CARLOS LEÁÑEZ ARISTIMUÑO / A FONDO / EL MUNDO
Los relatos nacionales hispanoamericanos están haciendo agua a raudales. Magros son sus frutos: repúblicas de escasa relevancia incapaces de soberanía, estabilidad política, prosperidad sostenida, libertad. Pero los capitanes bicentenarios del naufragio recalientan la vieja cantinela: España mala, España ladrona, pide perdón, pórtate bien, basta de azotarnos y expoliarnos, mira que me estoy enfadando… ¿Es el destinatario de este mensaje Felipe VI? No. Lo es el atribulado hispanoamericano, reprogramado cada día para revivir -entre violencia y pobreza- la sensación de agradecimiento y admiración por unos dirigentes que se baten por él… ¡desde hace 200 años! Desmontemos esta tóxica alucinación.
Primer capítulo, mero decorado: estatuas de santos indígenas, de cuerpos siempre atléticos, bajo el telón de fondo de un paraíso terrestre. No pueden ser humanos, capaces de tomar decisiones como atacar, aliarse, huir, esconderse, colaborar o lo que fuere en función de sus intereses. Son estatuas y forjan una imagen que nos impregna desde la infancia: la violenta y arbitraria expulsión del paraíso precolombino. La realidad es más prosaica. El hombre americano llevaba unos 12.000 años separado del grueso de la humanidad; se encontraba en lidia con un territorio nuevo, hostil, inmenso, dispuesto longitudinalmente, poseedor de multitud de climas; se hallaba sin caballos ni bestias de carga rendidoras ni ganado vacuno o porcino; no conocía el arado ni utilizaba la rueda y con frecuencia se hallaba sometido a vecinos muy opresivos. Situación precaria de cara a un contacto con cualquier agente de Eurasia, ubicada en una latitud ancha y benigna, domesticada por muchas más personas, a lo largo de muchos más siglos y que empiezan a llegar de manera constante en muy pequeño número desde 1492. Poseedoras de unos mapas mentales más efectivos, de unas tecnologías más avanzadas y de gérmenes contra los cuales los indios no tenían defensa, no podían sino prevalecer.
Segundo capítulo: irrumpen los demonios españoles para sembrar en América un sol enceguecedor de oscuridad. Utilería para la chispa de la indignación. Nada de humanos. Trazos oscuros para lo maniqueo, materia aglomerada para dar vida a máquinas irrefrenables de atrocidades. La realidad es otra. Los españoles ante todo completaron un proceso: la reconexión del mundo. Ello acarreó un vuelco masivo de creencias, saberes, tecnologías, bestias, plantas y artefactos que resultan indisociables del ser americano, que permitieron una vida menos expuesta a los elementos, una existencia menos sometida a penurias físicas y un orden político-religioso-económico-social que, a principios del XIX, se halla básicamente en paz interna, seguridad externa, crecimiento demográfico y expansión económica, por lo que posee una adhesión amplísima por parte del pueblo llano. Ahora bien, este vuelco masivo no fue angelical: los barbudos tenían las limitaciones de su época y cultura. Pero, contrariamente a nosotros, que vivimos en plena inconsciencia de las nuestras, esos barbudos, atravesados por la perspectiva de un eventual infierno eterno y por una apertura franca a la palpable humanidad del otro, se interrogaban sin cesar sobre la justeza de sus actos. La prueba es cómo la legislación de Indias toma explícitamente nota de atrocidades y excesos y busca ponerles coto de manera tan incesante como inacabada. Esa tensión entre el ideal y la realidad, entre la cruz y la espada, recorre y dinamiza el vuelco cultural. Y constituye su singularidad en una época en donde, en general, el otro no era humano y su destino ante el vencedor era la muerte, la esclavitud o la marginación. Estos barbudos innovaron: fundaron una realidad mestiza incorporando al otro, generando, entre el fuego, las dudas y la piedad, un nuevo mundo: Hispanoamérica.
A la vista de esto constatamos que los reclamos de AMLO a España no proceden. Al no ser los hispanoamericanos ya indígenas ni españoles, sino indohispánicos, no cabe reclamar nada a los que no se metieron en la mezcla y se quedaron en Europa. Si la disparatada demanda procediese, le sería exigible a la rama hispánica de la familia indohispánica. Pero… al ser la familia -biológica y/o culturalmente- claramente mestiza… ¡los deudores seríamos nosotros mismos, por tener el componente hispánico indisociablemente incorporado! ¿O es que acaso pretendemos ser indígenas puros? Es la tóxica alucinación que nos agobia: vernos como indígenas puros… y vejados para justificar todos nuestros desatinos desde la exculpatoria superioridad moral de la víctima y expulsarnos de Occidente a fin de sumergirnos en marcos colectivistas.
Tercer capítulo: irrumpen los ángeles libertadores para rescatar al indígena explotado -racial y moralmente puro, pasivo, víctima- y procurar el retorno al paraíso. El buen salvaje de siempre requiere al buen revolucionario de turno para reconquistar el edén. La realidad es que el desatino mayor de la historia hispanoamericana fue el descoyuntamiento operado en las primeras décadas del XIX. Una dirigencia «patriota», miope e irresponsable, de espaldas al pueblo llano, nos secesiona y trocea, busca imponer esquemas políticos impracticables, abre paso a la hegemonía global anglosajona y nos arroja a la impotencia: pobreza, caudillaje, inestabilidad, dependencia… ¡y no despertamos de este cataclismo!
Desenlace sorpresivo: hora de pagar las facturas, pero los deudores son los legatarios de los relatos fundadores inhabilitantes. AMLO a la cabeza. ¿Acaso 200 años de fracaso no bastan? Imposible construir desde la disociación impracticable: una víctima -indio idealizado-, un victimario -español execrado-. Descartemos el relato maniqueo fundador de quimeras. Veamos la humanidad real de nuestros ancestros: cuando aún se hallaban en sinergia e integración creciente -principios del XIX- construían en América un orden próspero y estable que se iba ajustando progresivamente, con pausada sabiduría político-antropológica, hacia más inclusión, soberanía y libertad desde una potente unidad. Ese es nuestro verdadero legado. Veámoslo. Retomemos su espíritu. Adaptémoslo a los tiempos. Hagamos surgir, ahora sí, caminos transitables de convergencia hacia la casa común que debemos construir para ser una comunidad viable y vibrante.
- Carlos Leáñez Aristimuño es el creador de la cátedra Lengua, ciudadanía y nación hispanohablante en la Universidad Simón Bolívar de Caracas.
Fuente: https://www.elmundo.es/opinion/2022/02/22/6213a3e821efa0152d8b4596.html