El escritor checo Milan Kundera fue candidato al Nobel y un activo militante contra el comunismo desde su exilio en Francia
LUIS ALEMANY / EL MUNDO
Hubo una época, en la Europa del fin del siglo pasado, en el que el sentido de la moral de las clases liberales y creativas estuvo marcada por las novelas de Milan Kundera: el escepticismo humanista hacia el pensamiento fuerte, el individualismo irónico contra un nosotros invasivo, las bromas gamberras tomadas de la contracultura, el hallazgo de la sexualidad como una nueva forma de comunicación íntima entre las personas, el desacato guasón y el refugio en la vieja estética beaux-arts… «¡El optimismo es el opio del pueblo! Cualquier atmósfera saludable apesta! ¡Viva Trotsky!», escribió Kundera en el punto clave de La broma, su primera novela (1968) y en esas tres frases, que, en efecto, eran una broma que se dirigía a la trageda, ya anunció toda su literatura. Kundera (Brno, 1934) murió el martes 11 de julio a los 94 años en París, la ciudad que lo acogió en 1975, cuando el Gobierno checoslovaco lo envió al exilio.
La broma de La broma era cosa de amor y política porque su autor, Ludvik Jahn, era un estudiante checo, virtuoso militante del Partido Comunista, que en su cortejo a Marketa, su pretendida, le enviaba unas notas chistosas en las que pretendía presentarse como un rebelde: «¡Viva Trotsky!». Por desgracia, Marketa, la guapa Marketa, era una mujer cuya principal característica era la ausencia de sentido del humor y eso hacía que la broma de Ludvik cayera en las manos equivocadas. Entonces, el buen comunista inicia su caída en desgracia, una sucesión de sesiones de autocrítica que, paso a paso, se iba volviendo una ceremonia de teatro absurdo.
Kundera ha insistido muchas veces en que el absurdo de sus libros habla del amor y del sexo, no del comunismo, pero siempre fue difícil abstraerse de la lectura política de sus novelas. Por edad, al escritor checo le tocó vivir la desestalinización de su país en su década de veinteañero y pasar la Primavera de Praga con 35 años. Aquel era un mundo menos cerrado de lo que podía parecer: existía algún acceso, limitado pero fascinado, a la filosofía y la literatura de vanguardia francesas y al jazz, y había ocasión de redescubrir la tradición artística checa de antes de la Guerra y el socialismo: la poesía modernista, la arquitectura de cuento de Praga, la tradición alemana de Kafka…
Ese caldo de cultivo se puede entender muy bien en La vida está en otra parte (1973), el libro del inolvidable Jaromil que descubrió a Kundera al público occidental. Jaromil era otro personaje sin humor, un niño poeta criado por su madre para que fuese el Arthur Rimbaud de la lengua checa, de la nueva generación. Todo le salía mal, claro: el Partido Comunista confinaba a la pareja de madre e hijo a una habitación miserable de su casita burguesa, los compañeros de clase de Jaromil se tomaban a broma sus presenciones y el descubrimiento del amor y del sexo iban en contra del odioso proyecto de la madre de Jaromil. La broma, de nuevo, tomaba el camino de la tragedia.
El libro de la risa y el olvido (1979), el siguiente libro importante de Kundera, fue un conjunto de relatos en los que, paradójicamente, había tanto de crónica política del desencanto del 68 checoslovaco, como de exploración en ese absurdo casi mágico. Eran los años del Boom latinoamericano y Kundera, ya exiliado, había conectado con su tiempo.
Hasta que su tiempo fue el momento de Kundera. La insoportable levedad del ser (1984) fue la novela de aqyel año en toda Europa y la expresión más compleja de la literatura de Kundera. Qué época aquella en la que los best sellers empezaban como un pequeño ensayo sobre Nietzsche y sobre el eterno retorno: «Si la Revolución francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre. Pero dado que habla de algo que ya no volverá a ocurrir, los años sangrientos se convierten en meras palabras, en teorías, en discusiones, se vuelven más ligeros que una pluma, no dan miedo», escribía Kundera en las primeras líneas de La insoportable levedad.
En esas líneas estaba el clásico Kundera guasón y desmitificador. Dos páginas después, Kundera presentaba a sus héroes: «Lo vi [a Tomás] de pie junto a la ventana de su piso, mirando a través del patio hacia la pared del edificio de enfrente, sin saber qué debe hacer. Se encontró por primera vez a Teresa hace unas tres semanas en una pequeña ciudad checa. Pasaron juntos apenas una hora. Lo acompañó a la estación y esperó junto a él hasta que tomó el tren. Diez días más tarde vino a verle a Praga. Hicieron el amor ese mismo día. Por la noche le dio fiebre y se quedó toda una semana con gripe en su casa».
Tomás y Teresa están en el recuerdo de cualquier lector de La insoportable levedad del ser, por más años que hayan pasado, son un mito de amor verdadero, complejo y en parte autodestructivo. Tomás era un mujeriego y Teresa intentaba entender por qué. ¿Porque era un narcisista? ¿Porque en la intimidad de los amantes encontraba un espacio de moralidad en el que no podían entrar los odiosos comisarios políticos? ¿Porque era su forma de hacerse daño a sí mismo?
Fuente: https://www.elmundo.es/cultura/literatura/2023/07/12/64ae700ae4d4d82d588b4594.html