Alberto de la Fuente fue secuestrado en México en 2016 y encerrado en un cuarto sin luz ni ventilación. Por los altavoces sonaba música las 24 horas. Dormía en el suelo. Hacía las necesidades en una nevera de camping. Cuenta su historia en ‘La caja’
PEDRO SIMÓN / PAPEL
Lo secuestraron cuando regresaba de llevar al hijo mayor al colegio. Lo encerraron en una caja dentro de una habitación. La caja medía 1,5 metros por 2. Dentro de la caja no veía la luz del sol, ni podía hablar con nadie, ni sentía correr el aire.
En la caja había dos altavoces por los que siempre sonaba música: si era de día, le ponían narcocorridos a un volumen ensordecedor. Si era de noche, le ponían música clásica algo más baja. Así fue como distinguía las horas de la vigilia de las del sueño.
En la caja había mirillas por las que era observado como si fuera un insecto. Sensores de movimiento. Cámaras de videovigilancia. Dos focos led en el techo. Una colchoneta. Una trampilla por la que le pasaban comida y agua. Y también había una nevera de camping: allí tenía que cagar y mear.
Qué decir. Aprendió a llorar sin hacer ruido. Rezaba cientos de padrenuestros al día. Calcula que anduvo 2.500 kilómetros allí dentro, unas nueve horas cada jornada. Terminó hablando con un plátano. Perdió 25 kilos. No murió.
Así fue la vida en la caja durante 290 días. Se llama Alberto de la Fuente y lo extraño es que no esté loco.
Su historia la cuenta en La caja. Crónica de un secuestro de 290 días (editorial Medialuna), donde el empresario mexicano de 44 años detalla su cautiverio animal en un país, el suyo, donde hay cinco secuestros cada 24 horas.PARA SABER MÁS
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Conversamos con él por teléfono. Alberto está haciendo el Camino de Santiago y destila serenidad. Cuesta imaginarse a este hombre encerrado en un ataúd de 1,5 x 2 metros. Nos habla con calma y sin edulcorantes de aquellos nueve meses que devorarían a cualquiera.
Hay cosas que está a punto de contar que son indescriptibles.
Por eso hemos tomado una decisión: íbamos a hablarles de La caja, pero lo mejor va a ser que entren ustedes en ella.
EL SECUESTRO
«Aquella mañana del 29 de noviembre de 2016 hice lo de siempre: llevaba a mi hijo de tres años y medio al colegio. Eran nuestros 15 minutos. Yo salí apresurado. Dejé al niño y la idea era volver para asearme y salir a trabajar. Pero, al retornar, me di cuenta de que en la calle por la que iba el tráfico iba muy lento. Era una calle muy estrecha, una ratonera, un sitio en el que era imposible maniobrar. A lo lejos vi una patrulla de la Policía de doble cabina con unos agentes vestidos de militares perfectamente armados. Pensé que era un operativo común. Entonces fueron viniendo hacia donde me encontraba con mi coche y prendieron la sirena. Al llegar, hicieron una maniobra de película y cerraron el paso de la calle. Yo dudé que fuera el objetivo, porque tenía un coche delante y otro detrás. Pero de repente me apuntaron con cuatro o cinco rifles».
«Llevaban la cara oculta. Se bajaron. Decidí colaborar. Pensaba que era una confusión y que todo se aclararía. Entonces me esposaron y me subieron a la camioneta. Tenía un miedo grande. Me taparon los ojos. Me pusieron unos auriculares con música muy alta para que no escuchara nada. Lo que más me aterró fue que no se dirigieran a mí en ningún momento. Luego llegamos a otro vehículo y me subieron a él. En no más de media hora, estábamos en lo que se supone que era su casa de seguridad. Hubo un mínimo cuestionario monosilábico para saber lo que llevaba y se lo diera. ¿Llaves? No. ¿Cartera? No. ¿Reloj? No… Me bajaron y me encerraron. No volví a cruzar una palabra con nadie en 290 días».
EL CAUTIVERIO
«Era una caja dentro de una habitación. Un cuarto ridículamente pequeño dentro de otro cuarto. Calculo que no mediría más de dos metros por uno y medio. Si estiraba los brazos, tocaba las dos paredes. Estas eran de color gris y estaban aterciopeladas. Lo mismo que el techo. El suelo era de hule antideslizante. En cada pared había una mirilla, cámaras de vigilancia y sensores de movimientos. Había dos focos led en el techo que regulaban a su antojo. Y música a todas horas. Por la mañana, narcocorridos en los que se hablaba de violencia, de narcos, de muertes, de secuestros, de extorsiones… Canciones aborrecibles que ponían muy altas. Por la noche, bajaban la intensidad de la luz y ponían música clásica. Me sentía como un animal de circo. La colchoneta era muy rudimentaria. Y luego está la nevera que hacía las veces de excusado y sacaban una vez al día. Para entretenerme, me pasaban libros de la editorial Dolmen, del género zombi, de terror… También de asesinos seriales. Lo que menos quieres leer en ese momento. Pero yo me los leía igual, claro».
Ponían música a todas horas. Por la mañana, narcocorridos. Por la noche, música clásica
«El reglamento de la caja era muy básico, pero muy claro. Me lo dieron por escrito. No podía gritar. No podía golpear la caja. No podía tratar de hacerme daño. No podía desobedecer. Si no obedecía, entraban a darme una golpiza. Ellos daban tres toques en la puerta cada día y yo tenía que arrinconarme y ponerme la capucha y esperar a que se fueran. Así metían la comida o el agua o se llevaban los excrementos. Ellos siempre entraban disfrazados. Con un respirador de esos que ves en las películas de las guerras bacteriológicas. Era por mi olor. 290 días allí dentro. Sin ventilación. Imagina ese olor que yo ya ni sentía».
LA RUTINA
«En los primeros cuatro días en los que viví en la oscuridad total, no sabía si me iban a matar. Fue muy angustiosa esa incertidumbre. Luego me comunicaron que era un secuestro y entonces, aunque parezca mentira, descansé… Me comunicaron por escrito que habían pedido una cantidad, que fuera paciente, que tratara de entretenerme con lo que pudiera, que solo eran negocios, una transacción económica, decían… La vida era terriblemente aburrida y tediosa. No sé a qué hora me levantaba. Sé que el día empezaba porque quitaban la música clásica y empezaban los narcocorridos atronadores. Porque subían la intensidad de la luz. Porque tocaban tres veces la puerta y me metían agua para darme un baño con esponja… Por una trampilla me metían una bandeja de alimentos como las de los aviones. Bastante elaborada. En la que no faltaba fruta. Si enfermaba y moría no les servía».
«En mi rutina diaria siempre estaba hacer ejercicios físicos que me inventaba y caminar. Daba cuatro pasos cortos y giraba. Cuatro pasos cortos y giraba. Así durante nueve o 10 horas. Calculo que hice 2.500 kilómetros en los nueve meses de secuestro. Me concentraba en las razones que tenía para seguir vivo y querer salir de allí. Le rezaba a Dios 500 o 1.000 padrenuestros al día».
«Al principio te sientes humillado cuando haces tus necesidades y sabes que te están observando al otro lado de la caja. Te da pudor. Es una violación de tu intimidad. Pero luego te acostumbras. Aquellos secuestradores profesionales vieron partes de mi cuerpo que yo no he visto jamás, lunares que yo no me puedo ver. Lo vieron todo».
EL INFIERNO
«A partir del quinto mes no podía más y empecé a retarles. Me envalentonaba desesperado y les hablaba a las cámaras. Quebraba su reglamento. Desafiándolos. Entonces ellos entraban disfrazados y me daban una golpiza. Comenzaron a darme comida nada más que una vez al día. Me quitaron la ropa. Los libros. Nunca me cortaron el pelo hasta que se pagó el rescate. Así vivía y nada cambiaba. Yo pensaba que las negociaciones tenían que ir yendo fatal para que yo estuviera de esa manera. Perdí la fuerza y la motivación. Decidí dejar de comer y de asearme. Estaba desesperanzado y me estaba dejando morir. Porque había estado luchando meses con todo lo que tenía y no había logrado nada. No dormía. Como mucho tres horas. Ni siquiera el sueño era una ruta de escape. La pesadilla era en vida».
Hice lo mismo que Tom Hanks en ‘Náufrago’. Solo que yo le hablaba a un plátano
«Lloraba y lloraba y lloraba, y aprendí a llorar sin sonidos. Lo hacía tres o cuatro horas al día… Pensaba en cortarme con el cuchillo de plástico que me daban y entraban a golpearme. No sé ni cómo no acabé loco. Entonces, un día, durante unos segundos, vi la imagen de mi hijo allí en la caja. O creí verla, da lo mismo. Su mensaje era: ‘Tú no te vas a dejar morir, papá…’. Fue como gasolina. Y en esa situación te agarras a todo para salir. Hice lo mismo que Tom Hanks en Náufrago. Solo que yo le hablaba a un plátano. Nunca me gustaron cuando era pequeño, porque me los hacían comer a la fuerza. Pero la caja no era un hotel y comías lo que había… Reprogramé mi mente y conecté con un recuerdo bonito: el de mi hijo comiendo un plátano en la cocina. Entonces yo, cada vez que cogía un plátano, le hablaba al plátano como si aquella fruta fuera mi hijo: ‘Pronto nos vamos a ver tú y yo, hijo’. ‘Cuida de tu madre y de tu hermana’. Cosas así… Cada día. Como una comunión. Antes de comerlo».
LA SALIDA
«No quiero hablar de cómo fue el rescate. No. De eso no voy a hablar. Solo quiero hablar de lo que ocurrió en la caja, de cómo me marcó cuando salí, de cómo lo he superado… Pero no de los detalles del pago del rescate ni de la cantidad. Porque sí: se hizo una colecta familiar para sacarme… Fueron unas negociaciones muy atípicas. Ellos son de lo más profesional que hay en la industria, con 20 años de experiencia en este tipo de crímenes. Salieron impunes. Siguen sin castigo. Como auténticos fantasmas. Operaban de un modo muy sofisticado. Mi padre ni siquiera pudo hablar con ellos durante todo mi secuestro».
«Cuando salí y sentí el aire por fin… cuando sentí el viento en aquel terreno baldío en que me dejaron libre de madrugada, fue como si me abrazara Dios. Cada vez que veía la luna en los primeros días, lloraba. Cada vez que veía el sol, lloraba… Fue difícil adaptarse a estar en casa. No tenía hambre, tardé meses en recuperar el apetito, porque era algo que yo había enterrado en la caja y lo había metido bajo siete candados… Durante el primer mes no dormía. Me despertaba gritando y no me acostumbraba al nuevo ritmo: me podía meter en la cama a las 11 de la noche que a la una ya estaba despierto. Entonces fui muy consciente de lo mal que lo habían pasado todos sin mí. Mi mujer escribió un diario durante ese tiempo. La bebé no tenía clara la noción del papá. Fue muy difícil conectar con ella. He tardado dos años».
Cuando sentí el viento en aquel terreno baldío en que me dejaron libre de madrugada, fue como si me abrazara Dios
«Al salir quise enfrentarme a todo eso que me pudiera causar angustia. Me bajé un listado de narcocorridos y los escuché a todo volumen. Hoy puedo decir que no me causan miedo. Solo indiferencia. Que sigo viviendo en mi país. Que sigo pasando por esa calle donde me secuestraron. Que decidí dejar el miedo en la caja, porque si no seguiría siendo prisionero en libertad. Es verdad que, a veces, necesito hablar con ciertas personas. Me he entrevistado con 15 hombres y mujeres que también fueron secuestrados. Tengo esa necesidad. Cada uno lo vivió a su manera… Una cosa aprendí: nunca había valorado tanto el silencio como cuando estuve en la caja. Hoy no me molesta estar solo. Sin ruido. Alejado. No vivo obsesionado por lo que pasó. Sigo canalizando mi energía en saber que cada día es un regalo. Soy más consciente de mi temporalidad, de que no debo desperdiciar el tiempo en algo que ya fue. Pienso lo que Borges: que el olvido es la única venganza y el único perdón. Y una última cosa, por cierto… Al día de hoy, como plátanos, ¿sabe? Le perdí el asco a los plátanos».
La caja: Crónica de un secuestro de 290 días, de Alberto de la Fuente (editorial Medialuna), ya está a la venta. Puede comprarlo aquí
Fuente: https://www.elmundo.es/papel/historias/2023/05/17/6464ffb8fc6c838b5d8b459a.html