Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez
II
Hay otro tipo de consideración sobre la vulnerabilidad humana que tiene más un horizonte histórico, por así decirlo, de épocas. Hay momentos históricos en que la vulnerabilidad humana es más elocuente que en otros momentos. Pensemos en temas de epidemias que han devastado a grandes cantidades de seres humanos y de sociedades enteras. Apenas acabamos de vivir recientemente la pandemia del COVID-19. Más de 6.1 millones de seres humanos fueron sus víctimas en todo el globo.
En México, el gobierno de López Obrador reconoció solamente 333 mil. El INEGI, un año después del término de la alerta por la epidemia, contabilizó 511 mil actas de defunción cuya causa fue el COVID-19. Pero una investigación realizada por un grupo independiente interdisciplinario contabilizó 808 mil fallecimientos por tal causa, muchas de las cuales, según ese informe, pudieron evitarse de haber habido un gobierno eficiente. En algunos pueblos podían verse a diario las carrozas con los cadáveres seguidas por algunos familiares.
Con gran confianza, desde la Modernidad, en los albores del siglo XV hasta mediados del siglo pasado, la humanidad caminaba ufana hacia la nueva tierra prometida del progreso y la plenitud. Al fin, se decía, el ser humano, como el nuevo Adán, renacería y habitaría un nuevo paraíso terrenal, un cielo nuevo y una tierra nueva, no en el más allá, sino en el más acá de la realidad histórica. Surgieron varios modelos del hombre y la mujer nuevos: el racional, el emotivo, el creador, el poderoso; incluso, el de la nueva clase dominante e igualitaria: el libre de toda atadura moral o espiritual.
Pero ya desde la primera mitad del siglo pasado otra vez la vulnerabilidad humana se volvió a mostrar. Incluso desde finales del siglo XIX. Hubo filósofos que advertían que, lejos de la razón, los seres humanos se encaminaban a una ciega voluntad (Schopenhauer). Los más sobresalientes fueron los llamados “maestros de la sospecha”, aquellos que no confiaban ya en la razón de la filosofía de la Ilustración, sino en otros resortes vitales que mostraban no al hombre perfecto de la razón, sino a lo que era realmente el ser humano: un ser que no era el rey del universo, que era una evolución accidental de otros vivientes y que no se regía por la razón sino por el instinto.
Aunque estos pensadores ameritan un estudio aparte, podemos citarlos como los generadores de las llamadas revoluciones antropológicas: 1) Copérnico, cuyos estudios mostraron que, al no ser la tierra el centro del universo, el ser humano no era el rey de la creación; 2) Darwin, cuya teoría de la evolución explicaba que el ser humano no era sino un accidente del proceso evolutivo, pero sustancialmente nada distinto del mundo biológico-animal; 3) Freud, que confirmaba que el hombre no se dirigía por su razón sino por sus instintos, el sexual y el de desear dar muerte a los demás.
A estos pensadores hay que añadir a dos más que vieron los pies de barro del gigante llamado “hombre racional”: Marx y Nietzsche. El primero, crítico de la sociedad democrática capitalista, que vio no sólo la explotación de una clase sobre otras, sino la alienación que tal sistema producía en el ser humano; y el segundo, crítico radical de todo tipo de narrativa, desde la antigua, pasando por la cristiana y la moderna. En el fondo, la realidad no tiene sentido y el ser humano está solo, sin nadie que le escuche ni le ayude en sus necesidades. Por ello, no le queda más que fabular su vida.
¿Qué quiere decir lo anterior? Varias cosas; una, que las visiones anteriores, la Antigüedad, el cristianismo (incluido el medioevo) y la Modernidad, han caído por su propio peso: no hay verdad ni realidad en el fondo, todo es interpretación. La sustancia, Dios, la razón no son sino ilusiones que tiene el ser humano porque no está dispuesto a reconocerse a sí mismo. Porque no está dispuesto a reconocer que la existencia no tiene sentido ni significado, más que el que cada quien pueda o quiera darle.
No hay un significado objetivo, independiente, absoluto. No hay valores más que los que se construyen. Y aun construyéndolos, el ser humano ha de caer en la cuenta de que dichos valores pueden demolerse y volverse a construir una y otra vez, en una dinámica de eterno retorno de lo mismo. Por ello, la existencia humana no sólo carece de significado, sino que es una fábula, un sueño hecho realidad, tipo Hollywood, una fantasía: “vivir sabiendo que se está soñando”. Al final nadie ni el cosmos escucha.
Pero en todos estos pensamientos no vemos sino, una y otra vez, la fragilidad humana, la ilusión misma de la existencia. Y si la existencia es una ilusión, no nos queda sino algo con que vivir esa ilusión: el poder, el poder en todos sus sentidos. El poder, sin embargo, no nos ha mostrado sino que el ser humano es frágil y vulnerable, un ser sacrificado en el altar del poder mismo sin que nada ni nadie pueda ayudarlo. Claro que hay aquí una concepción nihilista y pragmática del poder.
Sin embargo, el poder puede tener otra connotación. El poder, si se somete al deber moral, puede servir al frágil. De hecho, la dinámica de la adquisición de poder tiene que ver con las cuestiones: cómo funcionan las cosas y cómo esa funcionalidad se puede conducir conforme a determinados fines o propósitos. En el borde de éstos, subyace la pregunta moral central: ¿Es lícito hacer eso? Por eso, cuando se da esta escucha de la conciencia moral, el poder puede servir a la humanidad de las personas.
Por otro lado, la vulnerabilidad también tiene un poder especial: apelar al otro para que mire la humanidad que tiene delante, la humanidad del semejante, del prójimo, que interpela desde su condición. La parábola del buen samaritano es elocuente en esto: la humanidad del prójimo caída a causa de unos maleantes y la humanidad del prójimo que se conmueve ante el herido, medio muerto, del que se compadece sin detenerse a pensar si es extranjero o no. Fratelli tutti del papa Francisco parte de esta reflexión para hablarnos de la caridad social y política, de la buena política, capaz de hacer bien.
Una idea, o mejor, una imagen más, a propósito del padre Marcelo Pérez, asesinado en San Cristóbal de las Casas por sicarios de la gobernanza criminal tolerada por el régimen morenista. Como dice el comunicado de la Conferencia del Episcopado Mexicano, el crimen “silencia una voz profética que incansablemente luchó por la paz con verdad y justicia”. La voz de los pueblos y comunidades que sufren la violencia perpetrada por grupos criminales y tolerada por las autoridades civiles, es también la voz de los vulnerables histórica y actualmente que, como el hombre del texto bíblico, “bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones” (Lc 10, 30).
El padre Pérez, como el samaritano, se compadeció del caído, curó sus heridas y lo llevó al hostal para que se recuperara. Pero tal actitud le costó la vida. El actuar pastoral en favor de los pobres se ha criminalizado en esa región del sureste mexicano (por no hablar de otras regiones). La violencia campea. Los grupos criminales se imponen y los gobiernos, local y federal, mandan policía y ejército que, al parecer, o no tienen la capacidad para contener a los violentos o los dejan actuar. Pasan de largo.
Marcelo Pérez no pasó de largo ante el pueblo chiapaneco caído y malherido. Como promotor de la paz, curó las heridas de los vulnerables; se empeñó en protegerlos del asalto y del asedio de los criminales. Levantó la voz en su favor. Como dice el texto bíblico, subió al pueblo sufriente a su montura y lo llevó al hostal para su recuperación. Ahí le dijo al dueño del alojamiento: “Cuídalo y lo que gastes de más te lo pagaré a mi regreso” (Lc 10, 35). «Cuídalo y te lo pagaré al precio que sea. Con mi vida si es necesario». Es lo que hace constantemente Jesús y lo que quiso hacer el padre Pérez.