El escritor podía convertir unos melocotones en frutas ‘sentimentales’
Domingo Marchena / En su tinta / Comer
Los adjetivos son a la escritura como la sal a la cocina: la falta empobrece, el exceso envilece. Pocos autores han comprendido mejor esta afirmación que el escritor y diplomático portugués José María Eça de Queirós (1845-1900), autor de algunas de las mejores obras de la literatura del siglo XIX, aunque sus lectores incondicionales siempre piensan que su fama, sobre todo fuera de Portugal, aún no está a la altura de su inmenso talento.
De ser cierta esa contradicción, no sería la única en la vida y la carrera de Eça de Queiroz (así, con la grafía antigua, transcribe su nombre la fundación del novelista, aunque Eça de Queirós es la forma preferida en las modernas traducciones). Hombre de salud delicada, sufrió innumerables problemas estomacales y jamás disfrutó como hubiera querido de la gastronomía, aunque sus novelas son un canto a los placeres de la mesa.
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Muchos de sus personajes sufren “fiebres gástricas” o “espasmos nerviosos” que les afectan al estómago, como Alipio Severo Abranhos, protagonista de El conde de Abranhos, uno de los mayores y más divertidos idiotas de la literatura universal, autor de frases como esta: “No podemos dar al obrero el pan en la tierra, pero obligándolo a practicar la fe, le brindamos en el cielo un banquete de luz y bienaventuranza”.
Otro personaje de esta desopilante novela, el juez Amado, tiene “digestiones monstruosas” que le obligan a tomar infusiones de toronjil o melisa. Sin duda, estos quebrantos eran un reflejo de los que sufría el autor, que padeció una tuberculosis intestinal que lo fue consumiendo poco a poco. Eso no le cortó las alas… ni el gusto. “Con las recetas de sus novelas se podría escribir un libro de cocina”, dice Elena Losada, gran especialista en su obra.
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Otra autora de la que hemos hablado aquí, la baronesa Karen Blixen o Isak Dinesen, también tuvo muchos problemas con la comida y eso no fue óbice para que nos legara un monumento culinario y literario, El festín de Babette. Pero ella hizo ese esfuerzo en una única novela. Eça de Queirós, que falleció en París con 54 años, dejando tras de sí una impresionante estela literaria, lo hizo en prácticamente todos sus libros.
Muchos de sus títulos se publicaron de forma póstuma. Es el caso de La ilustre casa de Ramires, que no se editó en un volumen hasta el año de su muerte, en 1900, aunque antes apareció por entregas en una revista. No destriparemos el argumento de esta novela (o de estas novelas, porque hay una dentro de otra), pero el lector comete un sacrilegio si ha leído ya Madame Bovary o La Regenta, y esta todavía no.
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Estas tres catedrales de tinta (de Flaubert, Clarín y de nuestro autor) tienen mucho en común, no solo el fantasma del adulterio, consumado o no. Las tres contienen muchas alegorías, combinadas con la crítica social y la denuncia de un clima opresivo. En el caso de La Regenta y La ilustre casa de Ramires, además, las conexiones son más que evidentes. Ambas comparten actores secundarios. Uno de ellos es la gastronomía.
Otros son más corpóreos. El Andrés Cavaleiro de Eça de Queirós, por ejemplo, es el gemelo del Ávaro Mesía de Clarín. Los dos donjuanes ven el cuerpo femenino como un campo de batalla, un terreno que conquistar y del que olvidarse, como el protagonista de otro novelón del portugués, El primo Basilio. En La ilustre casa de Ramires hay hasta un Clarín. Bueno, un clarim: el diario O Clarim, de la ciudad de Oliveira.
Eça de Queirós opinaba, como este canal, que la gastronomía permite hablar de todo
Oliveria y Vetusta (trasunto de Oviedo) viven atenazadas por la rutina, el pasado, la necesidad de la regeneración y el temor a los infundios e insidias, “tejedoras de todas las maledicencias”. Más de un siglo después, La Regenta y La ilustre casa de Ramires siguen siendo lecturas gozosas. ¿Cuántos escritores del siglo XXI quisieran el dominio narrativo de sus dos autores, y sobre todo el control de Eça de Queirós sobre los adjetivos?
El portugués se burlaba de los literatos que siempre hablan “de los pálidos rayos de la luna, ¡los eternos pálidos rayos!”, de la misma forma que la sequía siempre es pertinaz para otros. Él, por el contrario, habla de “cielos remotos”, claudicaciones que se realizan con “vencida tristeza” o enamoramientos que transcurren entre “ojos hermosamente negros, de hondo fulgor húmedo”. Pero donde más brilla es el uso de la hipálage.
Esta figura retórica atribuye a un complemento una cualidad que no le correspondería, pero que se acepta por el contexto, como la “olorosa mudez”. En el capítulo VIII aparece el “cestillo sentimental de los melocotones de doña Ana”. El lector comprende que la canasta no es sentimental, sino doña Ana y, sobre todo, el destinatario de su regalo. Los melocotones no son una excepción: las alusiones a la gastronomía son constantes.
La comida, como desde el primer día ha defendido el canal Comer, permite hablar de todo. A Eça de Queirós, incluso, de política. Uno de sus personajes pone en boca de Aristóteles esta máxima: “No vale la pena estropear una buena cena por causa de una mala política”. Y otro personaje remata la idea: “Realmente no vale la pena porque en política lo que hoy es blanco, mañana es negro. Y después, ¡zas!, todo es nada”.Lee también
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En La ilustre casa de Ramires hay personas “que mastican sin cesar almendras tostadas”. Otras manifiestan un “horror fisiológico, visceral al pepino”. A las cenas humildes, a base de caldo de gallina, les suceden los festines pantagruélicos, “con un cabrito asado en un espetón de cerezo”. Eça de Queirós, casado con Emilia de Castro, hija de los condes de Resende, fustigó sin conmiseración a las clases sociales de esos grandes banquetes.
Retrató a nobles con la cabeza hueca (¡ay!, el Alipio Severo Abranhos de El conde de Abranhos), pero con la despensa llena. Si llega un invitado, a cualquier hora se le puede ofrecer “horchata, sangría o limonada”. O vino (vinho verde, del Alvaralhão, de Tordesillas…) porque, como dice un cura de Oliveira, el padre Soeiro, “vinus facit dites animos, mollia corda dat, el vino enriquece los espíritus y ablanda los corazones”.
A menudo se dice que Eça de Queirós pecaba de cierta misoginia. Tienen la culpa descripciones como la que uno de sus personajes hace de Ana Lucena, a la que califica de “espléndido trozo de carne, como hija de carnicero, pero sin una pizca de gracia o de alma”. Para entendernos, Ana Lucena es también la mujer dueña de aquellos ojos de los que hablamos antes, “hermosamente negros, de hondo fulgor húmedo”.
Más que de misoginia, habría que hablar de misantropía. Sus personajes masculinos tampoco salen bien parados, con la única excepción quizá del protagonista de La correspondencia de Fradique Mendes. A Eça de Queirós le dolía la condición humana… y algo más, como se descubre en una última y redentora página (que tampoco destriparemos). La última página de La ilustre casa de Ramires, la novela de un titán de las letras, un señor absoluto de los adjetivos y la sal.
Fuente: https://www.lavanguardia.com/comer/20241025/10041524/eca-queiros-senor-adjetivos-sal.html