¿En qué momento la búsqueda de la emancipación humana, ideal definitorio de aquellos movimientos sociales que irrumpieron a finales de los años 60, adopta un carácter regresivo y desemboca en el intento por coartar el ejercicio de la autonomía personal de los demás?
Por Manuel Arias Maldonado / ethic
Nos hemos acostumbrado a hablar de «guerras culturales» para describir la creciente tendencia —fomentada por esas redes sociales que nos conectan a tiempo completo con el gran teatro de las conductas ajenas— a la censura moral del prójimo. Flashback: en una sociedad liberal plegada sobre sí misma tras la caída del comunismo soviético, la convivencia de los diferentes pasó a convertirse en tema fundamental de la filosofía política y en objeto habitual del debate público y de las decisiones judiciales: ¿cómo podemos vivir juntos a pesar de nuestras discrepancias? Pensadores de la talla de Rawls, Rorty, Habermas o Taylor presentaron sus recetas para la construcción de una «sociedad bien ordenada», al tiempo que la globalización poscomunista extendía el desafío de la comprensión mutua más allá de las fronteras de Occidente. Sin embargo, la crisis financiera de 2008 y la irrupción del populismo trajeron de vuelta el fantasma del iliberalismo; la impugnación de las instituciones democráticas va de la mano del ataque contra la libre decisión personal.
En la modernidad, el conservador no se siente a gusto y el reaccionario vive una viva indignación
De manera que mientras que unos te impelen a tener hijos, otros te exigen abandonar el coche para salvar el planeta; los primeros quisieran salvar el cristianismo y los segundos defienden que solo un traductor negro puede traducir a un poeta negro. Y si bien subsiste la percepción de que esta revuelta antiliberal la protagoniza sobre todo la derecha, lo que incluye a conservadores nostálgicos de un mundo más homogéneo y a reaccionarios empeñados en dar la vuelta a la modernidad, es el protagonismo de la izquierda el que ha generado más sorpresa: que jóvenes activistas enarbolen las banderas del punitivismo penal, la cultura de la cancelación o la restricción de la libertad de expresión no parece encajar con la imagen heredada de los movimientos emancipatorios nacidos en la década de los 60. No hace falta añadir que las pulsiones moralizantes de la derecha política y social, allí donde se manifiestan, encierran menos secretos doctrinales; en el mundo de la modernidad, caracterizado por el cambio y la disolución de los valores tradicionales, el conservador no se siente a gusto y el reaccionario experimenta una viva indignación.
Por el contrario, ¿cómo es posible que hayamos transitado del prohibido prohibir del 68 y de la revolución sexual que prometía el amor libre a una sociedad donde tanto el artista como el vecino deben exhibir una vida personal intachable, so pena de sufrir una muerte civil, y en la que se arremete contra una influencer que disfruta cocinando para su novio o se condena a la muerte civil a quien cometió la osadía de ponerse una blackface en la fiesta de disfraces a la que asistió cuando era adolescente? Dicho de otra manera: ¿en qué momento la búsqueda de la emancipación humana, ideal definitorio de aquellos movimientos sociales que irrumpieron en las sociedades occidentales a finales de los 60, adopta un carácter regresivo y desemboca en el intento por coartar el ejercicio de la autonomía personal de los demás? Nótese que esa inversión de roles ha permitido a cierta derecha más o menos libertaria reclamarse punk, enfrentándose a un nuevo establishment cultural que se dedica a fijar límites a lo que cada uno pueda o no hacer con su vida: las obscenidades que solían proferir los héroes sesentayochistas con el fin de epatar a los burgueses, práctica iniciada en el periodo de entreguerras por las vanguardias artísticas, serían ahora patrimonio de sus enemigos.
Solo se comporta como un puritano agresivo quien cree estar en posesión de una verdad moral incuestionable
Vaya por delante que la corrección política o la sensibilización ante cierta clase de injusticia, fenómenos definitorios de eso que ha venido a llamarse «ideología woke», presentan aspectos positivos. Hay que saludar el mayor respeto con que se trata a minorías antes discriminadas o cuando menos estigmatizadas, un cambio de lenguaje que debe contarse como una ampliación del círculo de consideración moral. Pero cuando la sensibilidad se convierte en dogmatismo y quienes creen estar en posesión de la verdad se arrogan la potestad de decidir lo que está bien y lo que está mal, reclamando el derecho a prohibir las formas de vida que les disgustan, los denominados social justice warriors se convierten en víctimas de sus propios excesos. Y si bien esta indeseable disposición —que encuentra en las redes sociales el terreno abonado para su desarrollo— puede intentar explicarse de muchas maneras, yo quisiera aquí vincularla con la ideología posmarxista tal como se conforma en las sociedades posindustriales durante la segunda mitad de los Trente Glorieuses.
El neopuritano se figura estar salvando al individuo alienado cuando lo empuja a vivir una vida auténtica, igual que los viejos puritanos rescataban el alma del réprobo
Partamos de una tesis: solo se comporta como un puritano agresivo quien cree estar en posesión de una verdad moral incuestionable que excluye puntos de vista alternativos. Ocurre que la sociedad liberal se define por la coexistencia —protegida constitucionalmente— de puntos de vista alternativos. De ahí que el activista deba convencerse de que la pluralidad liberal es una falsa pluralidad; el individuo que opera en ella solo en apariencia es un sujeto autónomo, ya que su vida carece de la autenticidad necesaria. Y es que la subjetividad ha sido capturada por las fuerzas del sistema; volvemos así a aquel obrero de Marx que sufre una «falsa conciencia» inoculada por el Estado burgués. ¡No somos libres! Aunque nos parezca serlo más que nunca; por aquí asoma la incongruente tesis de Foucault según la cual el nacimiento de las sociedades liberales conduce a la minoración de la libertad individual. Se trata de una subordinación invisible, que solo el ojo experto —el ojo de quien ha despertado y se mantiene woke— sabe detectar.
Y dado que no cabe ser tolerante con los enemigos de la verdadera libertad, como proclamó Herbert Marcuse, el revolucionario tiene el derecho de suprimir la falsa libertad del otro. Su propósito, desde luego, es edificante: procurar la emancipación del oprimido que se cree libre. Por eso puede decirse que el neopuritano se figura estar salvando al individuo alienado cuando lo empuja a vivir una vida auténtica, igual que los viejos puritanos rescataban el alma del réprobo. Hay así un hilo que conecta el aparente libertarismo sesentayochista con el neopuritanismo contemporáneo: ya que las masas no supieron sumarse a la revolución, habrá que imponerles la forma de vida correcta en nombre del progreso de la humanidad. Si seguimos tirando del hilo, nos encontraremos con Robespierre —la salud pública exige sacrificios— e incluso con Lenin: libertad ¿para qué? En una democracia, afortunadamente, hay límites a lo que puede hacerse con los demás: el neopuritano ladra y a menudo no puede morder. Asegurémonos, por tanto, de que esa democracia sigue en pie. Si van a darnos lecciones, que al menos no puedan castigarnos.
Fuente: https://ethic.es/especiales-24/los-nuevos-puritanos/