Por Ricardo Martínez Martínez
@ricardommz07
Drogas, armas, personas. Una triada que nutre de manera constante y permanente, al crimen organizado, en las fronteras geográficas de un territorio, el chiapaneco, donde prácticamente 7 de cada 10 personas son pobres.
Chiapas. Donde la Iglesia, conservadora y progresista en diferentes momentos y ritmos ve caer a sus más progresistas representantes que elevan la voz frente a las injusticias. El último de ellos, el Padre Marcelo Pérez Pérez, párroco de la Iglesia de Guadalupe en San Cristóbal de las Casas.
Y es que, a todas luces, el crimen organizado, que ha sembrado miedo y dolor en diversas regiones del país, no es la excepción en territorio chiapaneco. La violencia en esta región refleja un problema estructural que demanda una respuesta integral y urgente del Estado, pero que también nos hace patente la presencia de un tejido social rasgado.
Un escenario de violencia e inseguridad multicausal. Donde tan artero asesinato y tal descomposición social, no sería posible, sin la colusión de distintos actores en la cristalización de un engranaje al servicio del crimen y la corrupción.
Desde caciques aliados con el crimen organizado, quienes, por conveniencia e interés económico, perpetuan y mantienen formas de producción cimentadas en actividades primarias y la poca o nula transformación y agregación de valor en los productos y servicios, hasta autoridades, municipales, estatales y federales que se hacen de la vista gorda ante lo que sucede.
Chiapas, la de una marcada diferenciación de clases económicas y raciales: dicotomías entre el blanco y el indígena. Entre el que posee mucho y el que nada tiene. Chiapas, caldo de cultivo, por tanto, para alternativas de desarrollo al margen de la economía legal y de las relaciones sociales que parten de la convivencia en sociedad.
Escenario de las desigualdades que llevan a las juventudes a la siguiente reflexión: “Por lo menos, si he de vivir poco, que sea al límite, entre la opulencia y el respeto breve, más llevadero a esta permanente miseria”.
Cambio mi vida y energía por un plato de lentejas, como en la parábola bíblica.
Chiapas, la de niebla que desaparece por la hilera de cerros que bajan a Palenque hacia los grandes ríos; hacia la lejanía concisa de las imágenes. De abundantes recursos, y de cultura imponente. Frontera de México, en cuya fisonomía la población migrante internacional se ha vuelto parte del paisaje, ante la claudicación del mismo Estado. Un Leviatán desdentado, achicado frente al escenario que se le presenta ante sí.
Bien lo mencionaba en su conceptualización teoríca Joel S. Migdal, cuando despojaba al Estado de su análisis abstracto y nos remitía, de manera más modesta, a ver al Estado no como una entidad monolítica con control absoluto sobre la sociedad, como plantean algunas teorías tradicionales, sino más bien como un conjunto de instituciones fragmentadas que interactúan y compiten con múltiples grupos sociales —como clanes, empresas, partidos y otras organizaciones— para ejercer influencia y definir las normas que rigen la conducta de las personas. ¿El Crimen organizado lleva ya la delantera? Nos preguntamos.
Una mirada histórica reciente nos muestra en el territorio sureño un levantamiento armado en 1994 que exigía autonomía.
Los Chiapanecos, sentían- sienten- que el Estado ha hecho poco o nada por ellos. Tampoco sorprende que no podamos contar con servicios públicos de calidad en todo el territorio, ni que los grupos delincuenciales armados le puedan plantar cara al Estado.
Como lo menciona Raymundo Campos en su libro más reciente: “El caso de Chiapas puede calificarse de trágico: en específico, una tragedia silenciosa, porque al parecer no hay nadie en el país que se interese por esta divergencia tan tremenda. Chiapas es la entidad con la mayor pobreza, la segunda donde se hablan más lenguas indígenas (después de Oaxaca) y es el estado con el menor PIB por habitante[1]”
Un laberinto, nudo gordiano que espera una respuesta del Estado, porque como menciona el poema “El Sistema” de Eduardo Galeano.
Los funcionarios no funcionan.
Los políticos hablan pero no dicen.
Los votantes votan pero no eligen.
Los medios de información desinforman.
Los centros de enseñanza enseñan a ignorar.
Los jueces condenan a las víctimas.
Los militares están en guerra contra sus compatriotas.
Los policías no combaten los crímenes, porque están
ocupados en cometerlos.
Las bancarrotas se socializan, las ganancias se privatizan.
Es más libre el dinero que la gente.
La gente está al servicio de las cosas.
La pregunta sigue abierta: ¿es posible que el Estado mexicano recupere su fuerza y brinde a Chiapas la justicia y el desarrollo que tanto necesita?
[1] Campos Vázquez, Raymundo M.. Desigualdades: Por qué nos beneficia un país más igualitario. Grano de Sal. Edición de Kindle.