Por Fidencio Aguilar Víquez
III
Más allá de la vulnerabilidad como condición de la existencia humana y más allá de su proyección histórica, hay una que tiene que ver con la experiencia personal. A nivel personal a lo largo de nuestra vida hemos experimentado episodios de vulnerabilidad, no sólo los ya mencionados en artículos anteriores, sino otros que salen de esos rangos generales y/o masivos. Concretamente me referiré a la experiencia de la enfermedad y/o del sufrimiento a causa de hechos radicales que tiene que ver, por ejemplo, con la muerte de una persona querida, o con enfermedades permanentes.
Se trata, como puede apreciarse, de experiencias que suscitan unas preguntas de fondo, o en el fondo de nuestro ser: ¿Por qué me ocurre a mí? ¿Por qué yo? El tema de la enfermedad, ciertamente, ocurre en cualquier etapa de la vida, como una condición natural de habituación para el desarrollo y el crecimiento, pero cuando la misma se torna una situación crónica, desconocida o, en el extremo, terminal —a cualquier edad o circunstancia—, las preguntas antedichas emergen una y otra vez. Una enfermedad de este tipo nos lleva a esas preguntas, máxime si es “de por vida” o irreversible.
En ambos casos, la vulnerabilidad apela a la mirada del otro. La necesidad manifiesta en la situación de enfermedad o de orfandad, en efecto, abre la voz misma del afectado para ser escuchada por el prójimo. Al propio tiempo, el afectado se presenta como prójimo de quien escucha y, con tal escucha, tiende la mano. La tradición bíblica es rica en imágenes sobre el prójimo como el cercano a quien se puede y debe ayudar. La parábola del Buen samaritano es bastante elocuente al respecto.
Volvamos al tema de la enfermedad. Dos cosas yo querría comentar; una de ellas me impactó desde muy joven. Leí un libro que narra la historia de un muchacho que tenía una novia. Ambos estaban muy enamorados. Entonces ocurrió que él descubre que tiene lepra. No recuerdo toda la trama, pero abordaba el tema del amor: por amor el chico decide irse sin decirle a la novia el motivo, para evitarle un mayor sufrimiento. Para mí el solo planteamiento del tema era ya una tragedia humana. ¿Qué haría yo?, me preguntaba.
La segunda cosa que querría comentar es que hay enfermedades que cambian la vida, no sólo que afectan la vida (como toda enfermedad), sino que le hacen dar giros inesperados o insospechados. En tales casos, la vulnerabilidad no se mantiene latente —como en todo ser humano—, sino que se hace patente, elocuente y manifiesta. Se dejan de hacer cosas, actividades o acciones porque ya no se pueden llevar a cabo. A mí me pasó con una desmielinización que padezco en un nervio entre la 4ª y 5ª lumbares. No puedo ya trotar. Y no podré ya. Para una persona que desde los doce o trece años de edad estaba acostumbrada a hacerlo, hasta hace poco más de dos o tres años, es algo que cambia la vida y su ritmo.
Esta sesión no es una terapia psicológica, pero querría dar testimonio de algunos eventos que me llevaron a estar en la vulnerabilidad de enfermedades complejas cuyo diagnóstico ha sido: “Tratamiento de por vida”. Antes de ello, quisiera señalar que yo había sido una persona muy sana en general, casi no me enfermaba y muy rara vez acudía a ver al médico por alguna razón. Además, como he señalado antes, hacía buena dosis de ejercicio. No de dos horas diarias, pero sí, al menos, de cuarenta minutos todos los días.
El sábado 16 de junio de 2018, después de comer, me dirigí al pequeño estudio que tengo en la casa en la parte superior. Tan sólo había subido un par de escalones, cuando repentinamente sentí un mareo inusual, la respiración se me agitó y sentí que me faltaba aire; no sólo eso, mi visión se oscureció. Salí de prisa de la casa, a la cochera para respirar mejor. Por un momento, creí no sólo que perdería el conocimiento, sino incluso la vida.
No hice sino solamente encomendarme: “Señor, que pase lo que quieras, pero no me dejes. Mañana es el Día del Padre”, mientras pensaba en mis hijos. Luego de recuperar el aliento, quise ir al estudio. Dos escalones antes de llegar, nuevamente se repitieron los síntomas. Alcancé a gritar: “Me siento mal”, y salí de prisa a la pequeña terraza. Me tendí en el suelo y esperé otra vez. Mi esposa acudió en mi ayuda. Para no alargar la historia, esa tarde fui hospitalizado y dos días después sometido a un cateterismo. Subjetivamente, mi experiencia fue algo similar a mirar la muerte de cerca.
Luego de esos eventos, por un tiempo, algunas semanas, tuve que usar tanque de oxígeno, consumir anticoagulantes y, por alguna razón, el tobillo izquierdo comenzó a hincharse. La cardióloga me recomendó acudir a una angióloga y a un endocrinólogo. Luego de algunos estudios, la primera me diagnosticó circulación deficiente en la pierna izquierda (debía tomar anticoagulantes más potentes) y el segundo me descubrió hipotiroidismo. Incluso me dijo que eso pudo ser la causa de los infartos.
Al año siguiente, 2019, tuve una trombosis en la pierna izquierda. Objetivamente estaba taponado todo el muslo, de la cadera a la rodilla. El peligro era mayúsculo. La recuperación fue larga. Los anticoagulantes, ahora sí, debía consumirlos de por vida. Además, mi pulmón izquierdo tuvo una afectación de alvéolos de entre 5 y 10% por ciento de su funcionalidad. La vida siguió y en 2022, me fue detectada la enfermedad de Crohn. Por ello, dejé de consumir los anticoagulantes por varias semanas, pero eso mismo me generó otra trombosis, ahora en la otra pierna. Fue una conjunción terrible.
No pretendo hacer una catarsis, sino hablar en primera persona. Más allá de la enfermedad está el sufrimiento humano, que, como dice san Juan Pablo II, es más amplio que aquélla (1). El sufrimiento se extiende al ámbito moral —e incluso espiritual—. Y ahí, nuevamente, nos encontramos en situaciones de vulnerabilidad. Duele el cuerpo (sufrimiento físico) y duele el alma (sufrimiento moral). Duele el alma también cuando sufren los demás. Entonces, más allá de la enfermedad, se encuentra esta nueva dimensión del sufrimiento y del dolor. ¿Tiene esto sentido?
La tradición bíblica tiene algunas y variadas formas de describir el sufrimiento. En Salvifici doloris, Juan Pablo II escribe: “De los libros del Antiguo Testamento mencionaremos sólo algunos ejemplos de situaciones que llevan el signo del sufrimiento, ante todo moral: el peligro de muerte, la muerte de los propios hijos, y especialmente la muerte del hijo primogénito y único. También la falta de prole, la nostalgia de la patria, la persecución y hostilidad del ambiente, el escarnio y la irrisión hacia quien sufre, la soledad y el abandono. Y otros más, como el remordimiento de conciencia, la dificultad en comprender por qué los malos prosperan y los justos sufren, la infidelidad e ingratitud por parte de amigos y vecinos, las desventuras de la propia nación.” (2).
Dada la unidad entre el cuerpo y el alma, los sufrimientos de cuño moral suelen manifestarse somáticamente. Como he señalado en los artículos anteriores, la historia humana también muestra no sólo la fragilidad humana, sino el sufrimiento aunado a ella. Aunado al sufrimiento está la noción de “mal”, puesto que se sufren los males advenientes o adyacentes. El mal, aunque no es tema de este artículo, puede distinguirse en el mal que se padece y el mal que se hace, cuyas consecuencias también padecemos.
La vulnerabilidad es, por tanto, una condición humana que, cuando nos toca personalmente, nos lleva no sólo a levantar el rostro para mirar a los demás en busca de su auxilio, sino también a extender la mano cuando vemos el rostro sufriente de los demás. En ese sentido, al mirar el rostro sufriente, como el Buen samaritano, nos conmovemos para “curar las heridas del otro”. La hospitalidad es esa pulsión de alma que reconoce la dignidad del otro y la acoge. Yo he experimentado esa mirada de tantas personas benevolentes desde mi infancia hasta la vida adulta actual. No podré pagar lo que ellas han hecho por mí. Me han mostrado la otra cara de la moneda. Si bien la vida me ha herido, como a todos, como a muchos, también se me ha mostrado como un hospital que me ha curado las heridas. ¡Muchas gracias a todas esas personas!
He visto en todas ellas el rostro y la mano de Dios. He sentido al Buen samaritano que me cura las heridas. He entendido la hospitalidad en ese circuito de la vida. Yo espero, en algún momento, seguir ese ejemplo y ser como el Samaritano: detenerme, mirar al otro y curar sus heridas, como otros lo han hecho conmigo. Mi familia, mis amigos, personas a quienes no conocía también han sido generosas conmigo. La vida, si bien me ha mostrado esa vulnerabilidad de la que he hablado, también me ha mostrado la mano extendida que ayuda, cura y acompaña en momentos aciagos y dolorosos. Vulnerabilidad, sí; pero también y sobre todo hospitalidad, humanidad.
Notas
1 Juan Pablo II, Salvifici doloris, n. 5.
2 Ib., n. 6.