Los Periodistas

La filósofa política Erica Benner analiza en su ensayo ‘Aventuras en democracia’ los peligros que amenazan a este sistema político. Y no, la solución para ella no es tener ciudadanos más educados

La filósofa Erica Benner. (Cedida)

Irene Hdez. Velasco / El Confidencial

La democracia es algo vivo, que respira. Y la filósofa política Erica Benner lleva toda su vida tomándole el pulso, reflexionando sobre ella, pensando en el papel que juegan los ciudadanos comunes a la hora de mantenerla viva y con buena salud.

Benner, que ha ocupado cargos académicos en el St Antony’s college de Oxford, en la London School of Economics y en la Universidad de Yale, es autora de varios libros. El último es un ensayo formidable titulado Aventuras en democracia. El turbulento mundo del poder popular (Editorial Crítica) en el que esta doctora en Filosofía por la Universidad de Oxford ha volcado toda su sabiduría sobre el sistema político basado en la soberanía popular, recurriendo en muchas ocasiones a anécdotas personales. Desde su infancia en el Japón posterior a la II Guerra Mundial, donde la democracia fue impuesta por los vencedores y donde Benner se enfrentaba a burlas diarias por ser hija de un extranjero, hasta su educación posterior en el Reino Unido, donde uno de sus profesores le llegó a decir que no debía estudiar Historia porque solo los hombes eran capaces de entenderla en toda su profundidad.

Erica Benner estará el sábado 14 de septiembre en el Hay Festival de Segovia, el más importante certamen de ideas y de debate de España, dirigido por Sheila Cremaschi, galardonado con el premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2020 y con el que El Confidencial colabora. Benner debatirá en Segovia sobre la democracia y su futuro junto a Frederick Studemann, editor literario del Financial Times, e Ilke Toygür, directora del Centro de Política Global y profesora de Geopolítica de Europa en la IE School of Politics, Economics y Asuntos Globales.

PREGUNTA. Tendemos a pensar que democracia es sinónimo de progreso. ¿Es así?

RESPUESTA. Es verdad que las primeras democracias modernas, las fundadas por las revoluciones estadounidense y francesa, fueron aplaudidas como motores de progreso, con objetivos ambiciosos no solo para sus propios ciudadanos sino para toda la humanidad. Se suponía que la democracia liberaría a los individuos y a las sociedades de la sumisión y el atraso, aumentaría la riqueza y, en última instancia, traería la paz mundial y la hermandad de todos los hombres (hombres: sic). Unas promesas enormes, nacidas de una época en la que los demócratas tenían que ser idealistas para luchar contra el absolutismo, las aristocracias corruptas, la teocracia y las desigualdades masivas.

Pero ese tipo de idealismo progresista no siempre ha sido bueno para las democracias. Cuando la gente piensa que el objetivo principal de la democracia es ofrecer estos beneficios, puede olvidar su propósito más básico y modesto: lograr que personas con diferentes objetivos y antecedentes compartan el espacio sin dominarse entre sí. Las antiguas ideas sobre el gobierno popular no dependían de esas ideas cuasi religiosas de progreso. La democracia no era más que un esquema imperfecto en el que los ricos, los pobres y los de clase media acordaban compartir el poder en términos más o menos iguales. Esto puede sonar menos inspirador que el idealismo elevado, hasta que las divisiones internas empiezan a rayar en la guerra civil o las desigualdades se hacen tan grandes que un puñado de personas consigue una influencia desproporcionada en la formulación de políticas. Entonces, la idea de que la primera tarea de la democracia es conseguir que la gente comparta el poder sobre una base de igualdad aproximada (los antiguos insistían en límites a la riqueza privada, así como a la igualdad política y jurídica) empieza a parecer bastante esencial.

Pero en lugar de volver a estos fundamentos sólidos, en las últimas décadas hemos visto cómo la democracia se vinculaba a visiones hiperambiciosas en las que se suponía que la democracia liberal triunfaría sobre todos sus antiguos rivales ideológicos. Mi libro intenta volver a lo básico. Quería entender por qué la democracia es valiosa y qué deberíamos hacer para salvarla en el aquí y ahora, poniendo los intereses comunes en la coordinación social por delante de cualquier visión controvertida de progreso.

“Se nos olvida el propósito más básico de la democracia: lograr que personas con diferentes objetivos compartan el espacio sin dominarse”

P. ¿Qué es hibris y qué tiene que ver con la democracia?

R. Hibris es una palabra del griego antiguo que significa arrogante o con excesivo sentido del propio poder. Hoy en día utilizamos el sustantivo hibris para todo tipo de comportamientos que entrarían en la categoría de “orgullo antes de la caída”, pero los griegos usaban con más frecuencia el verbo hubrizein, “cometer hibris”, que significa literalmente “traspasar un límite” que no se tiene derecho moral de cruzar. En la literatura griega y en las maravillosas historias de Heródoto y Tucídides, ambas escritas cuando la democracia ateniense estaba en su apogeo, los individuos y los estados cometen hibris cuando sobrepasan los límites razonables e invitan a recibir su merecido -ya fuera mediante el castigo divino o simplemente mediante la resistencia furiosa de las personas a las que intentaban dominar-.

P. ¿La democracia puede desencadenar excesos en los que se traspasen los límites?

R. La democracia fue diseñada para proteger la justa igualdad de derechos de los ciudadanos a compartir el poder y para evitar el comportamiento ilegal y devorador asociado con los tiranos y la tiranía. Pero si idealizamos demasiado las democracias, podríamos olvidar que también pueden generar hibris. Desde Atenas y Roma hasta Gran Bretaña y Estados Unidos, la peor hibris democrática ha estado relacionada con el imperialismo: a partir de la Atenas de Pericles, las democracias han tenido éxito en motivar a la gente para emprender empresas comunes en la batalla y la expansión territorial. Así, partiendo de modestos comienzos, algunas terminaron en vastos imperios. La expansión fue de la mano de nociones como poder internacional excepcionalmente virtuoso, predicado en campañas militares y discursos públicos para que la gente de orígenes humildes se identificara con la “grandeza” ateniense o romana. Pero como señalaron muchos escritores en su momento, la grandeza imperial chocaba con la idea básica fundacional de la democracia (asociada al legislador Solón) de modestia e igualdad a la hora de compartir el poder a nivel doméstico. Pero en lugar de poner freno al imperialismo, oradores deslumbrantes como Pericles crearon la ilusión de que el acoso y la agresión de las democracias en el extranjero no eran realmente ni acoso ni agresión.

P. ¿Y esa soberbia persiste ahora que ya no existen imperios?

R. Ese tipo de arrogancia democrática está hoy viva y coleando. Incluso después de que el imperio de una democracia se desintegre, la nostalgia por el poder exagerado persiste y se convierte en un grito de guerra, especialmente para los nacionalistas de derechas. La hibris imperial puede ser especialmente tóxica en las democracias, porque se extiende a todas las clases sociales y se convierte en parte de un sistema de autocreencia colectivo que tiene el poder de unir a las personas a pesar de que existan entre ellas enormes brechas económicas. Hemos visto cómo la retórica del “Make America/Britain Great Again” (Hagamos que Estados Unidos/Gran Bretaña vuelvan a ser grandes) puede sofocar los debates sobre cómo reducir la creciente brecha entre las personas que se sienten seguras en sus trabajos y viviendas y con capacidad de alimentar a sus familias y las muchas que viven en la precariedad.

P. ¿Pero democracia es lo contrario de tiranía, verdad?

R. Eso parece si nos atenemos a definiciones abstractas. La democracia es el gobierno de una multitud de personas que tienen los mismos derechos ante la ley; la tiranía es el gobierno de una sola persona o de un poder central con el poder de operar por encima de las leyes. Pero la democracia es más que un simple gobierno, lo que significa que las tendencias tiránicas pueden colarse por muchas vías no gubernamentales. Para mantenerse en buen estado, las democracias necesitan mantener un cierto equilibrio material de poder y compartir imágenes colectivas que no promuevan el hibris antidemocrático. Si pensamos en la democracia y la tiranía como opuestos, tal vez no nos demos cuenta de las pequeñas y crecientes brechas de poder económico y cultural que, tras el escenario político, debilitan la democracia. En mi libro sostengo que debemos pensar todo el tiempo en la democracia de este modo más dinámico: verla como algo vivo, que respira, con complicadas raíces humanas complicadas que necesitan un suelo equilibrado para mantenerse sanas. Estos días oímos hablar mucho de la lucha contra el autoritarismo, pero también tenemos que dar un paso atrás y preguntarnos: “¿Cómo llegamos a esta situación?”. En las últimas décadas han sucedido muchas cosas que la mayoría de la gente consideraba normales, compatibles con la democracia, hasta que la cosa empezó a explotar. El populismo de derechas y las llamadas “guerras culturales” no provocaron los deslizamientos hacia las tiranías que vemos hoy; estos surgieron de inseguridades materiales y de arraigadas desigualdades que los ciudadanos y los partidos deberían haber tomado más en serio antes.

“Los aspirantes a tiranos hacen todo lo posible por penalizar las opiniones disidentes, no solo en la sociedad sino dentro de su propio partido”

P. Entiendo entonces que en las democracias pueden producirse tendencias tiránicas. ¿Puede darnos algunos ejemplos?

R. Supongo que incluso en una sociedad de santos, si es que algo así pudiera existir, habría un puñado de personas que querrían dominar al resto. En las antiguas y aparentemente exitosas democracias, las tendencias tiránicas parecen brotar y volverse virales cuando la gente daba por sentado su poder y se dejaba llevar por la arrogancia imperial o permitía que las divisiones internas se agravasen; y en las nuevas democracias que se tambalean por el trauma de las guerras civiles o el control extranjero, los aspirantes a tiranos siempre encuentran muchos temores y sospechas comunes que explotar. En los países poscomunistas en los que he vivido a lo largo de los años, los temores de perder la recién adquirida independencia nacional ayudaron a líderes y partidos autoritarios a ganar un amplio apoyo. Aunque han sufrido recientes reveses electorales, Viktor Orbán en Hungría y el PiS en Polonia han ayudado a crear el ahora familiar manual global para el autoritarismo nacional antiglobalización.

P. ¿Hay situaciones que puedan anunciar que una democracia corre el peligro de sufrir ramalazos tiránicos?

R. Una señal de alerta de proto-tiranía es cuando la democracia empieza a parecer y sentirse como un monólogo, no como una arena turbulenta donde diferentes puntos de vista pueden enfrentarse sin violencia. Los aspirantes a tiranos hacen todo lo posible por monopolizar los canales de información y penalizar las opiniones disidentes, no solo en la sociedad sino dentro de su propio partido (recordemos cómo dos líderes del Partido Republicano de Estados Unidos fueron censurados por atreverse a criticar el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021), para tratar de subvertir el Estado de derecho llenando los tribunales de jueces cooperativos y deshaciéndose de los críticos (un proceso que llegó muy lejos en Polonia antes de las elecciones del año pasado, cuando el PiS perdió terreno). Siempre recalco que este tipo de monopolismo agresivo es tiránico, incluso cuando no tiene en el centro a un partido o un líder autoritario. Empresas excesivamente poderosas, plataformas de Internet e individuos megaricos como Elon Musk han mostrado tendencias tiránicas que deben ser controladas desde el principio con leyes mucho más estrictas que las que tienen la mayoría de democracias. Es muy importante que reconozcamos estas diferentes formas y matices de tiranía, y no que veamos amenazas sólo en las formas más atroces o en las acciones de los responsables gubernamentales.

Portada de ‘Aventuras en democracia’, el nuevo libro de la filósofa política Erica Benner.

P. Una reciente encuesta del Centro de Investigaciones Pew entre más de 30.000 personas en 30 países muestra que una de cada tres personas de entre 18 y 35 años apoya a un régimen militar o un líder autoritario. ¿Cómo hemos llegado a esta situación?

R. Las cifras de esa encuesta son alarmantes. En Japón, donde crecí, el 41% de todos los grupos de edad expresó opiniones positivas sobre un gobierno no democrático, el 32% en Estados Unidos, el 37% en el Reino Unido, un enorme 85% en la India. Y, por supuesto, la distribución por edades es preocupante. Creo que el estudio indicaba que el 38% de los menores de 30 años encuestados en Estados Unidos apoyaba un gobierno más autoritario, con cifras similares en la India y Australia; y también hemos visto un gran número de votantes de extrema derecha en Alemania, donde vivo, y en otros países de la UE en las recientes elecciones europeas. Pero, en cuanto dejamos de pensar en las democracias en términos de instituciones, líderes y ciudadanos, no sorprende que tantos jóvenes sean escépticos. Algunos de los mayores desafíos sociales recientes han afectado especialmente a las generaciones más jóvenes.

Empecemos por la brecha de riqueza y oportunidades, que crece rápidamente: a menos que tengan padres ricos que les den una ventaja, las jóvenes de entre 18 a 35 años tienen que lidiar con mercados inmobiliarios increíblemente caros, una competencia loca por plazas universitarias y empleos seguros y bien pagados, y una inflación general junto con la presión para comprar todo el tiempo productos nuevos y caros. No me sorprendió ver que, en el Reino Unido, el 47% de los escépticos de la democracia tenían ingresos inferiores a la mediana (al igual que el 27% con ingresos iguales o superiores a ella).

“Un estudio indica que el 38% de los menores de 30 años encuestados en EEUU apoyaba un gobierno más autoritario. Son cifras alarmantes”

Además de esto, las generaciones más jóvenes crecen en medio de múltiples crisis. La pandemia de covid interrumpió sus estudios y trabajos, a menudo precarios, y creó tensiones materiales y psicológicas a su alrededor. Las guerras han elevado los precios y los temores, el extremismo político intensifica los sentimientos negativos en los jóvenes que pasan mucho tiempo en las redes sociales, por no mencionar la crisis climática. Internet está inundado de misoginia y de influencers que incitan a los jóvenes a sumarse a disturbios de extrema derecha como los de supremacía blanca que se extendieron por toda Inglaterra a principios de este mes de agosto. Por último, pero no por ello menos importante, los jóvenes son muy conscientes del abismo que existe entre todas estas realidades confusas y los ideales democráticos nítidos a los que aún se aferran las generaciones anteriores. A su alrededor escuchan y ven cómo esos ideales se ven arrastrados por mentiras y desinformación desenfrenadas. No les resulta obvio que la democracia sea lo mejor. Tienen razón en desconfiar de la hipocresía del hibris democrático, en los políticos que dicen cualquier cosa para ganar las elecciones.

No deberíamos obsesionarnos demasiado con una sola encuesta de un año o dos particularmente difíciles, pero esta se suma a la sensación de que hace tiempo que se debería haber hecho una llamada de atención para un cambio real. Si la democracia ha de tener un futuro en los países ricos y de ingresos medios, sus aliados tendrán que defenderla de una manera más realista que aborde todos los problemas que he mencionado, especialmente las luchas económicas de las generaciones más jóvenes y su sensación de impotencia en un mundo casi absurdamente gerontocrático. Algunas democracias nuevas o en dificultades podrían en ese sentido mostrar el camino a las más antiguas. Este agosto hemos visto cómo manifestantes liderados por jóvenes derrocaron al gobierno autocrático de Bangladesh y pidieron a Mohammed Yunus, de 84 años, que ayudara a formar una democracia: una alianza entre jóvenes que anhelan un nuevo comienzo y un líder anciano que sabe que su trabajo es servir a las generaciones más jóvenes, no a sí mismo. En junio estuve en Georgia y conocí a jóvenes que pasaron semanas protestando para bloquear los intentos de llevar a su país aún más hacia la autocracia. Estos jóvenes no son ingenuamente optimistas sobre la democracia o el progreso. Saben que ambos son frágiles y que no pueden sostenerse sin trabajo duro constante sin prestar atención a los cambios de poder que tienen lugar por debajo del nivel de gobierno.

“Si queremos que la democracia tenga futuro, hay que defenderla de manera realista”

P. Usted sostiene que es importante cómo nacen las democracias. ¿Qué puede decirnos de la española, nacida tras una Guerra Civil y 40 años de dictadura?

R. Bueno, España está actualmente en un nivel bastante alto en el Índice de Democracia de Freedom House, con 90/100, muy por delante de Estados Unidos, con 83/100. Mi principal y pequeño contacto con la democracia española proviene de una clase anual sobre nacionalismo que doy a (excelentes) estudiantes de la UEM. Por lo general son francos y se sienten cómodos discrepando respetuosamente entre ellos. Pero basta que alguien mencione Cataluña y, de repente, la clase se pone tensa, y no estoy segura de si es congelamiento o una olla hirviendo a punto de estallar.

Como estudiosa del nacionalismo y habiendo vivido en Japón durante el primer tercio de mi vida y en Alemania durante los últimos 24 años, sé que las heridas de guerra, el separatismo y la guerra civil pueden permanecer durante generaciones. En Japón, donde nací, la democracia parece fuerte en la superficie. Pero ha tenido en el Gobierno un solo partido, conservador, durante casi todo el período de posguerra, desde que Estados Unidos impuso una constitución democrática de estilo occidental tras los bombardeos de Nagasaki e Hiroshima. Las actitudes autoritarias siguen estando muy extendidas en la política y en otros ámbitos de la vida. Alemania parece firmemente democrática hasta que se intenta que los alemanes occidentales hablen de sus persistentes diferencias con la gente del Este poscomunista. La mayoría de los Wessis (alemanes occidentales) a los que pregunto se irritan cuando los Ossis (alemanes orientales) sacan a relucir su historia e intentan corregir una imagen totalmente negativa de su pasado. Justo después de las elecciones europeas me sorprendió la cantidad de veneno entre el Este y el Oeste que había en las discusiones online: había mucho “Ustedes en Occidente quieren controlarlo todo y tratarnos con condescendencia a nosotros, los Ossis” y “¿Por qué ustedes, los Ossis, no forman su propio estado de extrema derecha y ven cómo va?”.

Nunca he vivido en España, pero en general no estoy de acuerdo con que las democracias postraumáticas necesiten que la gente olvide el pasado para unirse de cara al futuro. Los recuerdos de las heridas pueden ser muy largos, de hecho, y estallan cuando surgen nuevos desafíos, creando bases de apoyo ya listas para los autoritarios. Las democracias deben encontrar formas de permitir que la gente hable libremente sobre el pasado para que no se enconen viejas sospechas. Deben tratar de dar cabida a argumentos sólidos sobre cómo negociar los desafíos a la unión nacional. Pero ciertamente no es fácil: la relación entre la democracia y las formas más antiguas de Estado nacional e identidad nacional es uno de los mayores problemas de nuestros tiempos.

P. Las democracias más antiguas de la historia, las de la Grecia y Roma antiguas, nacieron como resultado de guerras civiles, de guerras entre ricos y pobres. ¿Cuáles son hoy las cuestiones que actúan en las democracias como factores de unificación y cuáles de división?

R. Es más fácil hablar de los puntos unificadores, que son aspiraciones amplias, en lugar de hacerlo de las complejas luchas actuales. La gente en las democracias debería unirse más para hacer frente a las amenazas comunes que plantean los desastres ambientales. También deberíamos unirnos más –y de alguna manera esto está sucediendo, especialmente a través de los movimientos estudiantiles– para luchar contra la pobreza global y los abusos humanitarios cometidos con el apoyo de nuestras democracias.

Un tema divisorio es el nacionalismo y cómo las viejas ideas sobre la soberanía nacional, la unidad y la identidad cultural y étnica entran en conflicto con algunos de los grandes desafíos transnacionales de nuestros tiempos: la migración ante las guerras, la pobreza y desigualdad globales y el cambio climático. También cuestiones nacionales cargadas de emotividad relacionadas con las responsabilidades de las democracias cuando nuestros aliados van a la guerra. ¿Cuánto gastamos para apoyar a Ucrania cuando nuestro propio pueblo está en dificultades? ¿Y hasta qué punto debemos apoyar a los aliados cuando sus gobiernos violan los derechos humanos? ¿Las prioridades democráticas deben ser morales y humanas, o la debe prevalecer sobre la ética humanitaria la “realpolitik” nacional –la idea de que la moral pasa a un segundo plano frente a la defensa nacional? Estas preguntas se está volviendo cada vez más apremiantes para las democracias de nuestro mundo, como lo están dejando claro las protestas lideradas por los jóvenes. Dado que una democracia necesitan un entorno global de apoyo, todos debemos pensar seriamente si debemos poner en primer lugar la ética global o el control nacional.

La otra cuestión divisiva que veo es: ¿cuánta desigualdad es compatible con un gobierno democrático estable? La mayoría de las democracias occidentales, especialmente las de origen anglosajón, han vivido durante décadas con gobiernos que entendían la “democracia liberal” como un sistema que eliminaba las regulaciones a las empresas, bajaba los impuestos a la riqueza y reducía la financiación pública a la salud, el transporte, la vivienda y otros bienes básicos. En Estados Unidos (hasta que Bernie Sanders restauró parte de su respetabilidad), el “socialismo” ya era sinónimo de lo que Trump califica de extremismo loco; en Gran Bretaña también ha quedado relegado a los márgenes del Partido Laborista. Pero, en los últimos tiempos, cada vez más personas de centro admiten que en la actualidad tenemos un estado de plutocracia basado en excesivas concentraciones de riqueza que es necesario romper para salvar la democracia. Por desgracia, todavía estamos atrapados en viejas etiquetas ideológicas que se utilizan para avivar el miedo al socialismo, pero tengo la esperanza de que a los votantes de hoy –sobre todo a los más jóvenes– les importen menos los males del “socialismo” amorfo que reducir la brecha entre los ideales democráticos de liberté, egalité, fraternité y sociedades grotescamente desiguales y fracturadas.

La filósofa experta en democracias Erica Benner.

P. La desigualdad entre ricos y pobres, efectivamente, ha crecido mucho en los últimos años en las democracias. ¿Qué puede pasar si esta tendencia continúa?

R. Por decirlos en pocas palabras. ese es el peor enemigo de la democracia. En la historia de la primera fundación de la antigua Atenas, el sabio legislador Solón puso en marcha la democracia al otorgar a la ciudad leyes que regulaban las desigualdades entre ricos y pobres y creaban una serie de oportunidades para que los menos favorecidos mejoraran su suerte. La alternativa a la regulación pública, como observaron Solón y los atenienses posteriores, era que los ricos se hicieran cada vez más ricos y convirtieran a los pobres en siervos de facto, lo que casi siempre terminaba en guerra civil. Hoy escucho a muchos empresarios de centroderecha reconocer este peligro y apoyar políticas y líderes de la izquierda moderada. Entienden que las sociedades extremadamente desiguales son malas para los negocios en muchos niveles, a corto y largo plazo. Al mismo tiempo, vemos al hombre más rico del mundo, Elon Musk, tratando de usar su mega-riqueza para influir en las elecciones estadounidenses y usando su plataforma X para declarar que la guerra civil por la inmigración es “inevitable” en Gran Bretaña, respaldando de hecho la violencia supremacista blanca. Sería bueno que la naturaleza atroz de semejante conducta pudiera galvanizar a plutócratas más responsables para que voluntariamente se desprendieran de más de su riqueza y poder en aras de un futuro democrático.

P. Concluye que las democracias han sido un club masculino y blanco. Las cosas están cambiando, pero ¿las democracias de hoy siguen siendo en gran medida un club masculino blanco?

R. Algunas democracias han sido mejores a la hora de aupar a mujeres a puestos de liderazgo político y de otro tipo, haciendo más fácil que las mujeres tengan familias y trabajos exigentes y aprobando leyes que dificultan que los hombres dominen las decisiones de las mujeres en la vida pública o privada. Es demasiado pronto para decir hasta qué punto la igualdad de género se ha infiltrado en las mentes y los hábitos de las personas. En las generaciones más mayores a menudo es algo solo superficial, incluso en los países más igualitarios de Europa occidental. En Estados Unidos vemos lo bien que la misoginia se sigue vendiendo entre una gran franja de votantes masculinos, con Trump y su candidato a vicepresidente Vance insultando la inteligencia de Kamala Harris y las “señoras gato sin hijos” que no han logrado hacer lo único para lo que las mujeres son realmente buenas. También fue sorprendente que antes de que Kamala Harris fuera elegida como candidata de los demócratas, muchas personas temieran que una mujer siempre fuera a salir perdedora entre los votantes masculinos estadounidenses, y que los votantes masculinos son los que más cuentan. Esperemos que la misoginia de Trump-Vance haya llegado tan lejos en su exceso de arrogancia y que cada vez más hombres se sientan desanimados por ella. Pero pase lo que pase, deberíamos esperar seguir viendo mucho respaldo a la misoginia y a las utopías tradicionales de los hombres blancos. Los influencers de Internet están trabajando duro para captar a hombres más jóvenes para esa. Las leyes democráticas y globales deben frenarlos.

P. Dice que hay dos grandes maneras de pensar la política en democracia: asumir que la democracia consiste en compartir el poder o considerar la democracia como una competición en la que la tribu ganadora es la que obtiene más poder. ¿Por qué esta segunda visión es la más extendida y qué riesgos podría tener?

R. Podemos pensar en la democracia como un esquema de reparto del poder y que es mejor que otros tipos de gobierno porque proporciona una base justa y realista para compartir el espacio y los recursos. En este caso hay que aceptar límites a nuestro poder político, económico y cultural. O se puede ver la democracia como una competición para ganar tanto poder para nuestro bando como sea posible, hacer realidad nuestros ideales progresistas, conservadores o liberales y expulsar a los rivales del campo. Eso es lo que yo llamo la visión monopolista o de club cerrado de la democracia.

Durante la mayor parte de su historia, las democracias comenzaron como una especie de monopolio: un club de chicos, un club de hombres libres contra esclavos, clubes de clase media que excluían a los pobres, clubes que priorizaban a los grupos étnicos. Apelar a la democracia de clubes es la forma más fácil de conseguir un apoyo masivo y rápido para un partido o política. Es humano, tal vez hasta natural, querer monopolizar más poder para uno mismo, especialmente en tiempos de inseguridad y estrés (los populistas lo saben y lo canalizan hacia la retórica anti-inmigrante). Es mucho, mucho más difícil entusiasmar a la gente con los principios de compartir el poder, a menos que haya una gran sensación de amenaza común, especialmente de guerra civil.

“Distingo entre incivilidad activa y pasiva: insultos y abusos frente a negarse a interactuar con personas que no están de acuerdo”

P. Es bastante habitual que los políticos que predican la tolerancia a la diversidad de opiniones se olviden de seguir esos principios con sus enemigos políticos, mostrando superioridad moral y desestimándolos o insultándolos. Si queremos que nuestras democracias sean verdaderamente democráticas, ¿debemos respetar las opiniones que son antagónicas a las nuestras y que odiamos absolutamente?

R. Es difícil respetar las opiniones que chocan con nuestros valores básicos. Pero tal vez “respetar” ponga el listón demasiado alto. Desde el punto de vista del reparto democrático del poder, lo principal es dar a la gente el beneficio de la duda, siempre y cuando no crucen los límites y adopten posiciones violentas o que inciten al odio. Hay que asumir que la mayoría de la gente tiene sus razones para opinar como opinan, incluso si carecen de lo que llamaríamos razones ilustradas. Un debate democrático saludable no tiene por qué exigir razones de primera categoría por parte de ambas partes. En mi opinión, una democracia sana solo necesita una masa crítica de personas que comprenda que, incluso cuando alguien tiene razones de mala calidad para tener malas opiniones, puede tener preocupaciones razonables, como inquietudes sobre la precariedad, la seguridad o la pérdida de orgullo identitario de las comunidades que aprecian.

En el capítulo de mi libro sobre la libertad de expresión, distingo entre la incivilidad activa y la pasiva: insultos y abusos directos frente a negarse a interactuar con personas que no están de acuerdo con uno. Sugiero que esta última, la incivilidad pasiva, es más amenazante para la democracia. Hay que tratar de hablar con cualquiera. Y, sobre todo, de escuchar. Si odia algunas opiniones expresadas por votantes de extrema derecha o los llamados “guerreros progresistas”, considere que no solo están expresando puntos de vista que no le gustan: muchos de la derecha y la izquierda también protestan porque tienen preocupaciones legítimas que no están siendo escuchadas. En lugar de odiar absolutamente algunas opiniones, prefiero tratar de verlas como parte de un panorama democrático en constante cambio en el que todos podemos influir para bien o para mal mediante la forma en que interactuamos. En lugar de atacar la inhumanidad de las opiniones de alguien, busca lo que hay de humano en su ira y miedo, admite que tienes tus propios miedos y parte de ahí.

P. Maquiavelo, en el que usted es experta, sostenía que cuando las personas empiezan a verse a sí mismas como enemigos a muerte, las democracias corren un grave peligro. En el mundo de hoy cada vez más polarizado, ¿están en peligro las democracias?

R. Sí. Por eso tenemos que romper con nuestras antiguas mentalidades ideológicas de lucha a muerte y con nuestras nuevas burbujas impulsadas por Internet y hablar de lo que nos preocupa a todos. Los seres humanos de hoy tenemos muchos miedos y amenazas en común. Tenemos que resistir las presiones para deshumanizar a nuestros adversarios y desarrollar un sentido de solidaridad contra quienes quieren dividirnos –los ambiciosos aspirantes a líderes, los influencers online–. Durante mi reciente viaje a Georgia, una joven activista me contó algunas estrategias maravillosas que ella y sus amigos estaban ideando contra los intentos de tildar a los jóvenes demócratas proeuropeos de satanistas locos. En una festividad religiosa, tomaron velas y se reunieron fuera de una famosa iglesia para rezar por la paz y la solidaridad nacional. “Nos quedamos quietos y extendimos las manos a cualquiera que se acercara, pidiéndoles que se unieran a nosotros”. También utilizaron el humor para quitar hierro a comportamientos deshonestos de sus oponentes, con un video suavemente burlón de un líder pillado mientras se guardaba sin pagar en el bolsillo una naranja en una tienda de mala muerte y, después de que el vídeo se hizo viral, otro del tipo en la misma tienda tratando de devolver la naranja sin ser visto. Ejemplos como estos me dan esperanza.

P. Hay quienes como alternativa a la democracia defienden la epistocracia, un gobierno compuesto por sabios. ¿Es una buena idea? Algunas cuestiones, como por ejemplo el Brexit, son muy complejas. ¿Deberíamos dejar esas decisiones en manos de expertos?

R. El problema del Brexit no es que fuera complicado, sino que es un tema de tanta importancia que nunca debería haberse sometido a referéndum sin años de profundo debate público, conducido a través de múltiples órganos de deliberación y una de prensa pluralista. En cambio, se declaró de repente por una lucha de poder interna en el Partido Conservador, no por demanda popular, y se aprobó con muy poco tiempo para que la gente analizara las cuestiones en juego. Además, la campaña mediática estuvo muy distorsionada por los ricos propietarios pro-Brexit y otras campañas de desinformación altamente financiadas. Un referéndum sin un análisis adecuado no es un ejemplo de democracia de alta calidad. Yo confiaría más en una democracia bien ordenada –una que dé tiempo suficiente para sopesar las grandes cuestiones desde múltiples ángulos, dando audiencia a todo tipo de dudas– para tomar grandes decisiones políticas que en la mayoría de los organismos de expertos. Por supuesto, hay cuestiones en las que la experiencia científica merece ser especialmente escuchada y dar forma a políticas detalladas más que las asambleas populares. En los primeros días del covid, incluso los epidemiólogos sabían demasiado poco para estar seguros de si las mascarillas o los confinamientos serían de gran ayuda, pero sus posturas eran mucho más informadas que las mías. Pero no todos los epidemiólogos estaban de acuerdo, o demostraron estar igualmente en lo cierto, o se dirigieron al público de maneras que inspiraran confianza. En las democracias, la gente necesita confiar en las autoridades la mayor parte del tiempo, sean expertas o no. Y la confianza es más probable si las personas no se sienten excluidas de las decisiones que afectan a sus vidas –si las instituciones y actitudes democráticas las alientan a participar en los debates-. Lo mismo ocurre con la crisis climática: dejemos que los debates entre expertos (que rara vez están de acuerdo) guíen el debate público, pero no los separemos del resto de nosotros. Las políticas serán más sostenibles si todos entendemos por qué necesitamos cambiar nuestro comportamiento.

“El problema del Brexit es que es un tema tan importante que no debería haberse sometido a referéndum sin años de debate público”

P. Muchos piensas que la solución a los problemas de la democracia es la educación. Sin embargo, usted no está de acuerdo. ¿Por qué?

R. Es bueno que haya más gente educada, especialmente en países donde la mayoría de la gente –que vive en la pobreza, especialmente las mujeres– está privada de educación. Pero, aparte de tener alfabetización universal, conocimientos básicos de aritmética y computación, y una educación razonablemente imparcial de historia (¡algo que ya es difícil en algunos lugares!), no estoy segura de qué tipo de educación ayudaría específicamente a las democracias. En las democracias polarizadas, la educación es un campo de batalla clave entre diferentes ideas sobre lo que los futuros ciudadanos necesitan aprender. Historia, economía, educación cívica pueden ser excelentes, pero ¿quién decide el plan de estudios y cómo podemos estar seguros de que los profesores no se limitan a intentar inculcar sus propias opiniones en las cabezas de los estudiantes, lo que a menudo los desanima? Yo, como persona con un alto nivel educativo que conoce a muchas otras personas con un alto nivel educativo, soy muy consciente de mi ignorancia y estoy segura de que en muchos temas mis títulos universitarios no me ayudarían a tomar mejores decisiones que las que tomarían personas con menos títulos. La educación práctica en materia de gobierno, en deliberación, en activismo y conexión con personas de diferentes orígenes: las iniciativas en esa dirección sí podrían ayudar.

P. El movimiento woke, ¿constituye o no un peligro para las democracias?

R. No tengo constancia de que exista un movimiento woke. Esa etiqueta es un marchamo ficticio de quienes quieren construir un enemigo mucho más coherente e irrazonable del que veo en los llamamientos a una mayor concienciación de las profundas desigualdades y la injusticia que hay en nuestras democracias, que es lo que hacen la gran mayoría de las posiciones que se etiquetan como woke. Tengo amigos que tienen apasionadas opiniones antiwoke, y son encantadores, pero más propensos que yo a pensar en el mundo en términos de polarización ideológica. Tal como lo veo, los peligros para la democracia provienen de personas y movimientos de izquierda, derecha o de un centro inmaculadamente liberal que recurren a la violencia o la invocan, o que se apresuran a caricaturizar en masa a sus oponentes como radicales locos con los que “no se puede hablar”, racistas radicales o wokistas radicales.

“El problema no es Trump, sino una sociedad con ideas poco saludables sobre lo que hace que las sociedades y los individuos tengan éxito”

P. En noviembre próximo, Estados Unidos elegirá a su nuevo presidente. Si gana Donald Trump, ¿podría ser un peligro para la democracia?

R. Sí. Y no solo en Estados Unidos. Pero yo no lo veo a él como un peligro tanto como a toda la gente lo apoya, especialmente a aquellos que tienen mucho dinero y poder. Incluso si la nueva y vigorizante candidatura Harris-Walz derrota a Trump, las explosiones de ira pública y miedo que Trump está canalizando no desaparecerán por sí solas. Para mí, desde que lo visité por primera vez, siendo niña, Estados Unidos ha sido un polvorín listo para explotar. Viniendo de Japón, las desigualdades y la pobreza me parecieron escandalosas, el racismo omnipresente y los vaivenes entre la arrogancia imperial y el aislacionismo desestabilizadores para todo el mundo. Si los demócratas logra una victoria contundente, hay una buena posibilidad de que intenten poner un rumbo constructivo en todas estas cuestiones. Harris parece mucho más equilibrada en Oriente Medio que sus predecesores de ambos partidos, y la experiencia de Walz en China (algo que comparto) podría ayudar a orientar a Estados Unidos hacia una política menos agresiva hacia ese país. Pero seamos claros: el problema no es Trump, sino una sociedad plagada de profundas desigualdades y de ideas muy poco saludables e hipercompetitivas sobre lo que hace que las sociedades y los individuos tengan éxito. Es hora de volver a las raíces de la democracia y pedir un conjunto de valores más modestos y realistas.

Fuente: https://www.elconfidencial.com/cultura/2024-08-29/entrevista-erica-benner-democracia-hay-festival-segovia_3949141/

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