En la era del veganismo y el cuidado del medio ambiente, una exposición aborda la relación del hombre con vegetales, una historia de destrucción y de salvación, de espiritualidad y conocimiento, de medicamento y veneno
ULISES FUENTE / LA RAZÓN
Están aquí mucho antes que nosotros. Hace 700 millones de años aparecen las primeras plantas en el planeta Tierra, las algas y otros organismos marinos que 250 millones de años después, dan el salto a la tierra firme. Pasaron otros 200 millones de años sin tener noticias de nosotros cuando aparecen las plantas de semillas y posteriormente los ecosistemas más complejos, las coníferas y las plantas de flores. Los primeros humanos hacen su aparición hace 300.000 años. Todo iba más o menos bien hasta el siglo XIX, cuando el hombre rompió el equilibrio y quiso apoderarse y dominar al resto de seres vivos en lugar de coexistir con ellos. Aunque las plantas callen, casi todas pueden contar historias de su relación con el hombre, no siempre tóxica, sino a veces sanadora, pero casi siempre disfuncional. Ahora que la sensibilidad de la humanidad con el planeta y el veganismo están en auge, La Casa Encendida aborda en una exposición «Un encuentro vegetal», la vida secreta de las plantas.
A partir de los fondos de la Welcome Collection y comisariada por Bárbara Rodríguez, la exposición arranca con cuatro vegetales con una especial relación con el hombre. Una relación mágica, curativa, demoníaca y política en la que la deuda cae de nuestro lado. Así, estas cuatro especies de plantas se erigen en tótems que les devuelven el poder y el respeto que en ocasiones ha sido transgredido por el hombre, por cierto, siempre occidental.
Cuatro plantas
Ese es el caso de la Cinchona, la planta de la que se extrae la quinina, un extracto que resultó determinante para la expansión de los imperios porque era el tratamiento más eficaz contra la malaria. En 1860, los holandeses fueron los más rápidos en tomar el control de este árbol, que arrancaron de allí y plantaron en sus colonias en Asia, tanto en India como en la isla de Java. Protegidos contra la malaria, dominaron el extremo oriente mientras deforestaban enormes campos donde plantar quinina. «Y la historia continúa –dice Bárbara Rodríguez–. Recordemos que Trump dijo que tomásemos quinina contra el Coronavirus. Pero el objetivo de la exposición era hablar de las grandes expediciones científicas que se hicieron aprovechando el conocimiento local para traerlo a Europa divorciado de los ecosistemas de origen, para su comercio a gran escala y separándonos a nosotros cada vez más de la naturaleza». Un divorcio en el que había víctimas: los monocultivos de esas plantas destruyeron los ecosistemas para la producción de medicamentos. Los indígenas que se opusieran, encontraban el plomo, los que no, trabajaban la tierra en esclavitud.
El caso de la Datura tiene otros componentes: a pesar de su gran belleza, es el arma más mortífera de la naturaleza. En manos de los chamanes adecuados, es uno de los alucinógenos más poderosos de la tierra y tiene propiedades psicoactivas. Sin embargo, esta especie, rica en escopolamina, es potencialmente tóxica. La también conocida como «burundanga» puede anular la voluntad (se ha utilizado en robos, secuestros y violaciones) y provocar incluso la muerte. Centenares de medicamentos incorporan una pequeña cantidad de este fármaco y como consecuencia de su sobreexplotación, muchas de sus especies silvestres se han extinguido. Por eso, en la exposición, un holograma va cambiando: pasa de la imagen de la planta, al tótem chamánico, a la caja de pastillas que se compra en farmacias. De esta manera, estamos ante un vegetal que es, en sí mismo, veneno, remedio y puerta sensorial hacia el interior de la mente. Algo similar le sucede a la Ayahuasca, aunque sin el componente criminal. Sin embargo, de igual forma, sus efectos sanadores o medicinales, arrancados de su entorno cultural, han generado un doble perjuicio. De un lado, los «turistas espirituales» cruzan medio planeta para participar en rituales de conocimiento ante chamanes locales convertidos en atracción turística. En segundo lugar, se ha producido la exportación masiva y el tráfico de la raíz sagrada de estos pueblos para satisfacer la demanda de occidentales con angustia existencial ávidos del DMT y alguna respuesta para su crisis particular. El resultado es que esta moda ha llevado a las poblaciones de la ayahuasca un aumento del precio de su planta ancestral del 300 por ciento. Ese componente, llamado la «molécula de Dios», permite a quienes la ingieren intensas alucinaciones y la sensación de incorporeidad, la «muerte del ego».
La visión y el interior
La visión como ritual merece un apartado en sí mismo en la exposición, como una forma de transferencia de información de la planta al ser humano: «La humanidad ha morado durante los siglos en la matriz vegetal que contiene información para expandir nuestra conciencia y volver a conectar con la memoria planetaria», escribe Patricia Domínguez, autora de las esculturas que narran la historia de las plantas, a las que describe como «tecnologías orgánicas».
«Y no nos olvidemos de que también había indígenas en Europa, aunque la palabra suene extraña. Sus propios habitantes, claro», señala la comisaria. «Era importante hablar de ese conocimiento ancestral que por diversos motivos ha desaparecido y que además estaba en manos de las mujeres. Las llamaban brujas, aunque a lo mejor no lo eran», dice para presentar la planta de la Mandrágora, de resonancias culturales y literarias. «Está rodeada de mitología que alcanza hasta ’’Harry Potter’’, y era un sedante tan potente que la extraían de la tierra con cuerdas o con perros porque pensaban que se podían morir».
Finalmente, la exposición da un salto a otra fase más reflexiva, en la que brilla la escultura «A Great Seeweed Day», de Ingela Ihrman, que presenta algas de dimensión humana y que está inspirada en una de las primeras botánicas marinas, Margaret Gatty, que se dedicó a observar las plantas que estaban bajo la superficie, las que no interesaban a los científicos masculinos. «Y llegó a la conclusión de que la piel o el agua no es una barrera. Que hay una relación entre nuestra flora intestinal y la tierra que pisamos o el fondo del mar», explica Rodríguez, que confía en que los espectadores recobren la conciencia del hummus, de la tierra. «Al fin y al cabo, de ahí viene la palabra humano».
Las plantas del interior
En tiempos de coronavirus y obsesión con los microbios, quizá convenga recordar que dentro y fuera de cada ser humano viven «unos cien trillones de microbios, entre bacterias, hongos y virus, alrededor del 80 por ciento en el intestino», como recuerda Ingela Ihrman, la artista que plantea con sus obras de algas marinas a enorme escala que los humanos apenas representamos el 0,01 por ciento de la biomasa de la Tierra y por tanto somos huéspedes en un país de vegetales, pero es que, además, la microvida intestinal que albergamos tiene una importancia clave en nuestro bienestar y en supervivencia. «Utilizo el alga marina verde como eslabón entre la flora intestinal y la flora del mar; una vía resbaladiza de retorno al agua, de aproximación hacia aquellas formas de vida que, mediante cambios en pigmentos y colores, tienen el don de fijar la energía del sol a través de la fotosíntesis», explica la artista como introducción a sus obras. «Tu piel es más que piel. Es al mismo tiempo una enorme hoja que envuelve todo tu cuerpo, un sistema respiratorio y una sucesión de órganos sensoriales, fotosensibles y acústicamente acoplados», dice Michael Marder, profesor de investigación de la Fundación Vasca para la Ciencia.
Fuente: https://www.larazon.es/cultura/20210531/acsdo6lkmnbqfg2oqwe6oe35pe.html