‘Cómo ser una mujer en el Renacimiento’, de Jill Burque (ed. Crítica) nos abre la puerta a un mundo fascinante, el del ideal de belleza de nuestras antepasadas europeas y cómo se las apañaban para alcanzarlo (o acercarse), a menudo, con gran riesgo para sus propias vidas.
SILVIA NIETO / S MODA
al vez si se nos prohíben los adornos, nosotras, esposas, hijas y hermanas, nos mostraremos menos dispuestas a someternos a vosotros, hasta el punto de que ya no podremos garantizar que no vayamos a decir adiós a nuestra familia y romper las cadenas de la servidumbre femenina». Este texto, fragmento del titulado ‘Declamación de las señoras de Cesena sobre la ostentación’, data de 1575. Sí. En pleno siglo XVI, estas damas defendían su derecho a estar guapas. Lo hacían para oponerse a un proyecto de ley suntuaria que amenazaba con prohibirles el uso de determinadas prendas, peinados o maquillajes. Estaban dispuestas incluso a abandonar a sus familias, ahí es nada, si les apretaban las tuercas. «Pero qué broma es esta», les faltó decir, «antes muertas que sencillas».
Menuda sorpresa. Protofeminismo por la vía de la reivindicación cosmética y vestimentaria (la propia Christine de Pizan, siempre presente en los textos sobre los inicios del feminismo, defendía el buen aspecto en las damas). Es uno de las muchos hallazgos fascinantes que la catedrática de Culturas Visuales y Materiales del Renacimiento en la Universidad de Edimburgo, Jill Burke, nos regala en ‘Cómo ser mujer en el Renacimiento’, un viaje a través de la cultura de la belleza del cinquecento, sus estrictos cánones y cómo se las componían ellas para cumplirlos. Desde depilarse hasta teñirse de rubio (el color de pelo fetiche de la época, nada nuevo bajo el sol), eliminar arrugas,adelgazar o conseguir la nariz perfecta (vía rinoplastia, sí). El libro incluye, además, algunas de las recetas para elaborar cosméticos de la época (de las que la autora ha eliminado los ingredientes tóxicos, por cierto). Como el ‘Colorete muy ligero y excelente de Catalina Sforza’, que se elabora con virutas de sándalo rojo y vodka. O la ‘Crema antiarrugas de sebo y almáciga’ que se hace con sebo de cordero, clara de huevo, mantequilla, incienso y lágrimas de almáciga (no, la almáciga no era un invento de Monty Python, es la resina del lentisco).
Rinoplastias en pleno siglo XVI
El libro de Burke nos lleva de asombro en asobro. En 1590, relata por ejemplo, el caso de «una joven suiza a la que sólo se conoce como Susanna N, quien «fue atacada por un grupo de soldados. Se resistió a sus intentos de violarla y, como venganza, le cortaron la nariz. Dos años más tarde, el cirujano francés Jean Griffon reconstruyó con éxito su nariz mediante el empleo de técnicas nuevas desarrolladas por primera vez en el sur de Italia, que consistían en utilizar piel de la parte superior del brazo. Hay constancia documental de que su nueva nariz, salvo porque se volvía ligeramente azul cuando hacía mucho frío, seguía teniendo buen aspecto en 1611 y 1613″. No nos lo creemos del todo, porque las fake news ya existían en el siglo XV, pero vale.
Ni un pelo de tontas
Una de las conclusiones más fáciles de extraer del libro es la siguiente: no hemos inventado nada, ni siquiera nuestras fijaciones estéticas. En el Renacimiento lo que molaba era ir depilados. Depilados ellos y depiladas ellas, porque el vello estaba fatal visto. El vello se rasuraba, pero también se eliminaba con una pasta. ¿Qué pasta? Una inspirada en una utilizada en Oriente, la rusma, una mezcla muy alcalina de oropimente (sulfuro de arsénico) y cal viva (óxido de calcio) que arrancaba el cabello «de un modo muy similar a las cremas depilatorias actuales» (el milagro es que no arrancase también la piel, la carne y los huesos). También se teñía el vello público con alheña, vamos, con henna.
Burke cita un texto del temprano siglo XII escrito por un médico de Salerno donde ya se refería a cómo proceder para la depilación. Entre otras cosas decía: «Para que una mujer pueda llegar a estar suavísima y lisa, y sin pelos de la cabeza a los pies… debe tomar un baño de vapor y untarse un depilatorio hecho con oropimente y cal viva… pero no debe frotarse porque se excoriarían sus miembros». Lo dicho, que toda precaución era poca.
No era la única técnica de depilación. Unas más bárbaras que otras, demuestran el enorme interés por quitarse todo pelo de encima, también en España. Las clientas de la Lozana andaluza, por ejemplo, le piden depilación porque sus maridos «lo quieren ansí, que no quieren que parezcamos a las romanas que jamás se lo rapan». Igualmente, Marinello, en el siglo XVI, exhorta a las mujeres a depilarse porque, dice, muchas damas se vuelven tan peludas «que parecen una bestia salvaje».
Dicen que tienes veneno en la piel (y era cien por cien verdad)
El arsenal cosmético era enorme en la época. La idea era tener una piel muy blanca y sin imperfecciones, sonrosada lo justo, y por supuesto con las menos arrugas posibles. ¿Nos suena? En busca de productos que lo lograran, se llegaron a usar muchos venenosos. Entre ellos, el arsénico «comúnmente utilizado como insecticida tópico contra parásitos como los ácaros de la sarna y los piojos. También se usaba de vez en cuando en cremas para blanquear la piel, como en la compleja receta de Caterina Sforza de alrededor de 1500 para elaborar un «agua excelente que deja la cara, la garganta, el cuello, el pecho y las manos de las mujeres blancos y, por lo demás, bien coloreados». Se obtenía del oropimente que, junto con la cal viva, ya hemos visto que eran habituales en las cremas depilatorias. Aquí advierte Burke contra la tentación de pensar que las mujeres renacentistas eran bobas por usar productos venenosos para su propio cuidado. Lo sabían muy bien, afirman, y más de una usó su propio maquillaje para huir de su matrimonio…
Otro producto común en el ‘cuidado’ de la piel era el mercurio, en su encarnación como ‘solimán’. También se usaba albayalde, blanco de plomo. Se frotaban las mejillas con amianto para enrojecerlas. Pero, ojo, como explica Burke, «el mercurio, el plomo y el amianto se utilizaron ampliamente en la producción de diversos productos y muchos tratamientos médicos hasta el siglo XX». Vamos, que no es que las mujeres fuesen suicidas, es que nadie conocía el potencial tóxico de estas sustancias.
Isabel de Aragón (1470-1524), hija del que sería el rey Alfonso II de Nápoles y esposa del duque de Milán Gian Galeazzo Sforza, se hizo famosa, aparte de por sus sufrimientos, por inventar un blanqueador de piel que, según Burke, pudo ser el responsable último de su muerte. El producto se elaboraba con 12 limones, 25 huevos y una mezcla de alumbre, amianto, bórax, alcanfor y solimán. «Tras melar estos ingredientes se coloca todo en una olla con leche de burra y malva, y después se destila en un alambique». La usuaria debe prepararse la cara lavándola con un exfoliante de migas de pan y, a continuación, aplicarse el agua durante una hora. La exposición constante al mercurio del solimán, durante la cocción y la aplicación, podrían haber llevado a la muerte a Isabel.
El pelo, rubio brillante, ande o no ande
El cuidado y belleza del cabello es otro asunto que Burke trata extensamente. En lo que a la estética se refiere, todas las mujeres aspiraban, cuenta, al pelo rubio dorado, presente en todas las descripciones de mujeres bellas de la época. Así que, explica, no es de extrañar «la existencia de una gran cantidad de recetas para aclarar el pelo en las fuentes de la Edad Moderna, más que para ningún otro color». Aunque el rubio dorado -o ‘hilo de oro’- fuese el tono favorito, existían otros tonos muy de moda como el rubio azafrán o el ceniza.
En Venecia el pelo se teñía en la azotea de la casa siguiendo un protocolo muy específico. Se hacía a la hora de mayor exposición solar, con un sombrero sin copa que protegía del sol mientras el decolorante se aplicaba al pelo con una esponja atada a un mango y la ayuda de un espejo. Para la decoloración se utilizaba sosa, básicamente. La mencionada exposición al sol era clave para acelerar el proceso. Para el lavado del cabello existían muchas mezclas, que a menudo incluían lejía.
Capítulo aparte, muy divertido por cierto, lo constituye la descripción del lavado del cabello, que en la época se relacionaba con aspectos de salud. Para lavárselo, cuenta Burke, había que «dejar la vida en suspenso». De hecho, relata, la dificultad de secarse el pelo en invierno se podía utilizar «como una práctica excusa para evitar actos sociales. Por ejemplo, Lucrecia Borgia recurrió varias veces al pretexto de que necesitaba descansar después de lavarse la cabeza para esquivar fiestas a las que no quería asistir». Un lavado de pelo llegó a retrasar su entrada ceremonial en Faenza. Cinco días después, «desapareció durante un día para lavárselo una vez más. Al parecer, si no lo hacía con bastante frecuencia, tenía jaquecas».
En resumen, una lectura refrescante, muy interesante y desprejuiciadora, que no sólo cambiará nuestra visión de las mujeres del pasado, sino que también nos ayudará a relativizar la imagen que tenemos de las del presente. Un básico para tu biblioteca.
Cómo ser una mujer del Renacimiento. Mujeres, poder y el nacimiento del mito de la belleza
JILL BURKE
346 páginas. Ed. Crítica. Puedes comprarlo aquí.
Fuente: https://www.elmundo.es/yodona/lifestyle/2024/06/28/667d624efc6c8343248b45a2.html