El historiador Robert Peckham explora en ‘Miedo’ la cara B del progreso y los temores del siglo XIX a la transformación del trabajo, a la vida acelerada y a las máquinas
FÉLIX VADIA / Barcelona / La Vanguardia
El ferrocarril, gran símbolo del progreso industrial del siglo XIX, tenía una cara B, la del miedo a los accidentes y a los trastornos mentales que, se aseguraba, implicaba viajar en este medio de transporte. La introducción de la moderna maquinaria industrial disparó la productividad y redefinió el trabajo, pero también impulsó el temor a los accidentes, a la pérdida del empleo y a la alienación de los trabajadores. El telégrafo revolucionó las comunicaciones, pero fue criticado porque, según periódicos de la época, “era demasiado rápido para la verdad”. La Revolución Industrial fue un gran salto adelante para la humanidad, pero ese cambio no fue precisamente amable, sino que extendió el miedo como una mancha de aceite entre amplios grupos de población.javascript:false2Lee también
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Unos temores que se asemejan llamativamente a los que están provocando los cambios tecnológicos en la actualidad en terrenos como la inteligencia artificial, el mercado laboral o las redes sociales. El historiador británico Robert Peckham ha publicado Miedo. Una historia alternativa del mundo (Paidós), donde estudia milenios de pánicos y temores, y analiza cómo estos han condicionado la evolución histórica. La Revolución Industrial, normalmente descrita como un periodo pujante y de brillante progreso, es objeto de varios capítulos del libro, porque, aunque es cierto que suscitó una oleada de tecnooptimismo, también lo es que de la misma manera desató un nada moderado tecnopesimismo.
Al ferrocarril, emblema de la Revolución Industrial, se le responsabilizaba de toda clase de enfermedades mentales y físicas
“Es difícil hacerse a la idea de la escala y la velocidad del cambio tecnológico durante el siglo XIX e inicios del XX: desde la mecanización y automatización del puesto de trabajo hasta las comunicaciones casi instantáneas pasando por la llegada de sistemas masivos de transporte. Casi cada aspecto de la vida se transformó”, explica Peckham a La Vanguardia.
Con una transformación de esta envergadura parece lógico que se dispararan los temores. Primero, por algo evidente, la siniestralidad, con frecuentes accidentes en las fábricas, minas que se desmoronaban o choques de trenes. En segundo lugar, “la tecnología era vista como disruptiva, se creía que amenazaba a los empleos tradicionales y que erosionaba la cohesión social”, señala el autor. Y, por último, a medida que avanzaba el siglo XIX muchos comentaristas empezaron a ver las innovaciones como alienantes. Sociólogos e investigadores en medicina “atribuyeron nuevos tipos de enfermedades mentales, físicas e incluso sexuales a la velocidad del cambio tecnológico”. Estos miedos constituyen la cara sombría del progreso, algo que tal vez nos resulte familiar.
Por ejemplo, al ferrocarril, emblema de la Revolución Industrial, se le asociaba a esa antinatural aceleración de la vida, con sus efectos nocivos desde el punto de vista mental –neurosis histérica y neurosis traumática, se señalaba- y físico –con la llamada columna vertebral del ferrocarril-. El tren fue acusado también de favorecer la transmisión de enfermedades a gran velocidad, como de hecho sucedió con la gripe de 1918, o como hace poco ocurrió con la Covid y los modernos medios de transporte.
Las coincidencias entre ese clima creado en el siglo XIX y principios del XX, y los recelos que en nuestros tiempos ha propiciado el desarrollo de la tecnología son sorprendentes y numerosas, hasta el punto que “hoy las advertencias de algunos comentaristas del siglo XIX sonarían totalmente contemporáneas”. Peckham se refiere al temor, ya expresado en aquellos tiempos, a que las máquinas terminaran por tener conciencia o a que tomaran el control, una conexión directa con los miedos desatados hoy en día por la inteligencia artificial. De la misma manera, también preocupaban los problemas de privacidad o la erosión de la individualidad. Los temores se extendían a los posibles efectos secundarios de la electricidad o del teléfono, un miedo, este último, que no resulta extraordinario si se tiene presente el recelo causado en época contemporánea por las consecuencias para la salud de la telefonía móvil.
El miedo no era unidireccional; las élites temían constamentemente el estallido social entre las clases bajas por las malas condiciones de vida
Peckham llama la atención sobre el papel de los primeros medios de comunicación de masas que funcionaron como una forma para expandir los miedos a, por ejemplo, los accidentes causados por la nueva tecnología industrial, un efecto difusor que, salvando todas las distancias, recuerda al de las redes sociales hoy. También respecto a lo que denomina “negocio del miedo” pueden establecerse paralelismos: a inicios del siglo XX, coincidiendo con los avances en el estudio de los microorganismos y en la transmisión de enfermedades, floreció un mercado tanto de medicamentos como de nuevos equipamientos domésticos más higiénicos alimentado por una publicidad que jugaba con el temor como instrumento promocional. Peckham lo equipara al actual “mercado de la felicidad, es decir, el negocio de vender productos y servicios para mitigar nuestros miedos a la infelicidad, enfermedad o envejecimiento”.
El temor, sin embargo, no era solo propio de las clases bajas. De la misma manera que estas temían perder el trabajo o no poder adaptarse a los nuevos tiempos, las élites sentían pánico ante la perspectiva de que las malas condiciones y la superpoblación en las que vivían las capas más humildes de la población que habían llegado a la ciudad para trabajar en las nuevas fábricas desataran la revolución y el caos, en medio de las epidemias más o menos frecuentes.
En ese contexto proliferaron los postulados higienistas y las capitales occidentales desarrollaron grandes planes urbanísticos destinados a mejorar las condiciones de vida y así asegurar la estabilidad social. Según esta interpretación, el Eixample en la siempre explosiva Barcelona, habría tenido como meta efectivamente mejorar las condiciones de vida de una parte de la población, pero también garantizar la paz social, un objetivo que a menudo no se logró. Es revelador en este sentido que la demolición de las antiguas murallas de la ciudad se autorizara en 1848, en la década siguiente a la gran epidemia de cólera que barrió la ciudad.
Para las élites de las sociedades industriales, los pobres, pues, eran vistos como un peligro. ¿Era la pobreza de entonces la inmigración de hoy? “Desde luego hay puntos en común entre las respuestas a la pobreza y a la inmigración”, replica Peckham. “En los dos casos –continúa-, un grupo social tiende a ser visto como una amenaza, particularmente en momentos de crisis, en los que los miedos son canalizados hacia minorías”.Lee también
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En opinión del historiador, el miedo es inherente a los grandes procesos de cambio. El siglo XIX, “pese a todo el entusiasmo y a las estridentes loas al progreso, fue también una época de pesimismo tecnológico, que en muchos sentidos refleja la nuestra. A medida que los avances en inteligencia artificial (IA), robótica y biotecnología transforman nuestras vidas, entrañan tanto promesas como peligros. Y otro tanto sucedió cuando la energía de vapor, la electricidad y la mecanización de la producción pusieron en marcha transformaciones económicas, sociales y políticas de gran alcance”.
El presidente que temía electrocutarse
Aunque Peckham no lo recoge en su libro, hay un ejemplo muy llamativo de miedo a la tecnología en momentos de grandes cambios: el temor colectivo causado por la llegada de la electricidad al Reino Unido. A finales del siglo XIX, mientras otros países, como Francia o Estados Unidos, celebraban de forma entusiasta la llegada de la luz eléctrica, parte de los británicos se mostraban más reticentes, pues creían que la nueva forma de energía era peligrosa.
El motivo de esta creencia fue la eficaz campaña de las empresas que suministraban gas para la iluminación doméstica, que advertían del riesgo de incendios o explosiones supuestamente causado por la electricidad, a pesar de que, en realidad, el peligro que entrañaba su propio negocio era mucho mayor. Los relatos de personal de servicio que se resistía a utilizar aparatos eléctricos o de empleados de fábricas que amenazaban con dejar su empleo si se aplicaba la nueva tecnología, eran comunes. La campaña de las empresas gasistas fue tan eficaz que algunos domicilios mantuvieron la luz de gas hasta la década de los 40 del siglo XX.
Fuera del Reino Unido, en algunos casos concretos también existió una aprensión a la electricidad, hasta el punto que incluso todo un presidente como Benjamin Harrison (1888-1892) se resistía a tocar los interruptores de la Casa Blanca porque creía que se arriesgaba a electrocutarse.