La presión por responder a unos cánones de belleza tan irreales como inalcanzables nos convierte en presa de las inseguridades y el autocastigo
GEMA GARCÍA MARCOS / ZEN / EL MUNDO
Seamos sinceros con nosotros mismos. ¿Cuántos de nosotros somos capaces de desnudarnos antes nuestras parejas -obviamente el tiempo y la confianza hacen mucho- sin tapujos, sin cubrirnos aquí o allí? Es más, ¿cuántos de nosotros somos capaces de mirarnos al espejo, tal y como nuestras madres nos trajeron al mundo, y decirnos: «me gustas un montón»?
El tema se las trae porque, a pesar de que se nos venda con insistencia el marketiano concepto del ‘body positive’ y que, realmente, parezca que algunas cosas están cambiando, el mazo de la presión social por ser (o parecer) joven y siempre bello nos sigue machacando la cabeza. «La arruga es bella», proclaman. «La celulitis es algo natural», nos dicen. Pero, entonces, ¿por qué los hombres y las mujeres -sobre todo, ellas- que salen en las películas o en la publicidad no tienen nada de eso?
Y, claro, en este escenario a ver quién es el guapo que se ‘atreve’ a mostrarse en todo su esplendor, especialmente, si los ojos que le van a contemplar son ‘nuevos’.
¿Por qué nos ‘maltratamos’ tanto a nosotros mismos? «Es obvio que ningún niño pequeño tiene la percepción de que tiene las piernas gorditas o no le gustan sus ojos. Nosotros no nacemos sintiendo un rechazo hacia nuestro propio cuerpo«, nos recuerda Isabel Serrano-Rosa, psicóloga y directora de EnPositivoSí.
Al parecer, nos cuenta esta psicóloga, «el primer yo que desarrollamos es una identidad corporal y lo hacemos no solo a través del autodescubrimiento, sino que también nos llega mediante un yo relacional. Vamos forjando nuestra identidad a través de lo que nuestros padres y la gente que nos rodea nos cuentan sobre nosotros mismos».
«La mirada del otro -explica- nos marca desde pequeños, diciéndonos cómo somos. Primero, en nuestro entorno más cercano y, más tarde, es la sociedad la que nos dicta un ideal del yo, lo que debería ser ‘una persona perfecta’ que cumple con los cánones establecidos».
Un buen día, llegamos a «una edad en la que comienza a aparecer el pudor y que nos marca qué parte de nuestra anatomía podemos mostrar y cuál no; qué parte es ‘pública’ y qué parte es ‘íntima’ Si, llegados a este punto, hemos ido construyendo una idea negativa en torno a la percepción de nuestro propio cuerpo, nos volveremos más tímidos y vergonzosos».
La cosa empeora todavía más cuando «nos plantamos en la etapa de la licuadora, como la llamo yo, que es la adolescencia, en la que el grupo es el que nos va marcando el camino. En plena transformación corporal, tendemos a exhibirnos o, por el contrario, a taparnos más de la cuenta, empujados por los complejos».
Por desgracia, según vamos cumpliendo años, «cada vez está más presente la presión de un ‘yo ideal’ hacia el que nos quiere empujar la cultura imperante, pero nosotros nos quedamos con el ‘ideal del yo'».
De esta confrontación, mucho nos tememos, solemos salir mal parados. «Exponerse al escrutinio del grupo y conseguir cumplir con ese ‘yo ideal’ con ese ‘ideal del yo’ que nos hemos fraguado de nosotros mismos no resulta nada sencillo y la tendencia es a ‘ocultarnos’. ¡Aunque también existen aquellos que se encantan y pueden con todo!».
El montaje actual de nuestra vida no ayuda. «La cultura imperante es muy exigente y nos inculca un cierto temor a no ser perfectos, a no dar la talla, a no alcanzar un estatus«.
Está claro que «nuestra sociedad no destaca, precisamente, por un humanismo que anteponga a las personas por lo que son no por lo que tienen o representan. Más bien todo lo contrario. Nos empuja a una búsqueda constante del éxito y a una persecución incesante de unos ideales imposibles de alcanzar».
En este escenario de exaltación del materialismo, «el cuerpo se ha convertido en una posesión más, junto a la casa o el coche, y la presión por llegar a unos cánones corporales determinados resulta especialmente asfixiante».
Serrano-Rosa rememora un caso que vio en consulta. «Recuerdo que tenía una paciente que, había vivido tantas experiencias de rechazo, que estaba tan desconectada afectivamente de su cuerpo que lo describía de una forma absolutamente mecánica, como si estuviera dando una lección de anatomía».
Se necesita mucho trabajo para conseguir que «la relación con nuestro cuerpo, en lugar de dolor, nos provoque placer o bienestar; que consigamos gustarnos. Se trata de entablar una relación afectiva, en cierto modo, maternal con nuestro cuerpo que, con el paso de tiempo, va teniendo cada vez más heridas y cicatrices».
Por otro lado, señala, «también deberíamos de reflexionar sobre hasta qué punto nos permitimos desnudar nuestra alma. Tapamos la mente y tapamos nuestro cuerpo por un problema de autoestima».
Ese trastorno dismórfico corporal con el convivimos «nos hace un obsesionarnos, cada vez con más fuerza, con alguna parte de nuestra anatomía que consideramos ‘imperfecta’. La ansiedad que nos genera nos empuja, en ocasiones, ha buscar ‘soluciones’ en la medicina estética».
Se trata de una patología que afecta tanto a hombres como a mujeres. «En concreto, recuerdo a un paciente que estaba absolutamente obsesionado con su órgano sexual, decía que era feo y que no gustaba. No quería mostrar su cuerpo y, por supuesto, tampoco mantener relaciones sexuales. Lo superó».
A todo esto, habría que añadir el importantísimo detalle de que «vivimos en una castrante cultura cronofóbica en la que volver a exponerse no solo supone el regreso de antiguos fantasmas del pasado, sino que, además, supone un choque brutal con ese ‘yo ideal’ tan eternamente joven y ‘perfectamente’ bello que resulta absolutamente irreal. Es todo un reto».
También es verdad, prosigue, que, «en las relaciones de amor sinceras y sanas, lo que prevale es la aceptación tal y como somos. Porque, desde luego, si alguien no acepta nuestros cuerpos tal y como son nos está dando una pista crucial para saber que no debemos continuar».
¿Cómo podemos generar una relación afectiva con nuestro cuerpo? «Aprendiendo a amar el templo en el que vivimos, cuidándolo, nutriéndolo, permitiéndonos decir quiénes somos. Se trata de un proceso gradual en el que me voy diciendo que es ‘yo ideal’ de la sociedad no tiene por qué ser ‘mi yo'».
Es fundamental que nos tratemos con «autocompasión, ecuanimidad y amabilidad. Nosotros no deberíamos de ahondar en el daño que nos hayan podido infringir desde fuera».
Esta psicóloga nos propone «aprender autocontrol, sentando a la mesa ante nosotros a esa parte de nosotros que nos pone verdes para decirle que ya no la vamos a permitir que siga haciéndolo de la misma manera que impedimos que nos lo hagan otras personas».
Debemos «establecer un lenguaje de afecto y de negociación, un diálogo interno que nos haga sentir bien, que nos premie».
También, «tener una mentalidad de crecimiento, de seguir avanzando y evolucionando» y como no, tratarnos con cariño: «Deberíamos de aceptar nuestra vulnerabilidad. Y darnos cuenta de que somos lo que nos decimos. El poder de la palabra es mucho más fuerte de lo que nos creemos. Nuestra mente es narrativa y construye realidades a través de las palabras. Por eso, la forma en la que hablamos configura la relación con nuestro cuerpo, con lo que queremos mostrar y lo que queremos ocultar».
DESNUDOS ANTE EL ESPEJO
Por si alguien pensara que esto de resultar atractivo responde a unos criterios objetivos, la sexóloga Ana Sierra nos recuerda que «la belleza, realmente, es algo absolutamente subjetivo, una construcción cultura y social que depende mucho del momento en el que estemos viviendo. Lo que ahora se considera bello puede que no fuera así en otra época. Los cánones de belleza femenina, por poner un ejemplo, han cambiado mucho a lo largo de Historia. Sin embargo, eso sí, hay denominares comunes que prevalecen a lo largo de los años y que son los que nos generan esa presión social a la hora, por ejemplo, de desnudarnos ante otros«.
Sierra hace hincapié en que «no sólo nos han educado a percibir determinadas cosas como atractivas, sino que, además, a nivel neurológico, estamos diseñados para que la simetría nos genere sensación de bienestar. Por eso, a priori, estamos más predispuestos a que nos atraiga alguien con rasgos simétricos«.
Sin embargo, hay determinadas asimetrías que «pueden resultar muy atractivas porque la perfección total puede dar la sensación de artificialidad, de robótica. En cambio, esas ‘imperfecciones’ pueden resultar muy seductoras».
También recalca el hecho de que «nos han vendido que ser bello es tener lo que tienen los demás. Sin embargo, el cambio de paradigma consiste en lograrlo en nosotros mismos, independientemente, de la mirada de otro».
A pesar de que cada vez hay un movimiento mayor en su defensa, «se siguen estigmatizando cosas tan naturales como las arrugas». Movimientos tan potentes como la ‘defensa’ de las canas en las mujeres’ generan, en un principio, «una disonancia cognitiva. Pero, a medida que se va visibilizando y nos adaptamos a la nueva realidad, ese sentimiento de incomodidad desaparece».
La sexóloga de cabecera de ZEN nos invita a probemos a ponernos ante el espejo, despojados de toda vestimenta para aprender a contemplarnos con otros ojos. «Esa disonancia que, en principio, nos produce nuestro cuerpo porque se supone que no se ajusta a los cánones de belleza establecidos, a medida que nos contemplamos ante el espejo y nos decimos cosas bonitas, comenzando a asociarlo a sensaciones positivas, se irá esfumando».
¿Lo intentamos?
Fuente: https://www.elmundo.es/vida-sana/bienestar/2022/05/13/627e4a57e4d4d88f538b4589.html