Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez
Conectar con la vida no debe ser algo fácil. La prueba es que nos cuesta mucho trabajo vivir, o sobrevivir. La vida no es fácil en ese sentido. Pero al mismo tiempo, dejarse llevar por la vida, por las circunstancias, como Henry Miller en Sexus, Plexus y Nexus, un poco a la manera de una gota en el agua de un río o del mar, es vivir la vida sin complejos de ninguna índole. Es una forma fácil de ver y vivir la vida. ¿Es la vida misma difícil y fácil al mismo tiempo o, más bien, es compleja y/o sencilla nuestra mirada sobre ella?
Acabamos de pasar los días en que recordamos a los muertos, tanto en sus expresiones profanas como desde cierta conciencia cristiana (los fieles difuntos), y eso nos lleva no sólo a tener en cuenta a quienes antes estaban entre nosotros y ahora notamos su ausencia, sino que nosotros mismos algún día cruzaremos ese umbral. La muerte de los demás y la propia nos hace mirar la vida, la nuestra, personal, de una forma especial: ¿Cuál es su significado? No hacerlo es algo similar a no querer vivir.
Si descubriéramos en este momento la fecha exacta de nuestro fallecimiento, ¿qué haríamos? ¿Arreglaríamos todos nuestros pendientes? ¿Visitaríamos a aquél familiar, amigo o conocido que no hemos visto? La literatura y las películas contemporáneas nos impelen a vivir, o querer vivir, con intensidad la propia existencia, esto es, darle algo de significado, sentido o dirección. Si se tratara de una enfermedad mortal, mantener cierta salud también requiere tiempo. ¿Nos daría tiempo para vivir como querríamos?
La verdad es que, aunque sabemos que algún día cruzaremos el umbral de la muerte, incluso aunque ésta se nos anuncie, no sabemos con precisión cuándo nos ocurrirá. Lo que sí nos ayuda es que, ante su sombra, la vida se nos vuelve más significativa, al menos en algún sentido: Antes de irnos de este mundo, ¿qué nos gustaría realizar? Las respuestas son variadas. Domingo Savio respondía que, si supiera que moriría en ese momento, haría lo que estaba haciendo previamente.
Un amigo de hace muchos años, que leyó uno de mis artículos sobre la vulnerabilidad, me preguntó cuál sería mi legado. Luego, con la ayuda de la inteligencia artificial creó un material pensando en mi persona para generar contenido en las redes sociales con un personaje: el filósofo Fidens. Incluso me sugirió detalles del personaje tanto en su personalidad como en su modo de filosofar desde una taberna, a la bohemia. Más todavía, incluyó, con los diversos temas, el esbozo de un libro.
Si alguna vez he pensado en un “legado”, en el sentido cultural e intelectual, ha sido a la manera del Quijote de Cervantes. Me gustaría escribir un libro que, aun dentro de quinientos años, siga siendo leído. No sé si Cervantes (1605), o antes, Fernando de Rojas (1498), se imaginaron que sus libros iban a seguir siendo leídos en el siglo XXI. No soy novelista, pero conocer historias es fascinante. Quizá por ello mi inclinación, o cierta inclinación, a la filosofía de la historia, sobre todo desde la interioridad.
He escrito algunos libros, un par de historia de Hispanoamérica (con Manuel Díaz Cid), otro par de filosofía, otro par de ensayos y varios artículos especializados sobre educación, antropología, filosofía de la historia y filosofía moderna, y muchos artículos periodísticos. Pero soy consciente de que aún no he escrito “la obra”, “el libro” o, como me preguntaba mi amigo, “el legado”. A veces creo que sería mucha pretensión plantearlo así. Tengo inquietud, empero, por una suerte de “itinerario interior”.
Otro elemento importante para esa obra o “legado” es ubicarme o situar el momento histórico presente; que los potenciales lectores de dentro de quinientos años, al leerme, conozcan de algún modo el mundo y el México del primer cuarto del siglo XXI; que sepan lo que ocurría en este tiempo, en sus momentos culturales, intelectuales, espirituales, sociales y políticos; en suma, que sepan a través de mi mirada lo que pasaba en estos días en el país: cómo el oficialismo morenista lo devastaba.
Y también me gustaría consignar cómo en medio de un mundo regido por el poder, tanto del mercado como del Estado, había sin embargo reflexiones, invitaciones e iniciativas que alentaban el deseo de un mundo más justo, más solidario y más fraterno, como el documento Dilexit nos del papa Francisco. En cierto sentido, podrán conocer los humanos del siglo XXVI cómo el Pontífice de este tiempo nos invitaba a mirar a Cristo “de corazón a corazón”. Pese al invierno epocal, había fuego, sabrán.
Termino esta miscelánea tratando de sintetizar algunas premisas sobre lo que valdría la pena conservar en la memoria sobre este tiempo. Nuestras seguridades se colapsaron ante el imperio del poder. Pero éste no logró ni podría arrebatarnos lo más precioso que teníamos: nuestra dignidad, nuestros sueños, nuestros deseos de libertad, justicia y fraternidad, nuestros anhelos de verdad, bien, belleza y realización de nuestro ser. En suma, seguía siendo nuestro el corazón humano que nos dio Dios.