Por José Ojeda Bustamante
La renuncia masiva de ocho de los once ministros de la Suprema Corte de Justicia de México, incluida su presidenta Norma Lucía Piña Hernández, ha dejado al país en estado de asombro e incertidumbre. En una decisión sin precedentes, este éxodo institucional es una reacción ante las reformas judiciales promovidas recientemente por el gobierno, que plantea una reestructuración profunda del sistema judicial bajo el argumento de democratizarlo. En la narrativa oficial, la elección popular de jueces y magistrados es vista como un camino hacia la justicia cercana al pueblo; sin embargo, la realidad y las implicaciones de esta medida abren interrogantes sobre el futuro de la independencia judicial en México y la posible politización del sistema.
El gobierno sostiene que la baja confianza en el sistema judicial, con solo un 30% de la población respaldando su integridad, hace necesaria una transformación. La administración asegura que los ciudadanos tendrán la oportunidad de elegir directamente a quienes impartan justicia, en un intento por legitimar el poder judicial y cerrar la brecha con la población. Este enfoque puede parecer, a primera vista, una estrategia para empoderar a la ciudadanía y fortalecer la transparencia. Pero detrás de esta promesa yace una realidad más compleja: el riesgo de someter la justicia a intereses de corto plazo, sesgados y electorales, en lugar de al imperio de la ley y al principio de imparcialidad.
La reacción de los críticos no se ha hecho esperar, al señalar que someter el Poder Judicial a la voluntad popular amenaza con desmoronar uno de los pilares fundamentales de cualquier democracia funcional: la independencia judicial. La renuncia masiva es interpretada como una advertencia enérgica sobre los peligros de politizar las decisiones judiciales. ¿Cómo se puede garantizar la objetividad de quienes estarán sujetos al mismo juego político al que deberían poner límites? Organizaciones como la Barra Mexicana de Abogados han advertido que los jueces electos pueden ser susceptibles a las mismas presiones electorales y políticas que condicionan a otros actores gubernamentales, lo que, en última instancia, convertiría a la justicia en un campo de batalla más dentro del ya saturado espectro político mexicano, como un coliseo romano; donde los jueces, ministros y magistrados estén siendo vistos como gladiadores.
La historia ofrece ejemplos preocupantes de lo que ocurre cuando el sistema judicial pierde su autonomía. En Venezuela, reformas similares que subordinan el Poder Judicial al Ejecutivo han creado un sistema donde la justicia -podría verse que- se inclina a favor del poder, en detrimento de las voces disidentes, a esos poderes facticos desplazados o incluso a esas voces ciudadanas con demandas legitimas.
Este panorama deja en evidencia la importancia de la independencia judicial para proteger a la sociedad de abusos del poder, de donde venga ese poder y, preservar los derechos fundamentales de los ciudadanos, sin importar su posición o afiliación política. En contraste, en países como Alemania, la selección de jueces es un proceso mixto que combina méritos individuales con supervisión parlamentaria, una estructura que busca el equilibrio entre responsabilidad democrática y una justicia libre de intereses políticos, demostrando que la independencia no está reñida con la supervisión ciudadana.
Más allá de la política, la dimensión ética de esta decisión se entrelaza con una pregunta crucial: ¿Puede la justicia servir al pueblo si se convierte en una herramienta del poder? La historia muestra que los sistemas que sacrifican su imparcialidad para atender las demandas del momento terminan por corromperse desde dentro, minando la confianza pública. La elección directa de jueces puede parecer una respuesta atractiva en una época en que la participación ciudadana se valora, pero, paradójicamente, podría socavar los principios democráticos al colocar las decisiones judiciales al vaivén de las preferencias populares y de la influencia política “partidista”, en lugar de en la búsqueda de la verdad y la justicia.
En última instancia, la crisis actual en la Suprema Corte podría abrir una oportunidad para el diálogo nacional en busca de un consenso que fortalezca el sistema judicial sin despojarlo de su independencia. La confianza en el sistema de justicia no se recuperará con fórmulas simplistas ni con reformas que pongan en jaque la esencia de su imparcialidad. Más bien, México necesita reformas que promuevan la eficiencia y transparencia, que otorguen al ciudadano garantías de que su voz será escuchada sin que ello signifique sacrificar la autonomía judicial.
El impacto de lo que está en juego va mucho más allá del sistema judicial. La independencia judicial es el guardián de las libertades, de los derechos fundamentales y de un Estado de derecho que pueda sostenerse ante la presión política. Si esta independencia se diluye, México corre el riesgo de caer en un sistema donde la justicia se convierte en un peón en el tablero del poder, y donde los ciudadanos, en lugar de ser protegidos por ella, son vulnerables a su manipulación. Al contrario, si se aprovecha esta crisis para fortalecer el sistema y restaurar la confianza de la ciudadanía, el país podría emerger con un Poder Judicial más robusto, capaz de responder con legitimidad y eficiencia a las demandas de la sociedad.
Como en un juego de espejos, el destino de la justicia mexicana refleja el de la sociedad misma, con todas sus contradicciones, aspiraciones y desafíos. Al final, los caminos que se tomen en esta encrucijada definirán no solo la estructura del Poder Judicial, sino también el tipo de democracia y sociedad que México aspira a ser en el siglo XXI; desde las antípodas seguiremos descifrar el camino de la encrucijada.