal durante el proceso.
Esas mujeres y hombres fueron quienes salieron a la calle durante los cuatro años que tardó en comenzar el juicio; con su asistente, Agnès Fichot; y con Tonglet y Castellano, que aceptaron que no se diera a puerta cerrada, que aceptaron las cámaras y los periodistas, que no se escondieron porque no tenían por qué.
“Al principio, para ellas y para las demás mujeres, había vergüenza, clandestinidad, culpa; finalmente, comenzaron a hablar”, recordó la abogada al tribunal. Pocos días después, el 12 de mayo, Tonglet y Castellano escribieron un artículo que apareció en el periódico Libération: “Fuimos violadas, vandalizadas y venimos a decirlo públicamente y sin vergüenza. Y sabemos que también hemos hablado en este juicio para que las mujeres no sientan más esa soledad que mata”. Ese “no estáis solas” que Pelicot lanzó a otras víctimas hace unos días.
La noche del 21 de agosto de 1974
“Nos amenazaron de muerte, nos golpearon, nos secuestraron y nos violaron. Gritamos pidiendo ayuda, pero nadie vino”, recordó Anne Tonglet muchos años después de la violación, en 2017, en una entrevista en L’Express.
Fue la noche después de que llegaran a la cala Morgiou, a unos 15 kilómetros de Marsella. Lo hicieron el 20 de agosto de 1974. Anne Tonglet y Araceli Castellano, profesora de biología de 24 años y enfermera pediátrica de 19, venían de la parte de vacaciones que habían pasado en España —de donde era originaria la familia de Castellano— e iban camino del campamento nudista que había en otra cala cercana, Sugiton, apenas a un kilómetro mar a través. Pero el viento y la marejada las obligaron a quedarse en esa cala, no se atrevieron a seguir con la canoa inflable que habían alquilado.
Es entonces cuando aparece Serge Petrilli, un pescador de la zona que se acerca para intentar ligar con ellas. La pareja no entra al juego. Lo vuelve a intentar al día siguiente y vuelve a suceder lo mismo. ¿Y qué piensa? Que cómo va una mujer a resistir sus encantos. “Estaba ahí intentando impresionarlas y no podía soportar que una salchicha como esa me rechazara”, dijo durante el juicio para explicar por qué, la noche del 21, convenció a dos amigos para ir a hacer lo que Halimi llamó “una excursión punitiva”. Ya de madrugada y mientras ambas dormían, las asaltaron en la tienda de campaña.
Durante el juicio, el presidente del tribunal le recuerda a Petrilli algo que acaba de decir: “Usted mismo lo ha confirmado, usted ha declarado ‘Había prometido vengarme”.La violación, según la policía que investigó el caso, duró desde la una de la madrugada hasta, al menos, las cuatro. Sobre esa hora, en cuanto vieron desaparecer a Petrilli, que iba el último, se vistieron rápidamente y se subieron al escarabajo en el que habían llegado. Condujeron hasta la comisaría y denunciaron. Ellos fueron arrestados a las pocas horas; en sus declaraciones dijeron que todo había sido consentido.
Ni Tonglet ni Castellano pretendían que aquello quedase en nada y decidieron contactar con Halimi, a la que ambas habían escuchado hablar sobre el proceso de Bobigny, el juicio de 1972 en el que la abogada defendió a una menor que había abortado, y a su madre y a dos mujeres más acusadas de ayudar, y que acabó con la absolución de la menor, la suspensión de la condena para el resto y siendo la rampa para la despenalización del aborto, que llegó en 1975 con la llamada Ley Veil.
A Halimi le gustaba citar de vez en cuando al poeta francés René Char: “Lo que viene al mundo para no perturbar nada no merece ni consideración ni paciencia”. Y con esa idea se hizo cargo del caso junto a Agnès Fichot. Tenía la intención de convertir ese proceso en algo más que un juicio a tres violadores: en uno a la propia legislación vigente, a la percepción de la sociedad sobre la violencia sexual y a los políticos y sus políticas. ¿Cómo? Mediatizando el proceso y rechazando que se diese a puerta cerrada. Quería, como ahora quiere Gisèle Pelicot, que todo el mundo supiera lo que había pasado y lo que significaba lo que había pasado.
En Viol. Le procès d’Aix-en-Provence, editado por L’Harmattan en 2012 —un libro que aglutina el proceso—, Halimi escribe que “el juicio es solo una fase en la lucha de las mujeres, que se alimenta de sus otras luchas y, a cambio, las nutre dialécticamente” y que no debe aislarse “de lo que, en el país, hace el derecho, la cultura y la política”. También escribe sobre uno de los fines de Choisir la cause des femmes, la asociación: “Hacer los procesos lo más públicos posible, involucrando a todos los movimientos, grupos o a quienes, a su manera, y a su propio ritmo, luchan por un cambio en nuestras relaciones y mentalidades”.
Su idea era que la ciudadanía formara parte del debate, que tuviese toda la información para, “por lo tanto, comprender”. Los “juicios-espectáculo”, decía a quienes la acusaban de querer que se convirtieran en eso, son “un intento loable de provocar un cambio de moral, de romper el monopolio de quienes solo defienden un derecho conservador”, y generan “sensibilización, protestas, libros y películas”.
Eso fue exactamente lo que sucedió con el caso Tonglet-Castellano. El juicio, la movilización social, los cambios legislativos y políticos han sido llevados a lo largo de los años a libros, podcast, reportajes, series de televisión y películas. Una de las últimas, Le Viol, en 2017. Su director, Alain Tasma, recordaba ante la prensa aquel año que había hecho la película para lo mismo que “decía la abogada Gisèle Halimi en los años 70, porque hace falta que la vergüenza cambie de bando”.
Todavía no lo ha hecho. No del todo. No es fácil. A ninguna mujer que ha sufrido una agresión puede pedirse o exigirse que hable, que muestre quién es, que se exponga, porque todavía romper el silencio supone una exposición: a la duda, al dedo que señala, al ojo que escruta. Aún con una sociedad distinta a la de 1978, uno de los principales motivos por los que las víctimas de violencia sexual no denuncian es la vergüenza. En España, es el principal motivo que dan, el 40,3%, según la Macroencuesta de la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género de 2019.
En el texto que Halimi hizo para el libro Viol. Le procès d’Aix-en-Provence, escribió: “En el proceso, Anne y Araceli recuperaron la dignidad a través de la palabra. Y su lucha fue una manera de resucitar. Con su valentía y su negativa a aceptar lo inaceptable, nos conducen al único cambio que eliminará el crimen: el de las mentalidades. Es el momento, es justo, es urgente anticiparse. Que nuestra cultura, nuestro mundo integre finalmente nuestra palabra hablada, nuestra dimensión vivida, nuestro feminismo lúcido. Un feminismo que parece ser el (único) medio para cambiar la sociedad”.