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Polvo aquí, polvo allá: cuando la enfermedad y el reparo crearon la moda de las pelucas imposibles | ACyV

Una «multitud infinita» de pacientes con sífilis estaba abarrotando los hospitales cuando Luis XIII comenzó a perder el pelo. Lo suyo resultó ser pura herencia, pero el estigma ya estaba ahí, y había que hacer algo para evitarlo…

Retrato de hombres con peluca, por Nicolas de Largillière en el siglo XVII. (Wikimedia)

CARMEN MACÍAS / ACyV

Hubo una vez en que el cabello fue un emblema, un símbolo de estatus, una herramienta de poder, pero también un billete de ida a la vergüenza pública. Muchas de las modas pasadas pueden resultarnos hoy perversas y perturbadoras. Con los ojos impregnados de las que ahora nos ocupan, resulta una sorpresa conocer que, a veces, no llegaron por llegar, sino para proteger a las gentes. Claro que, como toda moda, incluso las que tenían buenas intenciones siempre se acababan yendo de las manos.

El fin de la Edad Media iba a llegar con regalito: las enfermedades, epidemias y otras dolencias comunes durante la misma no se quedarían en el pasado con ella, por más que incluso el empeño porque así fuera haya llegado hasta nuestros días con el atisbo de seguir mirando a aquellos siglos como los más oscuros de nuestra historia. Las complicaciones sociales seguirían pese a la modernidad que intentaba camuflarlas, y eso es precisamente lo que intentó hacer la ‘peruke’ o ‘periwig’. Vamos, la peluca.

Foto: Una peluquera pasándolo mal con una peluca en el siglo XVIII. (iStock)

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Así se conoció a las primeras pelucas, de esas que hoy vemos en el cine «de época» y que a menudo nos hacen gracia. Ahora sabemos que el pelo puede caerse por múltiples motivos, actuando de hecho como un reloj, y quien avisa no es traidor. Sin embargo, hace algunos siglos no estaba tan claro, aunque ya se entendía que una cúpula calva podía ser causa de enfermedad, y si contra la enfermedad no se podía hacer nada, habría que buscar el remedio en la reputación.

Ilustración satírica de un peluquero construyendo una peluca en la cabeza de una mujer. (Wikimedia)

Intentando disimular

Para 1580, recuerda Lucas Reilly en Mental Floss, la sífilis se había convertido en la peor epidemia que azotaba a Europa desde la peste negra. William Clowes, cirujano por entonces, dejó constancia de ello escribiendo que una «multitud infinita» de pacientes con sífilis abarrotó rápido los hospitales de Londres (y de media Europa), «y cada día entraban más». Sin antibióticos, recuerda Reilly, las víctimas se enfrentaban en masa, de nuevo, a la peor parte de la nueva enfermedad: llagas abiertas, erupciones cutáneas de todo tipo, ceguera, demencia y, claro, pérdida de cabello.

Ilustración titulada

Hechas de cabello humano, lana de oveja o fibras vegetales, según el estatus social, se sabe, por ejemplo, que los antiguos egipcios ya se afeitaban la cabeza y usaban pelucas para protegerse del sol, y que los asirios, fenicios, griegos y romanos también usaron postizos artificiales en ciertas ocasiones. Sin embargo, quedaron al margen de las necesidades sociales hasta que se popularizaron de nuevo en el siglo XVI.

Por supuesto, aquellas nuevas pelucas no eran como las que tienes en mente. Para encontrar grandes cabelleras de quita y pon como las que el cine nos ha mostrado hubo que esperar que entrara en acción un rey de Francia. «Primero no eran exactamente elegantes. Eran solo una vergonzosa necesidad», dice Reilly. Todo cambió en 1624. Aquel año resultó fatídico en Versalles, porque Luis XIII comenzó a perder el pelo por pura herencia y, claro, no había otra que unirse a la desgracia escondida de la gente del pueblo si quería evitar habladurías. No iba a hacerlo, desde luego, de la misma forma, así que para él encargaron una peluca elegante sin precedentes. Para 1665, la industria de las pelucas se había asentado en Francia después de que el asunto de fabricarlas se convirtiera en todo un arte con la monarquía como primera clienta.

El gran negocio de las pelucas

Con la formación de un gremio de fabricantes de pelucas a disposición de la demanda creciente, apareció también las lógicas de clase como negocio. La peluca se convirtió en un símbolo distintivo de clase. A través de ella podía entenderse el estatus de una persona, y por eso su tamaño y forma se multiplicaba sin límites. Como señalan desde Britannicaen el siglo XVII alcanzó su máximo desarrollo cubriendo la espalda y los hombros y bajando por el pecho de hombres y mujeres.

Retrato de la reina Isabel I de Inglaterra.(Wikimedia)

Aquella moda cruzó el canal para llegar a Inglaterra, y el patrocinio real fue crucial para que lo hiciera: la reina Isabel I, de hecho, ya llevaba una peluca pelirroja, apretada y elaboradamente rizada al estilo «romano» antes de que en Francia se incluyera dentro y hasta fuera de la corte. Las ‘perukes’ o ‘periwigs’ para hombres se introdujeron en el ámbito inglés, de hecho, ya con la influencia francesa después de que Carlos II fuera restaurado al trono en 1660 (en el exilio, pasó gran parte de su tiempo en Francia).

Para entonces, en Francia el hijo y sucesor Luis XIII, Luis XIV de Francia, no podía vivir sin ella. Su despampanante apuesta por peinados imposibles contribuyó a su difusión en otros países europeos o de influencia europea. Este último tenía solo 17 años cuando su cabellera comenzó a perder fondo. Preocupado de que aquella calvicie precoz dañara su reputación, contrató a nada más y nada menos que 48 peluqueros. Cinco años más tarde, el rey de Inglaterra, el primo de Luis, Carlos II, hizo lo mismo cuando su cabello comenzó a encanecer (ambos hombres probablemente tenían sífilis). Los cortesanos y otros aristócratas copiaron inmediatamente a los dos reyes.

Despiojar una peluca resultaba mucho más fácil que despiojar una cabellera real. ¿Que se infectaba? Bastaba con enviarla al fabricante para que la hirviera y listo

Cuando Luis y Carlos murieron, las pelucas no lo hicieron con ellos. Se habían dado cuenta de que además de disimular la calvicie, también prevenían los piojos, y estos pequeños y molestos animalillos pululaban a sus anchas en ese momento. Ante la situación, despiojar una peluca resultaba mucho más fácil que despiojar una cabellera real. ¿Que se infectaba? Bastaba con enviarla al fabricante para que la hirviera y listo, las liendres morían y peluca nueva.

Polvo aquí y polvo allá

El siglo XVIII vio pelucas elaboradas con peinados de hasta un metro de altura y rizos muy decorados. Las pelucas blancas con tirabuzones largos reinaron durante décadas. De hecho, algunas damas le echaron tanta imaginación que añadieron a sus pelucas pequeñas jaulas de pájaros. Desde luego, fue una época de explosión extravagante, una reacción completamente opuesta al pudor de siglos pasados.

Ilustraciones tituladas

En ese momento, las pelucas se «pulverizaban», lo que les daba ese característico color blanco o grisáceo. Las mujeres habían dejado de usarlas. Para ellas lo más destacado eran ahora los peinados complementados con cabello artificial. No obstante, también se empolvaron el pelo. Eso sí, desde la década de 1770 en adelante, cambiaron el blanco brillante para distinguirse de los hombres.

Mientras se pulveriza la peluca, de Pehr Nordquist. (Wikimedia)

Aquel polvo para peluca estaba hecho de almidón finamente molido que se perfumaba con azahar, lavanda o raíz de lirio. Aunque parezca blanco, en realidad no siempre lo fue: a veces era de color violeta, azul, amarillo, o incluso rosa.

De la moda a la sátira

Con todo ello, se volvió un paso esencial de cualquier preparación previa en ocasiones de gala, y así continuó siendo hasta casi finales del siglo XVIII. Por supuesto, su buena reputación también iba acompañada de una narrativa que cada vez las satirizaba más (como para no hacerlo), y es que la gente entonces también tenía ojos. Si hacía mucho viento, o te movías demasiado o, simplemente, te la colocabas regular, las risas estaban aseguradas para los demás.

La familia del rey Felipe V de España, nieto de Luis XIV de Francia, en un retrato de 1743 por Louis-Michel van Loo. (Wikimedia)

Poco a poco, la gracia se impuso a la tendencia, volviéndola ridícula. A finales de siglo, con la Revolución francesa, empezaron a desaparecer. En Reino Unido fue George IV el responsable del cambio. Después de que los opositores políticos impusieran un impuesto a las pelucas en polvo, dejó de usarlas en favor de su pelo natural. Sin embargo, ciertas profesiones que las habían establecido como parte de su traje oficial ya no se pudieron desprender de ellas.

Ilustración con catorce cabezas que muestran diferentes tipos de pelucas para hombres en el siglo XVIII. (Wikimedia)

Es el caso, por ejemplo, de los jueces que ocupaban las salas de audiencias. Las pelucas entraron en ellas simplemente porque se usaban fuera. Como prenda imprescindible para la buena sociedad, se entendió que no podían faltar en aquellos lugares donde se representaba dicho carácter. «Para 1685, las pelucas largas hasta los hombros se convirtieron en parte de la vestimenta adecuada de la corte, porque los abogados también se consideraban parte de la sociedad de clase media. En la década de 1820, las pelucas habían pasado de moda, pero los cocheros, los obispos y los abogados seguían usándolas. Los cocheros y los obispos se detuvieron a mediados de la década de 1830, pero nuevamente los tribunales mantuvieron la tradición», apuntan desde The Lawyer Portal.

Muy atrás parecen haber quedado aquellas pelucas imposibles, aunque no tanto la manía por la que una vez se volvieron tan requeridas: dos siglos después de que se les dejara a un lado, siguen nuevas formas contra el estereotipo que supone la edad o, también, la enfermedad. Así, el injerto de pelo está a la orden del día; y, si bien con mucho menos volumen y recorrido, tampoco es que las pelucas hayan desaparecido del todo. Y si no te atreves con tanto, buenas son unas extensiones. De una forma u otra, María Antonieta nunca dejó de estar a la última.

Fuente: https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2023-04-14/pelucas-imposibles-historia-sifilis-enfermedad-moda_3609670/

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